Hay momentos en los que a la memoria se le vuelve la cara y nos trae historias que se plegaron en olvido, por poco importantes o indecisas con el devenir diario. Es tiempo de reposo y confinamiento, quizá por eso asoman
Estaba yo acompañando a una médica que debía realizar un curso de capacitación a fin de desempeñar un trabajo en mi empresa en un centro médico piloto de Bilbao. Al ir de acompañante mi tarea era supervisar que todo fuera bien y en un momento determinado ejercer de cobaya de los trabajos realizados por mi doctora. Poca cosa. Lo cual me permitió confraternizar con personas, que como yo, acompañaban al resto de médicos/as. Enseguida entramos en charla entretenida -ya saben ustedes que las mujeres somos rápidas en entablar contacto intimo- Una de las chicas, que como yo esperaba, me resultó agradable desde el principio y el charloteo se bifurcó por sendas conocidas.
Era enfermera del Hospital Universitario de Navarra. Ya saben ustedes, el Hospital del Opus, donde se trata la élite de este país y donde van a morir los ricos. Tal cual me explicó ella, la segunda aseveración que yo desconocía. Intrigada intensifiqué las confidencias, es lo que tiene dedicarse a esto de contar historias, nos convertimos en escuchadoras compulsas.
Hablamos de los tratamientos de su hospital y en un momento surgieron nombres que me eran familiares. No por mis lazos con las elites palatinas, sálveme dios, sino porque a través de mi trabajo había conocido a las personas citadas por mi circunstancial amiga, que no nombraré por la lógica discreción que debe guiar un relato como este.
Una de las referidas personas, era un magnate de un laboratorios internacional, francés, aristócrata por familia con castillo en el Loira incluido, investigador, medico y biólogo de mucho tronío. Un tipo que conocí bastante, por ser en diversos cursos, del que aprendí mucho; gracias a él, años más tarde, realicé mis estudios de Nutrición y Dietética debido a que me supo influirme el interés y la importancia de la alimentación en la salud. El hombre se había casado en segundas nupcias con una joven (cuarenta años menor que él, por lo menos) cosa que yo conocía. Sorprendida por conocer sus últimos días, que la indiscreta enfermera me refirió con detalle, quedé espantada ante el trato vejatorio que sufrió de manos de su esposa. Abandono total, insultos variados. Me contaba que el mismo día en que le dijeron el poco tiempo que le restaba de vida (tres meses, creo recordar) ella se ausentó debido a que tenía cita en el spa del hotel. Le dejó solo ante la sentencia. Y solo ante la noche negra en que sabes que tus días en la tierra están contados.
Las visitas, recordaba la enfermera, era torturantes para el personal sanitario porque los gritos, los insultos y los desprecios eran escuchados por la amplia planta del hospital. Eran de ida y vuelta, no se crean que el enfermo andaba corto de dispendios oratorios. Eran trifulcas notables. Nadie más le visitó. Tenía varios hijos, bastantes sobrinos…Nunca se vio a nadie por allí salvo la cruel esposa que, por supuesto, heredó a su muerte el total de las propiedades del finado. Murió solo o peor, confinado entre desprecio y vejación. Era inmensamente rico y poderoso.
La segunda conocida era una mujer. Dueña a su vez, de otro laboratorio, quizá el más importante de España, extendido por todo el mundo, pionera en muchos avances de la cosmética vanguardista, con patentes importantes y miles de empleados en sus empresas. Toda una multinacional española fundada por ella en los años sesenta del pasado siglo. Tenía una amplia familia, con varios hijos, sobrinos, hermanos…La enfermera confidente refería con ironía que ingresó con un impresionante abrigo de visón que combinaba con pijamas y camisones lujosos durante toda la estancia (en esas clínicas no hay batas desculadas, por favor, eso es cosa de plebeyos) Un peinado crépado y lacado hasta dejar la capa de ozono bajo mínimos y un cofre que portaba entre sus manos y cerca del corazón. Siempre que se movía lo hacía con el y el cofre, que portaba cual alma en pena por consultas, pruebas y exámenes médicos. ¿Quieren saber que portaba el cofre? Joyas, naturalmente. Las mil y una noches en versión oro, platino, diamantes , esmeraldas, perlas y todo lo imaginable. Joyas. Solo joyas. También llevaba consigo una almohada que controlaba con preciso ojo. Buenas broncas se hicieron merecedoras las enfermeras que no trataban a tan regio cabezal como es debido y sobre la que la digna señora aposentaba su cabeza cada noche. Nunca durmió sin ella.
Contaba mi interlocutora que recibió pocas visitas, de lo cual se alegraba nuestra confidente porque en ellas los gritos, aspavientos y juramentos araméicos se escuchaban en todo el hospital. En dichas discusiones, siempre se hablaba de dinero. La señora del visón y el cofre, fue al hospital a morir, tenía un cáncer terminal y la única opción era tratar a la desesperada. Como les digo, a morir pagando caro. Y sus visitantes aplomaban las visitas con gritos y amenazas, en algún caso hubo que entrar a separar peleas que pasaron de lo semántico a las manos.
La señora murió sola, con su cofre bien amarrado en el pecho, la cabeza entornada en su almohada de pluma de cisne sudafricano (perdonen la licencia, que no sé si tales cisnes existen) y sola. Sin mano amiga ni familiar que meciera su último suspiro.
Por supuesto los funerales fueron multitudinarios en la sede de sus empresas. Los hijos/as y demás familia , asistieron enlutados y lloroso cual es menester en esos eventos. Todo el mundo glosó la genialidad de pionera de la señora del visón y será recordada por los años de los años como gran benefactora de la empresa privada, con fundaciones solidarias y dando nombre a alguna plaza de su pueblo.
Entenderán que asistí ojiplática al relato, preguntado enseguida si eso era excepcional. Esa forma abrupta y solitaria de morir, me refiero. A lo que mi confidente respondió con una risa franca. No, no era excepcional, dijo, en los siete años que llevaba en el puesto de jefa de planta, lo excepcional, lo terriblemente excepcional era que alguien tuviera una familia cariñosa. No más de dos o tres casos pudo recordar. Siete años. Planta de terminales. Dos o tres casos de familias cariñosas…El resto, me dijo en susurro no exento de jolgorio, o morían solos (lo cual era preferible por el personal, y hasta por los finados) o convulsionados por una familia que asemejaba más a manada de lobos hambrientos que ignoraban al enfermo/a o directamente le maltrataban.
Eso sí, una vez consumado el mortuorio las exequias eran puro lujo de contrita pena, trajes de marca y coches de gama alta.
Este relato no tiene moraleja, ni epilogo. Quizá en estos tiempos tan malogrados para la vida se me tornó a la cabeza como forma de pensar en eso de que “vanitas, vanitatis…” Por decir algo, vaya.
María Toca©