Dedicado a los pocos que quedan. A esos vagabundos de un amor perdido que abrazaron la muerte haciéndose amante eterno. A ellos. Aunque no lo sepan los abrazo.
- Toca
Están en la misma escalera, como cada mañana, son un grupo homogéneo, abrazados al cartón de Don Simón que les bautiza en cuanto llegan y les da la euforia que necesitan para transitar por otro día más. Llegan bamboleantes con ojos ansiosos, tropezando con sus propios pies en un andar impreciso que les lleva a los mismos sitios día tras día. No conocen más. Y si lo conocen lo han olvidado hace tiempo. Pasaron demasiados años en la vorágine de ciudades sin nombre porque solo importaba el barrio donde se pillaba, la esquina donde llegaba el de turno con la dosis justa de felicidad. También importaban los sitios donde dar el tirón a la viejilla o asaltar la farmacia insegura, fácil, porque nunca fueron personas de grandes riesgos. Los justos para la felicidad. Y poco más.
Ahora pastorean su tiempo en las escaleras de la iglesia que les acoge casi como su hogar. Si llueve caminan perdidos por soportales donde se reúnen en el exilio de algo parecido a la camaradería. No es lo mismo. En la iglesia, en esas escaleras de antesala del templo, está su sitio, cada uno con su cartón de vino agriado por el tiempo y las ganas, la boca subsumida y huérfana de dientes que cayeron en batallas antiguas y no hay presupuesto para reponer. Algunos mantienen unas pocas guedejas largas, símbolo de pasado rockero , otros, los más, rapan su cabeza como disimulo al desacato del cabello que perdieron en tiempo atrás. No están sucios, es pronto aún, luego quizá el barro y el polvo los envuelva un poco. Alguien se ocupa de ellos. Una madre solicita que no pierde esperanza de normalidad, de nietos escondidos en algún lugar de la memoria, de vida regulada. Algún centro de subsistencia donde se les obliga a la ducha y al decoro. Poco más porque en el camino dejaron amores, familia y cosas que olvidaron hace tiempo. Se amorran cada poco al cartón como si fuera el seno que los amamantó de pequeños. Quizá lo sea y mantienen la vida solo por libar ese vino en compañía. Unos con otros.
Son ellos, los fósiles. Los supervivientes de una década dichosa en que pensaron abrazar el océano y conquistar el mundo que contenía una simple jeringuilla calcinada de muerte. Y abrazaron el tiempo que les tocó vivir quemándose en el mismo. Hoy cuentan más, muchos más, muertos que vivos. Son como fantasmas de los que se fueron. Están en las escaleras como si fuera la antesala de una muerte anunciada que esperan con paciencia. La paciencia que que les da el cartón de vino don Simón cada día. Mantienen las ganas y la esperanza, aunque sea pequeña, de un nuevo abrazo de la dama que les encandiló de jóvenes y aún no se les pasó el enamoramiento. A ella supeditaron todo: vida, hacienda; muchos hasta la dignidad. Creen que les compensó porque con un abrazo cálido de esa dama llamada heroína, tocaron el cielo (aún lo tocan a veces) y con solo acordarse se les iluminan los ojillos perdidos en la frontera de la muerte y la escasa vida que llevan arrastrando como una cadena.
Eso dicen, que están vivos. Y que les compensó aunque llevan llorando muertos demasiado tiempo. Algunas veces también lloran por ellos, aunque no lo digan y apenas lo parezca.
María Toca