No sé si querrá decir algo ese destino caprichoso que nos cruza o dispone al antojo de sabe dios qué hados infames o generosos. Repetimos encuentro. Fortuito, casual, aunque recuerdo siempre que una amiga filosofa ella, me repite que nada es casual, todo es pura y simple causalidad. Sea lo que fuere lo dejo pasar no sin antes atender por unos segundos (tan solo) al zumbido de la voz que ese destino me depara, tan proclive a desencuentros o a fugaces y arrebatados choques pasionales pero poco dado a la consistencia jugosa de la conjunción que depara el buen vivir. O el vivir tranquilo, que en mi caso ya sería bastante.
Dos veces en menos de una semana es demasiado. Cuando se está años caminando por las mismas calles y ni un solo refilón de coincidencia se ha producido hasta ahora. Quizá la nostalgia o la gravedad de la añoranza sean proclive a propiciar encuentros de realidades que se han postergado al desván de la memoria sin mayor ambage.
Caminaba hacia el trabajo, con la mente ocupada en la jornada presente, calibrando las posibilidades de variables que se dan cada día. Sopesando la tranquila jornada de inicio de semana, pidiendo al dios desconocido, a sabiendas que es plegaria pocas veces escuchada, que los sobresaltos fueran mínimos y todos positivos. La meta claramente puesta en vivir un día apacible y volver a casa con el paso cansado pero sin perdida de entusiasmo. De pronto, la figura potente empujando la silla de una viejita acaracolada sobre su humanidad, quizá porque el peso de los años y la servidumbre fueran demasiado.
Los ojos negros que hace años me deslumbraron con su picara luz escrutando mis secretos y provocando un deseo mal aplacado me miraron desde la indiferencia del encuentro fortuito. El pelo más ordenado que el otro día cuando el viento lo arrebolaba dejando el cartón descarado más visible de lo preciso. La cara algo más turgente -lunes por la mañana, no ha dado tiempo aún a que una jornada tediosa nos la consuma- Los ojos de mirada cansada volvieron a despertarse dejando asomar al tipo aquél que me contempló con cierto arrobo mientras bailaba sin descanso en la noche lejana (¡ay esos ochenta!) cuando nos conocimos. La mirada de rabioso interés mechada con la gula que despertaba un cuerpo todavía lozano y bien compuesto, enfundado en un vestido azul noche que dibujaba una silueta curvada que cimbreaba al compás de la música. Yo, entonces, era una asalta pistas ochenteras que bailaba y bailaba noches enteras hasta que mi gente, aburridas de esperarme, me sacaban a rastras de los antros donde casi vivíamos en las noches eternas de una fugaz juventud que nos abandonó, ¡ay! casi sin darnos cuenta.
Mi coche rueda a poco de haberte visto y no puedo evitar recordarte con la copa en la mano, el pelo zaino teloneando tu frente, justo al borde de la pista mientras los ojos no dejaban de pasearme toda. La sonrisa suficiente de macho que se sabe atractivo en plenitud de apetitos, te decoraba la cara. Y mis descarados pasos hasta ti, para espetarte: “o me dices que quieres y dejas de mirarme o hacemos algo al respecto. Tengo tus ojos clavados en mi culo y así no se puede bailar”
Se te atragantó el trago que tomabas.Se veló tu sonrisa. Imagino la sorpresa que recibiste. Tú tan pijo, tan pequeño burgués , recién acabada la carrera: Psicología en Salamanca, me contaste poco después. Volvías a la ciudad que te vio nacer con el apartamento preparado por mamá, sin apreturas de trabajos basura y la vida por delante vista con la soltura de tenerla resuelta. Tú, acostumbrado a las chicas bien, que para acostarse con ellas necesitabas pagar cuatro o cinco cenas por lo menos, según la confesión realizada entre sábanas de alguna noche perdida en el recuerdo. Tú, que siempre habías salido con mujeres de tu ámbito, porque ya se sabe, que cada oveja con su pareja. El protegido de una madre potente y reacia a las novedades. Y la bailona del vestido azul te espetaba que dejaras de mirarle el culo porque eran una mala combinación y eso lo supimos ambos a poco de encontrarnos.
No sé si fascinado o simplemente curioso te quedaste a mi lado y ya no nos despegamos hasta bien entrado el día. Cuando recogí mi vestido azul, mis zapatos de mediano tacón (lo justo para bailar hasta el desfondamiento) remocé el pelo desvariado, repujé mis labios con el cárdeno breve y salí volteando la puerta de tu casa con un tibio hasta luego. Entonces, casi como ahora, tenía como fin llegar a casa y desasirme del recuerdo de tanto beso deslizado a contatiempo por los cuerpos hambrientos.
Lo que siguió sería una historia plena de desencuentros, de tiempo de cerezas, de lucha enconada entre mi independencia, los sentimientos que me abarullaban el entendimiento y tu machismo loco que te hacía pensar que yo, divorciada, libre, tortuosa, con hijos…no merecía más de lo que tú estabas dispuesto a dar. Noches y madrugadas de amor apasionado. Hasta decidir que no era bastante porque la red de los sentimientos también atrapaba a las modernas aunque huyéramos despavoridas en brazos del amor libre. Y te dejé plantado en la parada de taxi mientras tus ojos contemplaban mi huida hasta perderme del todo.
Luego, al cabo de dos años, retomamos…yo fría porque ya había construido el bloque de cemento donde encerré al corazón que me desalentaba cuando andaba a su libre albedrío y tú, con una novia sosa de las que necesitan muchas cenas y una buena tajada de alcohol para dormir contigo. De esas que tu mamá, tan respetable y casta, admitía en su círculo. La elegiste a ella lo cual me liberó de una crisis o de una adaptación que jamás hubiera aceptado.
Cuando se rompen las cadenas jamás se torna al redil del que se salió huyendo. Yo lo sabía y tú también. Por eso…o porque era más como tú, la elegiste a ella. Yo me quedé volando hacia destinos inciertos. Metas aparentes que me hicieron a fuerza de costaladas sentimentales.
Hoy, al volver a verte, tus ojos se achinaron y contemplé la luz que los iluminaba entonces cuando, desde lejos, amarrado a tu gin-tonic pertinaz contemplabas mi danza exenta de prejuicios y envuelta en la sensualidad que siempre me produjo la música.
Eran los ochenta. Estrenábamos tanto que a fuerza de abrir vedas casi quedamos atrapadas en un laberinto ciego. Tú, con tu vida normalizada y en orden. Yo saltando de pasión en pasión, construyendo los sueños que hoy se leen en folios que publico a trompicones y en recuerdos a los que vuelvo cuando la tormenta se me hace densa. Desmembrada, a veces, cuando el dolor se erigió en compañía y la vida se me enturbió hasta límites obscenos. Siguiendo sin ataduras ciegas, sin bridas, porque de siempre fui salvaje y eso debiste de notarlo la noche en que me viste con el vestido azul. Tal como otro día expresaste en confesión de intimidad aciaga: “nada produce más desazón ni más atracción que ver a una mujer a la que no puedes retener más que amándola” .
Por eso, ahora, empujando el carrito de la mamá potente, que ahora es solo un despojo de la matriarca que entonces marcaba los pasos, me miras sin deseo pero con cierta incertidumbre y seguro que te preguntas ¿qué hubiera sido de seguir otra meta…? Alguna vez, te confieso, me gustaría sentarme en una mesa y preguntarte como te fue la vida; si en alguna de las noches que el tedio sacudía tus horas no recordaste a la danzante vestida de azul mientras volteabas el gin-tonic sin que nadie te esperara para salir del asombro camino de una cama compartida por horas.
Fin.
María Toca