No sabe si dejó las judías cocidas o se le olvidó encender el fuego. Piensa en ello cuando se agacha para guardar los zuecos. Si no se cocieron le toca atraparse las tripas durante un rato porque a esta hora el hambre aprieta. Son muchas horas de turno, se dice. Demasiadas para una mujer sensible de su edad. Le queda poco, se consuela Palmira con el pensamiento de su próxima jubilación que en estos tiempos de penuria, y de crisis variadas, es refugio recurrente. Quizá se trate solo de unos meses, a lo sumo un año. No más. Y Palmira olvida las judías crudas, el dolor de pies y la cadera que le grita por empujar camillas, acarrear enfermos como fardos pesados humanos y le constata que ya no está a su alcance permanecer mucho tiempo activa.
Reviste los pies con los calcetines de lana porque teme que al salir del pernicioso ambiente invernadero del hospital se resfríe. Nada peor que estos cambios bruscos, se piensa, observando que sus axilas aparecen húmedas y desprenden un ligero olor a medicina, gasas y enfermos. El aroma que la suele acompañar bien a su pesar , saliendo triunfante del Nenuco que se pulveriza cada mañana antes del trabajo en un vano intento de sumirse en los recuerdos de una infancia que no hace tanto abandonó. O eso le parece a Palmira que se siente anclada, gracias al olor de ese perfume, a la mirada tierna y blanda de la bueli que la rociaba sin piedad cada mañana antes de la escuela con esta misma colonia, que la cuesta encontrar cada vez más.
Mientras se cambia, arremolinando el uniforme en la bolsa de la lavandería, Palmira sueña con largos paseos por la orilla del mar. Casi puede oler el yodo que se sobrepone sobre el dulzor de las taquillas repletas de ropajes usados, de uniformes sudados con la amalgama que desprenden los cuerpos que reciclan la ropa de trabajo por la suya propia, adquiriendo con ella la entidad que el pijama ocre y blanco les arrebata.
No es que se queje demasiado. Palmira es consciente del privilegio que supone gozar de un sueldo fijo, de una plaza de celadora en el hospital más importante de la pequeña ciudad que habita. Villamar. Tan pequeña como pueblerina. Tan vulgar como risueña con paisajes donde desenvainar los ojos y dejarlos pasear por los contraluces de una bahía hermosa, de un mar bravío cuando se dobla la esquina de las Quebrantas y se adentra en el norte. Porque Villamar mira al sur y eso es una ventaja según se mire, piensa Palmira. Por tanto no se atreve a sentirse desgraciada demasiado tiempo aunque a veces la invade una oquedad en el pecho, un vacío preocupante. No puede decirse que le vaya mal, se sonríe un poco mientras dobla con cuidado la ropa que va retirando de su cuerpo, con el ritual aprendido en la infancia, que la bueli trabó en su memoria a base de insistir que las chicas debían ser pulcras, ordenadas y decentes si querían casarse y tener reputación. Que vaya usted a saber lo que la bueli consideraba reputación y mira por donde, ella la debía tener a raudales y nunca se casó, a pesar de ser tan pulcra y ordenada. Tanto que a veces notaba como los compañeros se le reían un poco.
No, no debía sentirse desgraciada porque tener trabajo, una casa cómoda… disfrutar del derecho a una vida ordenada y concisa, era hoy un privilegio. Claro que el vacío alrededor de Palmira es algo buscado pero no disfrutado y la oquedad del pecho se la ensanchaba más y más, haciéndola estragos al llegar a la garganta porque, sin querer, a veces, hasta la ahogaba.
En Villamar estaba a gusto, se dice, recogiendo los chanclos azules del trabajo pulverizándolos para que no guarden miasmas para el día siguiente. El estar a gusto no impide que la añoranza de las brañas y las correderas del pueblo la invadan cada poco, pero no se puede quejar. En Villamar no hace nunca demasiado frío, en realidad no hace demasiado nada. No se hielan los pies y se crecen los bermejos sabañones provocando comezón insalvable, ni se adormecen las orejas a menos que se las atrape con el verduguito, como debía hacer en el pueblo. Abantos de Abajo, su pueblo, que sigue añorando aunque no lo diga. Con olor a humo de hogar viejo que calcina leños para calentarse en las cocinas tan compartidas por vecinas y viejas seculares mientras se asedia con el olor a cocido de morcilla, costilla y tocino de los buenos tiempos. A veces, Palmira, si cerraba los ojos y se aislaba de todo, sentía el olor de la piedra húmeda, la braña enmohecida y bosta fresca de vaca, también escuchaba el chirriar de la puerta que bramaba al abrirla en las noches de invierno, o el chapoteo del charco que recibía la lluvia engordando el cauce de un río que en verano era apenas una charca verdosa y en invierno asustaba con el correr salvaje de su agua en pos de alguna zona costera que ni se intuía desde las montañas. Palmira, si cerraba los ojos, podía sentir el vértigo de cuando saltaba los riscos sin el temor incierto a descalabrarse que le asedia ahora al toparse con algún empedrado difícil a su paso.
Añora el pueblo, Palmira, porque en ella todo son añoranzas disimuladas. No las trasluce porque se encastilla en una expresión distante y pasmada que le permite alejarse de preguntas y contactos molestos. Palmira hace de la mesura y la disciplina feroz contra el desmán, forma de vida. No cree en los extremos. Sí en la autodisciplina y la rectitud como forma de pasar por este mundo sin hacer ruido. Sin molestar. No en valde la bueli se lo calcó en el alma y nunca dejó que volviera a salir.
Palmira López Tósar. Hija de militar sin carrera y de ama de casa hacendosa y sencilla. Criada por la “bueli” en el puebluco que añora a fuerza de desdibujarle, Abantos de Abajo, al que se escapa cuando le puede la nostalgia volviendo decepcionada a la ciudad porque nada es lo que era, ni le queda casa donde reposar. En sus solapadas visitas, Palmira tan solo le pasea añorante, buscando lo que no está. Los paraísos que la memoria reconstruye se fueron para siempre, aunque Palmira se empeñe en buscarlos y cree verlos en cualquier esquina que cercena el arroyo del progreso. Es una de las realidades que más horadan el hueco que le ha formado el pecho. Que a fuerza de buscar en vano, se le desvanecen los sueños y teme perderlos para siempre.
Cuando los padres salían a un destino impreciso era la bueli quien se arremangaba la saya y se ocupaba de ella. Con la vieja aprendió a desgranar alubias, a vaciar mazorcas para dar el maíz a los conejos, a desollar a los mismos conejos que poco antes alimentaban, para hacer el guiso con clavo y manzana que adoraba y jamás pudo repetir en su cocina ciudadana. Aprendió a recoger los huevos cada tarde entre picotazos y revoleos de las dueñas de los mismos. Unas revoltosas gallinas que se alteraban al verla llegar y pretendían la defensa territorial a base de aletazos de plumas y cacareos, o simplemente aliviar el susto de ver a una extraña en sus dominios.
Con la bueli subía a la braña a recoger la hierba arañando la escasez de una tierra que a duras penas llegaba para alimentar a la Paloma y la Blanca, las vacas que dejaban su leche para llenar las lecheras de varios vecinos y con ello la hucha que la bueli guardaba en la alacena plastificada con el hule de ciervos en carrera. Con eso y la exigua pensión de viuda de guerra se vivía. Claro que la huerta proporcionaba patatas, repollo y berza para el año. Y tomates, lechuga y cebolletas para adornar las comidas veraniegas.
Con el maíz se hacía una buena molienda y tortos amasados con mugre de grasa hasta hacer la pasta que luego impregnaría la casa y la vecindad de olor a borona reciente. En verano las lechugas y los tomates arrebolaban los platos con los colorines de una ensalada que invariablemente adornaba la mesa –del mismo hule que la alacena, más gastado por el uso, tanto que los ciervos saltarines se desdibujaban en líneas grises que homologaban el dibujo hasta casi borrarlo- mientras revoloteaban en la sartén unas patatas que se doraban al ritmo sincopado de la fritura. Los huevos, bien batidos en tortilla, o listos en su cascara para freír, esperaban su turno mientras Palmira observaba las evoluciones de la vieja, reducida y bruna como la noche tal que correspondía a una viuda eterna. No es que fuera algo especial, la bueli, porque todas las mujeres del pueblo vestían luto eterno. Todas viudas de guerra, o madres enviudadas de hijos perdidos en el monte, o fusilados…Pocos, muy pocos, muertos en combate porque en el pueblo de donde procedía Palmira, la guerra era un fantasma que nunca se nombraba y casi ni existió. Tanto que Palmira se preguntaba a veces ¿por qué las viejas iban de luto y lloraban a muertos que no tenían tumba?
Mientras se calza las botas de agua, Palmira, intenta recordar el olor lechoso de la bueli. A poco que se esfuerce la llega el aroma, como de leche tierna recién ordeñada o de galleta de mantequilla que ella doraba, después de batir rítmicamente los huevos, la mantequilla manufacturada la noche anterior a base de batir nata como loca durante horas y la harina de borona que era la que se permitían entonces porque el trigo no se daba bien en el pueblo. Cerró los ojos un instante, Palmira, justo el que le dio tiempo para rememorar los olores de antaño que procedían de la mezcla mientras se asaban en el horno las galletitas y la bueli avivaba los tizones purpureados por el fuego. Ese olor que inundaba la casa y hacía segregar mucha saliva en su boca, haciendo que merodease por la cocina a cada poco por ver si ya estaban listas. Cuando la bueli las sacaba del hogar, Palmira, se pegaba a su saya, hasta que la viejuca tenía que espantarla.
-Niña, que te vas a quemar, coñu. Largate pallá y no seas lambiona que hay que enfriarlas-
Dos pasos, no más, se movía Palmira para contentar a la vieja. Pronto tornaba a la posición inicial mostrando el ansia para llegar a las galletas con riesgo de calcinar los dedos y hasta la lengua con el mordisco impío.
A fuerza de hacer las obleas de nata y maíz, de hacer migas de pan con leche azucarada, de cocer la berza con el tocino que le dejaban fiado en el ultramarinos, la bueli tomaba el aroma de todo ello confabulando un perfume singular que alimentó la nostalgia por todos los años que pasó Palmira, en el exilio.
Exilio que duraba demasiado. Se estaba dando cuenta en los últimos tiempos. Justo cuando el cuerpo la reclamaba un descanso o simplemente un ligero sosiego a la controversia cotidiana de ser independiente.
Por eso Palmira no se quejaba demasiado. Siempre quiso ser autosuficiente, quizá porque nunca llegó a entender bien este mundo y la conciencia se la quedó en Abantos de Abajo, o por incapacidad de adaptarse a un medio que nunca comprendió ni la acogió fraterno. Murió el padre veinte años atrás. Le cuidó con el esmero medido de una buena hija. Se fue joven, piensa ahora quizá porque ella se acercaba la edad, con solo sesenta y cuatro años, de un enfisema labrado por miles de cigarros que envenenaron el ambiente familiar del piso cuarto derecha sin ascensor de un barrio desclasado, casi céntrico pero humilde de la ciudad. De Villamar. A donde recalaron después de tanto trasiego entre destinos y controversias militares con paradas en Abanto de Abajo, siempre demasiado cortas, según el gusto de Palmira.
El sargento se retiró sin más graduación que la labrada por los años de servicio sin apenas heroicidades y el riesgo comedido de un señor del montón. Al poco tiempo del retiro se le descontroló el enfisema. Quizá ese fue el momento en el que Palmira se fijó en el hospital que ahora la mantenía. Trajinando con el padre de arriba abajo, por salas y consultas en busca de alivio a sus males, oxigeno y parar lo inevitable, se le hizo gustoso el ambiente.
Tanto como para presentarse a la oposición a celadora cuando años después se enteró que la convocaban y había plazas suficientes para no hacer el ridículo y ser rechazada. Cosa que no pasó pues fue aceptada. De eso hace más de veinte años y Palmira cree que ha pasado factura. Demasiada factura.
Cuando murió el sargento la destemplanza se instaló por unos días en el reducto amable de la casa familiar. Poco antes había muerto la bueli y los hermanos de la madre, hijos de la vieja también, se pusieron de acuerdo para vender (con ese recuerdo, Palmira, soltaba siempre un largo y sentido suspiro que exhalaba parte del dolor y parte de rabia) porque esa casa guardaba su alma de niña. Los recuerdos vivos que la hubiera gustado mantener por siempre. Vendieron la casa y repartieron el poco dinero que se dividió en partes iguales y que a ella le pareció una traición total.
La gustaría recuperar a la pequeña de ojos saltones y trenzas cruzadas con aretes en las orejas, con el viejo mandilón de cuadritos azules para no mancharse el vestido y las mejillas sonrosadas de tanto acercarse el hogar cuando estaba candente. Cuanto daría ahora por mantener la casa y refugiarse entre las desconchadas paredes en busca de la infancia. Mas no pudo ser. Fue vendida para repartirse una soez, por lo escasa, cantidad que apenas las llegó para subir al cuarto piso sin ascensor una nevera más grande, con congelador, una tele amplia, requerida por la mala vista de la madre, que necesitaba el griterío de los programas absurdos que entretenían sus horas de vieja sencilla y medrosa. Y poco más, recordaba Palmira, mientras guardaba el uniforme en la bolsa y desentrañaba el abrigo de las profundidades de la taquilla. Duró poco el dispendio de la herencia porque se gastó como vino. Rápido y mal. En cambio se perdió el refugio de la niñez y los rincones donde se encontraba con la nostalgia.
Llegó para ampliar los escuetos ahorros que la madre guardaba en un banco cercano por si pasaba algo. Anhelo de seguridad ancestral que Palmira mantenía porque siempre podía pasar algo y los peculios eran el pasaporte de auxilio y tranquilidad.
Palmira hubiera preferido la casa. Claro que la disputa fue agria, eran cuatro hermanos y una pléyade de primos que confabularon para la venta. Ella fue la única conservacionista y perdió la batalla.
Al morir el padre, la madre se recluyó durante un tiempo para luego arrepollarse de forma milagrosa haciendo de su capa un sayo con las amigas que se apañó en un centro de mayores del barrio. A Palmira se le iban los aires contemplando los planes diversos de la mujer, rejuvenecida con la perdida y enrabietada por la juventud desaprovechada entre destino y destino y aguantando al sargento de pocas palabras y toscos gestos.
Tanto quiso apurar, como para querer aprovechar hasta el último rincón de la nueva vida en reparar lo que se fue. Junto con las amigas organizaban viajes en tren a pueblos cercanos. Siempre en tren. Desde los tiempos del militarote, a la madre de Palmira le gustaba el tren. “Se viaja despacio”, decía. “Se ve el mundo por la ventanilla desde la seguridad de un asiento y protegida por un cristal”.
De ella heredó Palmira en mismo gusto. Poco viajaba pero siempre lo hacía en tren, aborreciendo la grosería del autobús y sin carnet ni coche ni ganas de tenerlo. En realidad las nuevas formas de viajar a Palmira la parecían, lo mismo que a su madre, una grosera forma de bajar de nivel.
La madre, cada día, endomingada y con la cara polvorienta de sonrosados afeites, salía con las amigas -también emperifolladas hasta el límite de lo decente- a comer en algún pueblo cercano, pasear y conocer gente. Riéndose de forma estruendosa cuando se encontraban o la recogían en la vivienda. Mientras a Palmira se le menguaban las horas tejiendo jerséis, bordando sábanas para un ajuar que nunca le hizo falta.
Hasta que se hartó. De esperar la cordura de la madre que se había desatado después de tantos años de acolechamiento con el militar de ceño cementoso, pulmones ruidosos y costumbres que bregaban con la vivencia militar que implantaba en la familia.
Fue entonces cuando a Palmira se le despertaron las ansias de independencia. Que no de volar, se entienda, porque ella ni tenía alas ni las ansiaba, pero necesitaba algo con que llenar las horas de asueto de la madre que apenas la necesitaba y se acostumbraba a que la sirviera en todo mientras ella elucubraba las partidas de brisca o la próxima excursión mujeril. También precisaba de dinero porque se daba cuenta del fiasco que la progenitora producía en las exiguas cuentas que las dejó el sargento.
El colmo llegó cuando sorprendió las llamadas tardías, las conversaciones a media voz, las risas infantilizadas cogida al teléfono como si fuera una niña. Una niña tonta, pensaba Palmira al escucharla…Aunque a ella nunca se le hubiera ocurrido ver la completa realidad hasta que la vecina más cotilla del pasillo, le avisó en la ocasión que se cruzaron en el amplio portal, encontronazo que seguro propició la moradora con el fin de disparar la habladuría.
-Ay, Palmira, hija. Estarás disgustada con lo de tu madre…-
Palmira la contempló desde lejos, con el arqueo displicente de unas cejas habladoras que enmarcaban y daban expresión a los ojos saltones.
-¿Qué de mi madre?-
-¿No te has enterado? Buenos achuchones le da en el portal es viejo, que yo no me meto en nada pero… no es muy normal que una mujer de su edad y con solo dos años de que murió tu padre se deje meter mano por un tipo de esa forma. Y en el portal donde vivimos, que cualquiera puede verlos-
La mirada cómplice de la vecina no casaba en absoluto con la sonrisa sarcástica que dibujaban someramente sus labios
Palmira, desde la displicencia y la estatura que casi doblaba a la redicha, la contempló intentando traslucir todo el desprecio que inspiraba la insidiosa. No respondió a la maledicente. Dio un quiebro que casi le hace perder el equilibrio y rodar escaleras abajo con las dos bolsas de la compra mientras torcía el gesto intentando un desprecio cuando lo más probable es que fuera una mueca de asco.
¡Su madre toquiteada por un viejo! Peor… ¡seguro que su madre toquiteaba al viejo! Justo en el portal, dando pábulo a la maledicencia de la Dioni que de siempre fue mala y lenguaraz además de envidiosa.
A Palmira no le quedaba duda de que la envidia de la Dioni era la causa principal del desencuentro. Que venía de lejos, por otro lado. Casi desde el principio.
Desde que llegara al piso de la calle Bonifaz esquina Pedroles, contando ella casi los veinte, con su espigada figura de casi uno setenta y cinco, las piernas largas, interminables y la melena cobriza que la bajaba por la espalda camino del culo. Las pecas de la cara y los ojos saltones rompían la armonía de su figura, eso bien lo sabía Palmira, que su cara de sorpresa permanente no era un adorno precisamente. El aspecto sobrecogido de una mirada huida de ojos que chapoteaban como los del un sapo en una piel testicular que los rodeaba con descaro le daban el aspecto de perplejidad y sorpresa permanente.
No era guapa Palmira. Lo sabía pero nunca le importó demasiado. Supo que acuñaba atractivo por las miradas envidiosas de algunas, entre ellas, quizá la peor, la Dioni y la lascivia que sorprendía en los hombres. Eso la hizo constatar que tenía un cuerpo hermoso, un esqueleto perfecto recubierto de la piel ambarina y de tacto dulce, con pequitas divertidas a lo largo de la anatomía. El pecho pequeño, de ración tal como le dijo una vez un grosero.
El único que le vio las tetas, además del médico que le realizaba las mamografías. Era tosco, con las manos rugosas como lija y unas uñas saltonas en los extremos que arañaban más que acariciar. A Palmira no le gustó la experiencia de aquellas zarpas paseando su piel inmaculada y pecosa mientras la embestía con rugidos de mono. Sintió como si la resquebrajaran por dentro y no encontró más que un ligero placer hoyado por la culpa y en franco desagrado por el olor a lejía que sintió, como una bofetada, cuando el bravo tipo se desahogó entre las piernas. Olor a lejía que la costó evitar al refregarse durante más de diez minutos y perfumarse con Nenuco intentando paliarlo. Allá lejos, en su vientre, sintió un calorcillo y un temblor ambiguo en las piernas, casi como si se la fueran a doblar tal que convertidas en algodón de feria. Poco más experimento, ni supo ponerle nombre ni quiso repetir.
Las acometidas hambrientas de Alcibíades (¡qué nombre Dios mío, que nombre! se decía Palmira) Las caricias gozosas para él y apócrifas para ella, la mirada alobada de loco que la dirigía mientras la desnudaba a agarrones le produjeron una desapacibilidad tan ardua que le dejó al poco tiempo. Él suplicó y anduvo vagando por la calle Bonifaz arriba y abajo, rompiendo la monotonía de sus idas y venidas al paseo o a caminar a paso bien ligero, haciéndola recluirse en casa contemplando detrás de los visillos de la galería, mientras bordaba su inicial en sabanas de percal, si Alcibíades ¡por fin! se cansaba del merodeo y se iba a buscar otro cuerpo donde desahogar su furia de acosador sexual.
Esa fue toda la experiencia amatoria de Palmira en sus sesenta y dos años que calzaba ahora. Poca, si la comparaba con las compañeras, soeces y lenguaraces, que contaban con procacidad los asaltos morales que realizaban los días libres. A ella no le interesaba ni las formas amatorias, ni por supuesto el sexo. En realidad, Palmira tenía la vida llena de cosas pequeñas que la suministraban suficiente satisfacción para dejarla tranquila.
Y sí, la Dioni la envidiaba la figura. Desde el principio. Eso lo tenía medianamente claro Palmira, no por su percepción bastante obtusa, a decir verdad, sino porque se lo insinuó en una ocasión cuando la acusó de pasar hambre para estar delgada. Y no era así. Palmira cuidaba su comida por el gusto de cuidarse, como se mantiene el agua y los abonos en una planta amable, pero la figura le daba lo mismo. Claro que la Dioni, tenía un cuerpo troncal con unas patitas finas, como de pollo, que a duras penas sujetaban la fortaleza de su abdomen abombado con unas tetas enormes que solían desbordarse por el escote más que generoso que ofrecía al desacato de miradas obscenas.
En cambio Palmira disimulaba sus formas. Como no iba a la playa, pocas personas habían visto la escultura redondita y perfecta de las tetitas dulces como la miel, de un culo colocado en su sitio en proporción exacta a la estatura, de la cintura plana y cimbreante donde no sobraba ni una brizna de carne ni faltaba tampoco. Se vestía con faldas largas o pantalones…porque eso sí, en los últimos años un edema linfático le hinchaban los tobillos a poco que anduviera, dejando las piernas, perfectas de antes, un poco remilgadas por la parte baja. Jerséis anchos o camisas hueras completaban una indumentaria cuidada pero impersonal de colores cautivos donde la única alegría la ponían los grises o los ocres y algún pañuelo que se colgaba al cuello por eso de adornar.
No quería llamar la atención Palmira, su gusto era desdibujarse entre la gente que caminaba por calles y paseos hasta hacerse invisible y permanecer en su mundo el mayor tiempo posible, sin mayores interferencias de conocidos por amigables que se mostraran.
No era desidia del mundo. Al menos, no confesada. Era querer permanecer en un espacio, quizá inexistente, quizá irreal, pero apropiado y construido pasito a pasito por los gustos sencillos de esa niña que anidaba en su cuerpo macizo de mujer entrada en años.
Al salir del hospital el aire, asurado y violento, le azotó el rostro agitando su pelo hasta enmarañársele en el rostro. “Quizá mañana llueva”, se dijo, “cuando pare el sur caerá una buena tromba”. Caminó deprisa hacia la calle Bonifaz porque había dejado ropa tendida por la mañana y quería quitarla, no fuera a mojarse. No pudo recordar si las judías estaban hechas o la tocaba esperar hasta que se cocieran, pero daba lo mismo, porque entre quitar la ropa, doblarla, incluso hasta plancharla, encajaría el tiempo.
Palmira, dio unos largos pasos que vistos de lejos parecían de joven, mientras a lo lejos las luces se encendían con el tumulto silencioso de una ciudad que se presta a anochecer. Se sentía cansada pero animó el paso pensando en que pronto, quizá no más de unos meses llegaría la libertad ansiada y pondría a refrescar los viejos planes labrados en las noches de soledad difusa en que se vio sumida al morirse la madre.
Eran planes sencillos, trazados a golpe de ensueños. Vendería le piso de Bonifaz, mientras buscaría a los dueños de la casa de la bueli y les ofrecería más de lo que pagaron años atrás. Con el sobrante adecentaría un poco el descalabro que sufría la vieja morada de su infancia y se dedicaría a hornear galletas y pan hasta el fin de sus días.
Sí, hacía frío tal como había temido, gracias a que fue previsora con los calcetines y sus pies, aun doloridos, bullían satisfechos dentro de la dulce lana que los protegían. El viento del Nordeste le agitó la cara, revoloteando el pelo. Palmira pensó que en Abantos de Abajo, lo más seguro habría empezado a nevar y se solazó con el pensamiento del fuego de hogar avivado por el carbón ardiente mientras las castañas brincarían en la chapa, calcinadas abriéndose como bocas hambrientas mientras ellas las contemplaba con gula y se prometía esperar no fuera a quemarse la lengua al comerlas ardiendo.
Fin.