Me gustan los ojos que sonríen,
se enfadan, odian, sienten resmas de rencor
o miran de soslayo hacia la muerte.
Ojos que cuentan vida, parlanchines,
que refieren avatares y se encumbran,
a veces, hasta por encima de las voces
que quieren acallarlos. Ojos saltones.
Prefiero los ojos que están vivos,
hablan, gritan, golpean, se hacen risa
o dan miedo, porque en ellos
se transparenta el odio o la violencia.
La muerte está descrita en esos ojos,
que hablan, aunque digan tonterías
y se toman en serio la aventura de estar vivos.
Ojos radicales, maniqueos, mentirosos o certeros
siempre proscritos por abiertos.
En cambio, detesto con un vaho de desprecio
los ojos que están muertos, tal que lumiacos
sin agua, secos, petrificados por estíos,
viejos, huérfanos de vida, sombríos
que dejan la puerta bien cerrada
a la apertura.
Ojos que murieron hace siglos
porque sus dueños nacieron bien vacíos,
huecos, sin más alma que una amalgama
de viejas costumbres. Inapetentes,
exentos de pasiones,
consumidos por siglos de antagonismo con la vida.
María Toca Cañedo©
Santander-23-04-2023. 13,13