Olvido

 

beberAl principio  parecía casi divertido. Se perdía tan solo el nombre de las cosas. Al no recordar cómo se llamaban, se las señalaba. La gente se pasaba el día, entre risas, señalando con el dedo, como orates desvariados, lo que se necesitaba en cada momento. Pronto, la cosa se complicó, comenzaron a olvidar qué necesitaban y dónde se encontraba lo solicitado. Grupos de gente se cruzaba por las vías, sin punto fijo a donde dirigirse, pululando en círculos concéntricos, mientras se forzaban a recordar que  les impelía a salir fuera, a moverse, cruzar la ciudad,  los pueblos, o las montañas, en pos de algo, que no sabían que era, porque nada más enunciarlo, se olvidaba. Más tarde, comprobaron con estupor, que no podían volver. No había punto de retorno. Nadie recordaba de donde procedían, quienes eran, porqué fueron perdiendo la identidad, el conocimiento intrínseco de lo que se es, de lo que somos. Veían un perro y le imitaban, lanzando ladridos al espacio, si era un gato, lo que se cruzaba en su camino, maullaban esperando algo que no sabían. Se fueron convirtiendo en imitadores de las conductas ajenas, sin diferenciar si eran de animales, o de personas. Al no tener memoria ni identidad, se copiaba la ajena. Se miraban unos a otros con la perplejidad dibujada en una sonrisa tonta. Tampoco sufrían porque se les olvidó lo que era el dolor, o la zozobra. No recordaban a los suyos, perdieron paso a paso los afectos, las querencias.  En una pérdida progresiva de identidad, se les fueron olvidando las cosas cotidianas, desde las más precarias a las de utilidad continua.pedaleta

En la calle, el gentío, perdido, sin el recurso de un hogar o familia a donde volver, caminaba sin tino,  arremolinándose de vez en cuando, contemplándose unos a otros, con mirada interrogadora, preguntándose qué hacer o qué significado tenía lo que hacían. Las calles presentaban el agobio de una muchedumbre caminando desvariada, y sin origen. Se almacenaba basura en las esquinas conforme pasaban los días. No se daban cuenta,  perdieron hace rato, el recuerdo de lo que les desagradaba. Unos cansinos pasos sustituían al rápido andar de jornadas anteriores. Algunos, contemplando animales, comenzaron a andar a cuatro patas, a defecar en las calles,  imitando las conductas de los más atrevidos, con el desconocimiento del pudor y el buen gusto, perdido, como todo lo demás en la neblina opalescente del olvido. Las ciudades, los pueblos, las aldeas, se convirtieron en lodazales inmundos. Los habitantes,  perdieron la sensación de asco, por tanto, nadaban entre la inmundicia con incierta comodidad.

 

Los rostros se hacían macilentos conforme pasaba el tiempo. Se apergaminaba la piel, dejando surcos, en las caras,  de gestos estáticos que daban a la expresión un halo errático y volátil. En los ojos, morían las últimas luces de una lucidez perdida a golpe de olvido, mostrando unas pupilas apagadas, estáticas, carentes de vida. Las bocas se iban acartonando a base de no beber, no besar, de no hablar. Lentamente se apagaba la luz que ilumina el rostro, con el reflejo del entendimiento, mostrando rostros planos, con miradas vacías. El gesto del orate dibujado y saliendo por los ojos.

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Se perdió la facultad de comunicarse: nadie recordaba las palabras que había que decir, ni había sensaciones que trasmitir. Se desprendía la piel, de unos labios marchitos, como si al despellejarse se terminaran yendo las últimas palabras. Con el pensamiento pasó lo mismo. Se fundieron todos,  en una nebulosa agrisada, parduzca, como nube de otoño, que engulló con ganas, cualquier idea, cordura o recuerdo. Algunos se quedaron parados, estáticos, ante la disyuntiva de no saber a dónde ni que les impelió a moverse.

 

Se veían extrañas figuras paradas en mitad de una calle, en las aceras, repletas de detritus, que se descomponían. Los que aún conservaban el movimiento, contemplaron el desastre, sin expresión, sin furia. Ni tan siquiera sentían desamparo. No recordaban lo que les producía sufrimiento, ni que había antes de la debacle.

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Los coches, paraban su marcha, chocándose entre sí, o  volcando la furia de un motor rugiente contra un muro, un descampado, una farola, un viandante. O simplemente paraban cuando el combustible se agotaba sin mano que repusiera, ni sitio donde ir. Con el viento  de un otoño inmisericorde soplando, un hedor a putrefacción, a muerte, a comida pasada, a heces,  a podredumbre, se elevó hacia el cielo. Los que quedaban aún con movimiento, sentían desagrado, pero ignoraban lo que era y por qué se sentían tan mal. No había ni hambre ni sed, ni enfermedad, casi ni muerte, porque dentro del olvido, no  hay muerte, solo desolación. En la ciudad compungida por la amnesia, mermada por el caos, nadie sabía porque se estaba incómodo, ni que era aquella sensación. Lentamente el viento, fue llevando hacia otras ciudades el virus mortecino. El olvido se extendió por la tierra y ya no hubo remedio.

 

FIN

Acerca de Maria

Escritora María Toca: 1ºPremio Ateneo de Onda Novela, 2016: Son Celosos los Dioses 2ºPremio de Relato Ateneo de Fraga: El Paseador, 2014 Finalista Premio Internacional de Relato Hemingway, 2013 Finalista de varios premios más de relato. Poeta Articulista/Coordinadora/ Fundadora de LA PAJARERA MAGAZINE. Obra publicada: Novela: El Viaje a los Cien Universos Son Celosos los Dioses Relatos coral: Vidas que Cuentan Desmemoriados. Poesía: Contingencias
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