Yo no sé qué haría si no escribiese. Si al leer algún artículo o escuchar palabras que más parecen baba viscosa y me ataca este hervidero que brota de las tripas, asciende faringe arriba hasta acolechar la voz y embotar de una rabia sorda y ciega la cabeza, no pudiera llevar la rabia al folio. Creo que estallaría como un globo lleno de agua. Por eso escribo. Para no estallar.
También escribo para soltar y tirar al viento los refugios construidos, a modo de empalizada o parapeto, contra la soledad o el abandono que marcaron los nublosos días de una infancia un tanto peculiar. Fue justamente en las largas horas de soledad infantil, rodeada de muñecos que me impedían tocar, no fuera a estropearlos porque se compraban para lucir encima de la cama no para que jugara con ellos. Vulgaridades, eso de jugar. Las horas que se estiraban como chicle inmundo mientras una casa grande y fría aplanaba a la niña de coletas sin gran cosa que hacer.
Fue justo entonces cuando comenzó la fantasía. Ese super poder del que hablaba Almudena. Porque las niñas que tienen imaginación o la buscan entre las páginas de un libro, son poderosas. Super poderosas, más bien.
Labré un refugio apalancado de historias entre las que me diluía como el azucarillo en el agua. Era la Jo valiente y altanera, la malvada Escarlata o el naufrago de la isla. Entrelacé manos enjoyadas con Anita Ozores De Quintanar y celebré los fastos parisino con los que Balzac me homenajeaba o bajé a las cloacas de Les Halles con Zola, mientras Jean Sorel me guiñaba un ojo y me enamoraba. Al conocer a Ana Karenina me quedé prendada para siempre de las pieles rumbosas con que los rusos decoran sus cabezas. Luego ya con Dostoievski pensé que la desolación y el frío estepario contraerían mi alma para siempre. Cuando conocía a Galdós era talludita y se acopló en mi corazón para no salir más.
Allí establecí el escape del que salía a trancas y barrancas y por el que discurría el resto de mis días. Ya no veía el desangelamiento de la casa grande y fría, la tozuda distancia de los que debieron amarme y me arrinconaban con saña en el lugar de lo inexistente. Vivía tantas vidas como novelas leía…
Por eso escribo. Y por muchas cosas más. Para entenderme, para amar y ser amada, para que se me entienda, para calmar mi rabia ante las injusticias. Sobre todo, sigo escribiendo para huir de una soledad dolorosa que se incrustó en el alma de una pequeña de coletas que no he conseguido desarmar.
Decía Gabo que escribía para que le amaran. Yo lo hago para que me acompañen.
María Toca Cañedo©