El problema fueron los cordones. Enrevesar los lazos atravesando el laberinto de esos cordones me resultó imposible. Por lo que los llevé sueltos a riesgo de pisarlos y torcerme la crisma según prevención materna mil veces repetida: “átate los cordones, niña, que te los pisas y te rompes la crisma” Yo no sabía hacerlo, por lo que la mano condescendiente de alguien menos prieto que madre, me los ataba.
Estaba sola, madre y padre salían de madrugada al trabajo. Crucé los prados cargando con una carterita coloreada de fondo gris que se alimentó de cuadernos Rubio, lápices de colores Alpino y la cartillita de uso común. Crujían la hierba de los prados bajo mis pies, mientras los cordones resbalaban por el prado, húmedo de un rocío otoñal que traspasaba la rebequita que la madre había dejado dispuesta en la silla y yo me había puesto con sabia prevención. Subía hacia el lugar que días antes había conocido sin mucho entusiasmo. Una clase con paredes verdosas irregulares a la que se le adivinaba de largo los churretones de cemento que se habrían dado poco antes para adecentar un hueco donde meter a treinta y tantos niños y niñas, despistados y tan dispares, como yo. Quizá un poco menos, quizá un poco más gregarios.
La maestra (se llamaba señorita Rocío, pero era la maestra) era familia del padre, aunque su displicencia y frialdad no mostraban afecto ni por el parentesco ni por mi desolada presencia. Una mesa, una silla, pupitres barnizados con golpes antiguos, apretujados en la estancia, una pizarra oscura, lúgubre como el humo y en la pared una gran cruz, con el Cristo doliente de las estampas, al lado el Caudillo de aquella España que se me empezaba a desvelar y que sobrecogía.
Se trataba de llegar, atravesando prados, teniendo la referencia de la casa de las cuatro ventanas en lo alto del camino, cruzando la calleja que mantenía charcos de la llovizna nocturna, con cuidado de no salpicar los impolutos calcetines blancos, inmaculados. Despiste, no aparece la casa de las cuatro ventanas, me paro y doy vueltas y más vueltas hasta conseguir reparar el desconcierto. Cruzar la calle donde pasaban coches sin mayor prevención que bajar una cuesta tan pindia como solitaria, era el reto mayor. Al fin divisé la casa con tejado picudo de tejas muy rojas. Apenas recuerdo el color de aquel chalet (las casas eran más feas, más viejas, los chalets, eran nuevos) en la que habité dos años, se me dibuja gris en la memoria, con una grisura entre sucia y oscura que amparaba disciplina, una regla que podía doler, pupitres atestados de niños y un patio donde aburrirse porque lo de la comba, la goma o la rayuela nunca fue lo mío.
Era tarde, la clase había empezado hacía un rato. Llevaba las trenzas apretadas; madre las había retorcido hasta doler la sien mientras dormía, antes de marchar al trabajo. Una cinta blanca atravesaba mi cráneo partiéndolo en dos. Había que sujetar las orejas que, según ella, eran de soplillo como las de padre. Un flequillo a taza decoraba mi frente y poco más resaltaba de una niña que siempre había estado sola enfundada en la fantasía y creando unos mundos que la escaparan del aburrido en el que habitaba.
La mirada de la señorita Rocío se tornó hacia la puerta que yo había empujado con cierto sigilo.
-Llegas tarde.
-Sí, es que me perdí- respondí con un hilo de voz. Nunca había hablado delante de tanta gente.
Una risotada común se extendió por la clase. Las miradas burlonas de quienes habían estrechado lazos en mi ausencia me vistieron el temor.
-Pasa y siéntate en el pupitre que queda libre, y que no se vuelva a repetir. La próxima vez que llegues tarde, no entras.
Caminé seguida de varios pares de ojos que dictaminaban a la nueva como un cordero fácilmente degollable. Intentando no distinguir, pasar lo más desapercibida posible, oculta en la parte de atrás de ese aula sombría, me apergaminé intentando no mostrar la desolación que lindaba con un miedo a la caterva de niños que nunca había visto reunidos.
El recreo llegó, pero no la tranquilidad. Pronto fui presa del matón de la clase que necesitaba ser cruel con la parte más débil de una sociedad que podía ser la de entonces. Mis trenzas, tan prietas, ajustadas gracias a la cinta que ceñía las sienes, fueron una tentación para él. Tiraba y tiraba con saña, arrancaba matojos de pelo deshaciendo el trabajoso trenzado de madre. A su vuelta y la mía de clase, las preguntas de por qué estaba desgreñada sacaron la verdad.
-Hay un niño que me tira de las trenzas, me pega empujones y no me deja en paz.
Confesé sin saber que la delación era arma sucia que jamás debe usarse. Madre ¡buena era ella! torció el gesto y nunca sabré cómo consiguió saber quién y dónde vivía el pequeño torturador. Allá que nos fuimos. Un tipo malencarado, ataviado con una camiseta blanca de tirantes raídos entremezclados con matojos de pelos oscuros que brotaban de unos hombros abruptos, nos recibió segando el jardín de su casa.
-Mire, que su hijo pega a la mía. La tira de las trenzas todos los días, le tiene miedo y dice que no quiere volver a la escuela.
El hombre nos miró velado por la rabia. Mi torturador andaba por allí, displicente, ayudando a recoger la maleza que el padre segaba. Sus ojos no eran como los de la escuela, andaban sombríos, supeditados al miedo. El padre, le miró, mientras con calma desbrochaba un cinturón con hebilla borrosa. El niño quedó quieto, había miedo en sus ojos. De pronto, la tormenta se desató y los salvajes correazos cruzaron las piernas correosas del niño que saltaba además de aullar, intentando esquivar los golpes. Pronto, la hebilla y el cuero marcaron sus piernas con ladridos rojos.
Mi madre se quedó muy quieta. Yo, sin aliento. Las dos abríamos los ojos expectantes ante la barbarie.
-No, por Dios, que no le pegue usted así. Yo solo he venido a pedirle que no asuste a la niña, pero por favor…
No sirvió de nada. Los correazos seguían fluctuando mientras los aullidos y los saltos del niño decoraban un ambiente siniestro.
No me volvió a pegar, ni a tirar de las trenzas. Me clavaba los ojos con odio al divisarme; un odio muy firme que atemorizaba a la vez que sentía tanta pena por él como arrepentimiento. Mi delación había descubierto el secreto que, seguro, guardaba el pequeño delante de todos. Pegaba porque no sabía que no era bueno. Tiraba de mis trenzas para desquitarse de la barbarie. Odiaba porque le odiaban. Y eso era todo. Ahora yo conocía el secreto y eso le debía de doler mucho.
La escuela estaba tintada de un color ceniza, donde en ningún momento se cruzaban los rayos de sol. El olor a tinta china, los cuadernos de caligrafía, de cuentas imposibles y antipáticas y el libro gordo donde nos enseñaban historia de España se me confunden en la memoria junto a una larga y extensa sensación de soledad y de frío. La humedad nos borraba las ganas de aprender. El helado ambiente de esa escuela de pueblo nos impedía congraciarnos con cualquier amor al aprendizaje. Era la siniestra formación de una España teñida en grisura que respiraba plomo. La disciplina teñida de temor impreciso se adueñó de una clase de treinta y tantos niños y niñas que apenas sonreían.
Auguraba bien. Entrevista concertada con un autor que había leído semanas atrás, me había gustado su libro, escrito de forma sencilla pero bien estructurado. Primer libro y había posibilidad de superación futura. Además de afinidades ideológicas…hasta había cierta admiración por mi parte.
Auguraba bien, ya les dije.
Llegué puntual, él no estaba. Mejor, me dije, así hay tiempo de colocar mi cuaderno, boli y teléfono en la mesa ordenando las cosas y dejando todo a mano. No pensaba grabar porque pretendía una conversación distendida, apenas llevaba preguntas e intuía variables imprevistas con conversación gustosa dejando que fluyera. Pero toda precaución es poca, tengo memoria amplia para conservar las conversas, pero nula para cifras, nombres o datos concretos. De ahí el boli y el cuaderno. Para apuntar.
Auguraba todo fetén. Repito.
Llegó con minutos de retraso. Hombre cincuentón nulo atractivo. Mejor, pensé, la belleza predispone de forma subjetiva y quiero ser aséptica en mis tratos con personajes sobre los que pretendo escribir. Ya le conocía, me había firmado un libro tiempo atrás. En la distancia fue agradable. Les repito, también había afinidades personales y políticas. Eso acerca mucho.
Auguraba un buen rato. Me repetí al verlo llegar.
Había escogido para sentarme una silla frente a otra, en la que se sentó él. Lógico. Se trataba de hablar. Hablar amigable y distendido, como conocidos que se acercan por ambages literarios.
Algo se torció cuando, en vez de sentarse de frente, lo hizo de lado. Es decir, mirando a la puerta de entrada, no a mí. El lugar donde quedamos, una cafetería pija con toques de progresía local, había sido propuesta por él, el ambiente era agradable. Nada que objetar…pero su posición no me resultó cómoda. Cada vez que me hablaba, si quería mirarme, debía torcer el cuello, cosa que de forma imperceptible al principio, fue resultando inoportuno, el lenguaje corporal habla mucho. Alto y claro, habla la postura que adoptamos para entablar dialogo. A veces más que las palabras . Y este gesto de no enfrentarme me habló mal. Requetemal. Confesado.
Seguí pensando que tampoco era tan grave, me suelo acusar enseguida de toques paranoides por el síndrome de la impostora, ese que nos aprieta de vez en cuando…
Calma, María, me dije. Que no augura mal, mujer. Me volví a decir con cariño falso.
La cosa, de forma causal, podía torcerse así que saqué del bolso interior de mi cabeza una pequeña dosis de paciencia, por si hacía falta. O por precaución. “Es hombre” me dije “no tienen el sentido de la comprensión empatica como nosotras” me afirmé de forma bastante injusta. Por convencerme, más bien.
Volví a recurrir a mi alacena de paciencia almacenada, mientras observaba que prestaba atención a los movimientos del público que pululaba por nuestro lado. Ya dije, la puerta no andaba lejos. Recurrí a la condescendencia, esa que nos hace a las mujeres no tomar un bidón de gasolina y pegarle fuego al mundo dos o tres veces al día.
Comenzamos a hablar. Yo, calentaba preguntando cosas impersonales. Entiendo que la gente interpelada muestra mejor su interior cuando se siente libre de contar sus preocupaciones o intenciones.
-Che, vamos al lío. No divagues- expresó esbozando una liviana sonrisa que quería ser seductora y se quedaba en mueca.
Escoré la charla rápido hacia su interés.
“Bien” me dije “tiene prisa, quiere contar lo suyo. No le interesa nada más y menos tú, así que vete al grano y no te incendies, María”
Yo es que converso mucho con mis adentros profundos como forma de calmar la pequeña víbora malvada y poco juiciosa que suelo llevar adormilada saliendo a relucir al detectar imbéciles. “No te incendies, nena, que quieres saber cosas para hacer el artículo, luego que se vaya a tomar por el culo y tú a lo tuyo”
Como ven, a mí misma me permito diálogos poco cuidadosos, porque son míos y solo faltaría…
–¿Tú escribes, verdad?-preguntó torsionando el cuello hacia mí.
–Si, claro, por eso estoy aquí- respondí envolviendo la frase en una acaramelada sonrisa de buena chica, tan falsa como euro de madera.
–Ya, es que me suena tu nombre. Recibo un boletín de prensa, de esos diarios digitales– mueca de desprecio con gesto manual de displicencia- y sale tu nombre. Por cierto que quiero borrarme de esa publicación y no lo consigo.
Hice un gesto de comprensión. Asentí con la cabeza, mordiendo los fonemas que asomaban por la boca. Imagino que de tratarse de un interlocutor más listo hubiera adivinado al momento que el bidón de gasolina andaba rodando empujado por la viborita interna esa de la que les hablé.
“Templa, María” “es un tío” Al ensalmo de la jaculatoria, me achanté un poco y no respondí las palabras que andaban enredadas entre mi dentadura para salir como salivazos llenos de veneno. “Templa, nena, que importa la entrevista” me dije para el adentro.
Los augurios comenzaban a torcerse. Que no se crean que por mi ego…o no solo (decir que te quieren borrar donde publicas no es moco de pavo, entiéndanme, no mirarte y contemplar la puerta en vez de a ti cuando hablas, tampoco) lo que ocurre es que ser estúpido y jodidamente prepotente para hablar sin tomarse la molestia de disimular un poco menospreciando quien va a escribir sobre tu libro no me parecía correcto. Ni inteligente…que iba a entrevistarle sobre su libro, ¡coñoya! Claro que donde publico son esos boletines digitales sin importancia, según su opinión…Entendido, chico, bien entendido. No soy de Babelia, ya lo sabía pero no hace falta el desprecio. Pensé.
Torné a articular las preguntas preparadas. Correcto en las respuestas, poco original pero balanceaba los argumentos con cierto rigor. Sin mucha originalidad, ni chispa de ingenio. Les juro por mi vida que, de haber mostrado sentido del humor o genialidad, las malas impresiones se hubieran diluido. Estoy presta a perdonar si hay talento, si hay sorpresa. No era el caso. Todo discurría dentro de una línea horizontal, plana y sin deslumbramientos.
De pronto, percibo un movimiento ocular, rápido, como telescópico, de arriba abajo, torsionando los párpados para ajustar la mirada con el fin de no perder ni ripio de lo observado. Radiografiando al motivo de su curiosidad. Percibo el goloso halo que desprenden los ojos de algunos hombres cuando divisan presa deseable. Volví la cara con el fin de ver el objeto de su curiosidad tan precisa, intuyendo el desenlace. Sabía con certeza lo que iba a encontrar al volver la vista.
Allí estaba. Rozagante y pizpireta, según lo previsto, una jovencita hermosa en pletórica explosión de esplendor juvenil. Vestía pantaloncito corto, blusa con transparencias y meleneaba al ritmo de pasos cadenciosos. Una linda niña de no más de dieciséis años.
Mi partenaire, para entonces, se le destilaba por la comisura de los labios una sutil babilla de rijoso irredento. Mientras sus ojillos de sapo embrujado, festoneaban la anatomía de la púber sin disimulo.
Sucedió en dos o tres ocasiones más. Sus ojillos de sapo miope se achicaban, aguzaba el cristalino aplicando en su boca un resabio de sonrisa golosa de depredador tan banal como poco disimulado.
Acabamos la entrevista. Escribiré bien sobre su obra. Él, pasará a ser personaje de algún relato o novela que es la forma que tenemos las que manejamos este oficio de vengar a los malos o a los cretinos.
Allí mismo, mientras nos despedíamos con plenitud de amabilidad pegajosa (por mi parte también, que soy buena actriz y ya había delimitado la venganza) me lo prometí. Escribiría bien sobre un tipo que escribe. Contaría esto que hago ahora, obviando su nombre. Hasta es posible que diseñe un personaje bastante detestable basado en él.
Mientras caminaba de vuelta a casa, mentalmente prometí todo lo anterior a las pobres chiquillas que deben de soportarle en sus clases. Es que se me olvida contarles que el rijosillo, además de escritor, es profesor de Universidad, y más que probable, un seguro depredador sexual.
Feo, bastante mediocre pero aureolado con el estigma de la intelectualidad. Un asco de tío, vaya