María abrió los ojos rodeando con ellos el paisaje conocido. Sí, todo estaba en orden. La casa limpia como la patena, los libros campaban en el mismo desorden de siempre, el suelo brillaba impoluto salvo en algún rincón en donde, observó con preocupación, se acumulaban texturas de un polvo encebollado que brillaba con el rescoldo de sol que poco antes acariciaba su cabeza y ahora se derramaba por la sala acuciando a muebles y a enseres varios.
Debió quedarse dormida no hace tanto, pensó, mas luego la torcedura del cuello, que al intentar enderezarlo mordió como un tiburón furioso el esternocleidomastoideo, la hizo pensar que a lo mejor llevaba más tiempo del previsto. O que se le debió de torcer la cabeza más de lo consentido por unas cervicales precarias que lanzaban gritos a poco que se descuidara la postura. Intentó enderezar la cabeza que pesaba como plomo macizo, recogió el libro que yacía en sus piernas, desvencijado, con las hojas dobladas por el descuido.
Levantó los ojos con presteza hacia el reloj de enfrente. A lo lejos, las campanadas de la catedral tañían con desparpajo ciego. Contó. Eran seis. Lo previsto. Recordaba que poco antes de perder la conciencia había comprobado que el mismo reloj marcaba las cuatro cuarenta y cinco. Bien. Lo de siempre, el sueñecito de una hora que la refrescaba lo suficiente para dar carpetazo al día haciendo el trabajo restante mientras la tarde se diluía hacia la anochecida.
La sensación de que algo no encajaba del todo la siguió royendo el interior. Al cabo de un rato, después de ir al baño con la vejiga reventona tornó a mirar la hora y vio que las agujas no se habían movido. Seguían en la misma postura que antes cuando marcaban las seis y dos minutos. También la alteró un poco que, al pasar frente al espejo, justo antes de desbaratar la vejiga opulenta, la cara que la contempló llevaba oscuros lagos bajo los ojos, surcos nasogenianos marcados a machete y un rictus en los labios subsumidos más de lo normal. ¿Quién era aquella que la miraba con ojos sorprendidos? se dijo mientras meaba de forma interminable. No le dio más importancia porque su aspecto hace tiempo que dejó de preocuparla porque es más practico acostumbrarse a lo inevitable que contradecirlo.
No quiso mirarse con más detenimiento porque la contemplanza solía desanimarla, así que obvió los detalles. Los años son desalentadores, se dijo, más cuando andas vestida de ropavejera y sin peinar, en un domingo de octubre donde no prevés ni visita ni salida del nido.
Salió del baño tomando paso hacia la cocina porque apretaba la sed. Esas alitas de pollo de la comida, con pimienta, soja, y pimentón, además de las patatas picantes y tostadas en el horno que tanto le gustaban habían producido una sed tal que si hubiera atravesado el desierto en vez de haberse dormido leyendo el libro tan recomendado pero que resultaba un tanto enrevesado para la sobremesa. Y más con el estómago lleno de alitas y patatas picantonas.
Llenó la jarra con agua, apretó un limón contrahecho que parecía un fósil, añadió hielo después de mucha pelea con la puerta del congelador que parecía blindada de escarcha dura como estalactita. Ni azúcar ni miel. A pelo, tomó la jarra derrochando en el vaso el mejunje sin dejar que el hielo enfriara hasta casi atragantarse al tirarlo, con ansia, al coleto. Ya sabía ella cuando se permitió las alitas que producirían secano y un ardor vesicular de puro fuego. Un capricho, se dijo, uno solo, alguna vez, no mata. Pero molesta, se reprendió a si misma antes de salir hacia el escritorio donde reposaba el ordenador abierto desde la mañana abandonado para limpiar la casa que ahora relucía a tramos, mientras, en donde el sol aposentaba algún trasluz, sobrevolaban virutas de polvo que enmohecían el ambiente.
Otra vez las seis. Pensó al mirar el reloj de la pantalla. Comprobó en el que reposaba en la tarima que servía de cabecero a su cama. Las seis de nuevo. Volteó el cajón donde guardaba el reloj de muñeca…las seis. Pensó que alguna fuerza vernácula los paró al mismo tiempo, y no le dio más importancia que a un traspiés pequeño.
Al trocar el trabajo empezado, la pantalla no obedeció a los diferentes impulsos de un teclado que sus dedos cercenaban con virulencia. ¿Qué coño pasa? se dijo con acritud, entrando en bucle rabioso de cuando las cosas nimias se tuercen porque sí. Bien que se paren los relojes pero el ordenador es imprescindible, mañana hay que sacar el artículo y apenas comencé a editar. Se dijo entre estertores de rabia.
Procuró calmarse, pensando que en la vida pasaban cosas muy graves, en la suya por ejemplo, y si el ordenador se rebrincaba, mala suerte, dedicaría el tiempo a la lectura del libro enrevesado que la esperaba en la mesita del salón. El argumento servía a medias porque apenas consiguió enderezar el rabietón que la abatía. Era curioso, enfrentarse a accidentes o dolores profundos la dejaba serena y con la tibieza de lo razonado siendo ejemplo de serenidad ante histerias ajenas, mientras que las cosas nimias cotidianas la irritaban hasta el paroxismo.
Durante un tiempo intentó enderezar el monitor, que ciego y sordo a sus vapuleos seguía inútil con la página abierta, inerme, inactiva y silente. Dejó la mesa antes de propiciar con sus manotazos y accidente grave y tornó al salón. Al llegar, sus ojos recobraron la perplejidad al ver que el reloj seguía con las seis y dos minutos perfectamente inamovibles.
¿Se habían puesto los diferentes relojes de la casa de acuerdo para pararse todos a las seis? La sonó extraño pero tomando el libro, tornó a leer donde lo había dejado. Al desdoblar los malos modos que trataban a las hojas, se fijó en las páginas donde el blanco se había tornado en ocre seco que amarilleaba como texto antiguo a la vez que las letras parecían deslucirse del negro inicial, tornándose borrosas. Serán las gafas, se dijo, habrá que ajustar las dioptrías. Hace tiempo que venía notando necesitar más esfuerzo en la lectura, como si sus ojos, añosos y cansados, se deshicieran a cada rato. Al pasar la hoja, crujió como manuscrito de museo. Y volvió a sorprenderse.
No obstante los problemas surgidos, maldita siesta que había tornado un día tranquilo en un escrache de volteos continuos, se sumergió en la lectura como siempre ocurría cuando andaba a trompicones con la vida o la vida con ella. Agarrándose, cual naufraga al salvavidas, porque eso era para ella la lectura. Un seguro y fiable salvavidas que la eludía de lo cotidiano, de las múltiples perversiones que llegan escondidas en los recodos del tiempo.
Al rato, la oscuridad extendió el manto sobre el habitáculo. Apenas distinguía las letras; levantó la mano para encender la luz…Una, dos, tres, cuatro veces pulsó el interruptor que andaba cercano a su cabeza en lampara de pie, sin resultado.
Lo que faltaba, que se hubiera ido la luz, pensó, rebotada de rabia, dejando el libro sobre la mesita y tornando a una realidad molesta.
Saltó por encima de los cojines del suelo que servían de adorno y poco más, en su camino hacia el interruptor general de la habitación. Nada. No hubo ni tan siquiera un destello que demostrara algo de vitalidad en una lampara inútil que colgaba del techo.
Tampoco en el pasillo. Ni en la cocina…La oscuridad se adueñó de la casa, así como el silencio, que la sorprendió al cabo de un rato de buscar soluciones. ¿Dónde estaban los gorjeos de las gaviotas que a esa hora mostraban su retirada con desparpajo incierto? ¿Dónde el griterío de una pajarada corriendo hacia el ocaso? Y ¿dónde el rumor vital que servía de acompañamiento en una ciudad que bajaba hacia el nocturno de un domingo de octubre?
Tensó el oído como antes lo hiciera con los ojos, mientras tentaba por los muebles de cuarto en cuarto, pulsando interruptores, intentando no descalabrarse de un trompicón. Porque era lo único que debía faltarle a esta tarde aciaga, se dijo, era eso. Caerse entre el silencio y una oscuridad obscena que comenzaba a arroparla. Buscó el móvil, por si acaso, tardando más de lo previsto ya que había que sortear las sombras. Cuando pulsó el teclado con su huella, volvió a asolarla la falta de respuesta. Nada. No se encendía la lucecita precisa que ponía a disposición del interlocutor los medios para comunicarse con el mundo y el mundo con ella.
Nada.
Tornó a buscar el cargador, que fue encontrado sin dificultad ya que, ordenada como era, yacía esperando cerca del cabecero de la cama. Lo cargaba de noche, poco antes de cerrar los ojos antes del sueño alevoso que la llevaba a transitar el día. Enchufó con el tartamudeo de no dar con la ranura y trastabillar varias veces hasta encajarlo. Al punto, no pasó nada.
Otra vez, nada. Ni una luz, ni la ruedecita luminiscente que volteaba la ventanita alegrando la vista con el tintineo vistoso de la carga. No había luz, pensó de pronto. Si no encendían los interruptores, tampoco había red para el cargador, se dijo con la certeza del desconcierto.
Un escalofrío la recorrió entera.
Intentó serenar un espíritu en franca rebeldía tornando al salón en busca de unas velas. Que buena costumbre esa de adornar con infinitas velas la casa, que a veces pareciera velatorio de muerto. Acercó el pábilo al mechero que esta vez sí obedeció la orden. Un temblor luminoso del pábilo prendido, la serenó. Al rato ya tenía unas cuantas alumbrando lugares comunes por donde transitar sin riesgo a descalabro.
Abrió con despecho la panera con idea de hacerse unas tostadas hasta que desechó la idea, pensando en la tozudez de la costumbre. No había luz. No había servicio eléctrico por lo que ni tostadas ni leche caliente…Enseguida pensó en lo extraño de un congelador fosilizado de escarcha si no había luz, y temió que en pocas horas lo almacenado se convertiría en pacotilla para ser tirado o consumido al momento.
Calmó el intervalo de insensata premura y se dijo que mejor se acostaba y mañana todo habría tornado a la normalidad. Claro que ni un atisbo de sueño la acuciaba en una hora indefinida, porque a saber cuál era ya que todos los malditos relojes marcaban al unísono la seis y dos minutos.
¿Qué hacer hasta que el sueño abrazara? Acercó una de las velas, de llama más bien grande, tornó al libro que antes había dejado de forma presurosa. Los ojos le dolían, se dijo al cabo de un rato de esforzarse en la lectura alumbrada por el tintineo breve de la llamita que azuleaba la pared dibujando sombras maltrechas y bailonas.
El silencio se tornó abrumador al cabo de unas horas. Cuando acabó el libro, debía de ser la madrugada. La llama de la vela describía ondulantes despedidas y María se dijo, que debía apagarla no fuera a necesitarlas otro día. Aunque lo más probable es que al día siguiente, todo anduviera en orden y se reconfortara al encontrarse con luces encendidas. Al fin, debió de volver a dormirse o más bien a caerse en el pozo inmenso que no encuentra ni fin ni recompensa. Lo que sí tuvo constancia con ciertas dosis de repugnancia es en que algo se movía en la habitación y justo antes de entregarse al sueño, unos las cuadriculas de unos ojos brillantes la contemplaban con la misma curiosidad que ella hubiera sentido en el supuesto de que el sueño abrasador no la hubiera acogido entre los brazos. Quizá la ultima pregunta que se hizo María esa noche fuera ¿qué clase de insecto gigante tiene esos ojos cuadriculados y brillantes?
Epilogo:
Los expertos calcularon que el cuerpo de María había sido encontrado aproximadamente cincuenta años después de que se extinguiera el ultimo soplo de vida en la ciudad asolada por el desastre. Debió ser la última en morir, debido a la altura y posición casi vertiginosa de un domicilio lejano y altivo como pocos. Cuando estalló el recalentado motor de la inactiva termo nuclear, debió de cogerla dormida, con respiración corta y cautelosa. Los expertos arqueólogos que una vez pasado el peligro contaminante, estudiaron el caso de la ciudad fantasma, pensaron que no murió al principio, que debió despertar, tal como mostraban los atisbos que había por la casa de que había sobrevivido al primer embate de mortalidad. Los arqueólogos enfundados en sus trajes de amianto que protegían de la radiación, encontraron, fosilizado pan mordisqueado, un cumulo de hojas que al tocarlas se deshicieron de golpe, lo que antes fuera un libro, un cabo de vela a medio desgastar, un viejo ordenador abierto, y poco más allá un fosilizado y antiguo teléfono móvil, que al comprobar modelo respondía a la fecha de la catástrofe…
Era probable, confirmaron los expertos que estudiaban con atención las muestras de una casa que había quedado casi intocada desde la fecha del desastre y que les producía ingente cantidad de información, que hubiera quedado noqueada durante meses después de la explosión. Al despertar, se encontró sola en una ciudad afantasmada y sin más habitantes que unas ciclopes cucarachas que debieron encararse con ella. Su último sueño debió de ser un poco desesperado debido a la soledad y al incomprensión de lo ocurrido. Decidieron recoger con respeto los huesos empolvados que antes formaran el entramado del cuerpo de esa mujer, los apilaron en una bolsa hermética, junto al resto de los fósiles encontrados en la casa, precintaron la puerta y se encaminaron por la cercenada ciudad hasta el museo.
Apenas se encontraron con gente, en esos tiempos, los pocos habitantes de lo que antes se llamó Villamar, habían construido bunkers inaccesibles, vestían con armadura blanca para evitar radiación y de vez en cuando alguna cucaracha daba cuenta de alguno que anduviera desperdigado. Por eso, las calles estaban sin ruido y transitables.