A Luis, por siempre, para siempre.
Poco he hablado de ella, quizá porque el protagonismo se lo llevó el abuelo Juan. Él fue una figura ensoñada de mi infancia, murió siendo yo muy pequeña y el recuerdo engrandece lo que no se conoce bien y más si está aureolado del misterio que el velo de silencio y tristeza que le rodeaban. Su historia brotó siempre de los labios de ella. Él estaba demasiado herido para contarla, tan solo afirmaba con sus ojos de agua las palabras que a ella le brotaban como espadas cada vez que recordaba.
Ella era la Modesta. La abuela recia de caderas amplias, hombros cuadrados y las piernas desconjuntadas. Una bonita, tersa con la piel muy blanca y juvenil, la otra horadada de una variz sinuosa que la recorría como vía de tren. En los barrios donde nací el artículo precedía siempre al nombre. No, no siempre, porque él nunca fue “el” Juan, era tan solo Juan, o Cañedo. Ella en cambio siempre fue “la” Modesta.
Años después descubrí que había una sima social infranqueable, las niñas que portábamos ese denigrante artículo –que en catalán es normal- y las que tenían su nombre a secas. No era lo mismo ser “la” Mari o “la” Jesu que ser María o María Jesús…Por eso detesté siempre que ella y algunas más apoyaran mi nombre en el artículo. Desclasada que era. Arribista de clase que fui. Para mi vergüenza, claro.
Modesta Rodríguez Rivero, siempre fue “la” Modesta, como digo, porque al revés que yo, ella jamás se desclasó. Fue hasta su muerte una mujer de barrio. Del barrio adoptado por matrimonio porque su origen era algo más “burgués” que el de su marido, Juan Cañedo. Pero las mujeres recias eran así. Para lo bueno y para lo malo se enzarzaban en la simiente marital hasta la muerte.
No es que mostrara afectos, jamás la vi dar un beso o cariñosear con nadie. Ni con nostras, mi prima y yo que éramos unas niñas pequeñas con las que quizá solazara su amargura a ratos. Quizá había vivido tanto, visto tanto espanto que se le secó la ternura como savia inútil en los tiempos que la tocaron en suerte. En mala suerte. No digo que no sintiera amor, pero era un amor abroncado, fuerte, de hechos y no dichos. Un amor que la desbordaba el pecho mirando el desconsuelo de su hombre sentado en una sillita de enea en la cocina, hundido en sus pesares mientras ella trasteaba sin tregua.
Le debió de amar mucho, porque siendo como era de puro acero toleraba la debilidad y el sufrimiento silente de su hombre y pobre del que se acercara con malas intenciones, entonces se topaba con una fiera encelada capaz de arañar. En una ocasión, en plena postguerra, un guardia golpeó a Juan. Fue una hostia a mano abierta. Sin más motivo que los antecedentes de rojo y porque sí, porque podía. Así eran los tiempos. Saltó “la” Modesta como fiera enjaulada zarandeando al guardia y soltándole la corbata. Algo debió de ver la autoridad del tricornio en la mujer que su fuerza bruta se diluyó en vanas amenazas. A su hombre no le ofendía nadie. Para eso estaba ella.
Quizá se le adjetivara como “la de Cañedo” porque, nobleza obliga, él era querido y respetado a pesar de la tristeza que le galopaba entre las sombras que cubrieron su vida a partir de 1937. Mientras que las copas de sol y sombra le atravesaban las venas llevando un poco de paz a un corazón herido con timbales de una guerra muy perdida. Aún con todo se le respetaba. Porque era, en el buen sentido de la palabra bueno, y porque a los perdedores, sobre manera los que pierden sin menoscabo de la dignidad, se les respeta.
Es posible que quedaran posos del recuerdo de lo que fue. Un luchador en la sombra, un tejedor de sueños alrededor de un tiempo que duró muy poco. Quizá se recordara como escribía, apenas sin saber, como hablaba, apenas sin leer, como tejió una red de conexiones cuando el comunismo era una utopía que llenaba la cabeza de ensoñaciones de libertad y de dignidad obrera. Quizá los que le vieran trastabillar con más vino del debido le recordaran brioso cuando asistía a los mítines y convencía a los vecinos para que se afiliaran porque de la mano de Dolores estaba la libertad de tener pan y trabajo. Rusia era un sueño que había dejado de ser conjetura y los obreros del mundo si se unían acabarían con las cadenas. Debió de escucharlo o leerlo en algún sitio. Y se lo creyó forjando un sueño impreciso pero tangible.
La Modesta, en cambio, el respeto lo impuso. Fue siempre brava y definitiva. Tuvo cinco hijos y perdió a cuatro. Al final la sobrevivió la menos querida, la más imperfecta y prescindible. Mala suerte. Pasó la guerra, el hambre y la humillación sin perder bravura ni el orgullo de clase que tuvo a raudales.
Contaba, en noches de silencios sonoros, como se tiraba a la calle a buscar pan …o lo que fuera. Como le volcó a la vecina rica, estraperlista, el carromato donde vendía a cinco duros (del año 39 o 40) unos repollos malnacidos en tierra de esquilmadores de pobres que se hicieron ricos y respetados a base de robar al hambriento. Se lo tiró enviándola a tomar por el culo porque “la Modesta” no era bien hablada ni se mordía la lengua. Y pedir cinco duros a quien se muere de hambre merece una blasfemia muy gorda.
Cada hijo perdido fue un cachito de corazón que le arrancaron de cuajo, hasta dejarla en puros cueros cardiacos, quizá por eso vivió hasta casi los cien años. Tenía solo una carcasa que latía a golpe de recuerdo y de amor desmedido. Un amor extraño, ya he dicho que no daba besos, ni cucamonas, al contrario, cuanto más quería más exigencia, más furia devastadora formaba a su paso para moldear la felicidad de los que la rodeábamos. No nos quería débiles. Sobre todo a nosotras, las mujeres, quizá porque sabía de seguro que en el mundo al débil se lo traga la vida como se lo tragó a él. Y más si naces mujer. Nos lo quería evitar…a su manera.
Nunca supo callar. Hablaba mordiendo las palabras, creando un sarcasmo duro, casi cruel, que dejaba sin fuerza al adversario. Que tenía pocos, se me entienda, porque ella era mujer de su casa y bastante tenía con criar a cuatro o cinco nietos de uno de los hijos muertos, con expurgar cada mañana los colchones que tiraba por la ventana sin que valiera el argumento de que a los colchones modernos no les hacía falta ventearlos cada día. O vaciar cada semana armarios y alacenas para limpiar hasta el último rincón. “Antes te quiero puta que cerda, niña” decía con esa lengua afilada que padecía. Se tiraba cada tarde al suelo para pulir y abrillantar las pulidas baldosas a base de fregoteo, desgaste de rodillas y manos enervadas por el detergente o el jabón del Chimbo. Nunca quiso mocho en su casa porque “eso no friega, niña, solo recoge la mierda y la lleva a los rincones” O trepaba cual araña por las paredes puliendo con blanco España las junturas del azulejo para que quedase como un espejo sin negruras en los rincones.
Por eso no tenía tiempo de fiesteos. Ni le gustaban porque “las mujeres pobres tienen que ser limpias como chorros de oro, y muy decentes, niña, que una rica puede ser un pendón y desordenada pero a una pobre no se le perdona”.
Nadie fue capaz nunca de contrariarla. Te jugabas la integridad. Cuando sus ojos se anegaban de rabia tenías que retirarte al momento porque te arrasaba. Yo fui la nieta mayor pero no la favorita, quizá por ser demasiado parecida a ella y jamás la enfrenté…Bueno sí una vez.
Estaba construyendo mi despertar político y portaba debajo del brazo una revista con la bandera de la hoz y el martillo. Nada subversivo, no se crean. Eran los tiempos de la legalización del PCE y la revista era Cambio16. Los exabruptos que me lanzó solo me provocaban la risa. No hubo forma de convencerla…Marchó mascullando palabras gruesas, anegados los ojos de agua y rabia ante mi indiferencia. Como he lamentado después mis risas. Como he lamentado no haberla abrazado para quitarle el miedo a reproducir lo que, no más de treinta años atrás, había vivido. El ricino, el miedo, las bombas, el odio, la humillación que veía asomar por las imágenes de la inocente revista. Inocente para mí, no para ella que llevaba los costurones en el recuerdo demasiado frescos.
La Modesta era fuerte y compacta como un mulo viejo. A veces me contemplo las expresiones y me reconozco más de lo debido. En ella. Aunque mi admiración y respeto estén con él, entiendo no sin pesar, que la coraza de bronce de mi abuela me contamina más de lo previsto.
Me enseñó a ser fuerte y no callar jamás. Y me enseñó la historia, porque en su pobre e inmaculada cocina de azulejo blanco hasta el techo, tachonada las juntas de blanco España, te contaba las historias de la guerra, del hambre, de las sirenas cuando avisaban bombardeo, de las carreras para llegar al refugio, del lloro de los niños, de los silencios, de la oscuridad y del ruido de los camiones cargados de pobres que caerían a balazos traidores sobre el muro de Ciriego.
Contaba, mordiendo la rabia, las humillaciones que esos cabrones (sic) le hicieron al abuelo Juan. La represión, la detención en la Plaza de Toros de Santander y como le sacó a base de tirarse a la calle, buscar y buscar quien la escuchase y se apiadase del pobre Juan, que eran tan bueno, honrado y cabal. Que no podía morir porque tenía que criar tres hijos.
Lo consiguió. Se lo arrebató a los fusiles que soltaban balas contra gente inerme, tan débil y buena como mi abuelo. Se lo arrebató a la muerte pero no pudo hacerlo con la depresión (entonces no se llamaba así porque aún no se llamaba nada) ni al alcoholismo. Al final la muerte se lo ganó por la mano llevándoselo a los 56 años. A Juan se le rompió el corazón de puro desgaste. Se le paró la vida a base de derrotas.
Cuando murió había visto morir a dos hijos, un hermano, perder una guerra, muchos amigos y los ideales que le infundieron fuerza durante unos años. Los mejores de su vida cuando forjaba los sueños de que un obrero podía mirar al cielo y a los ojos del jefe sin miedo. Es posible que muriera el día que derrotado volvió a casa dejando al hermano pequeño en la plaza de toros. El día en que las tropas traidoras entraron en su ciudad y constató que el sueño de justicia social y vida digna volaba en mil pedazos como las casas de los pobres ante las bombas alemanas.
A ella no. Con ella no pudo más que la senectud. Enterró a cuatro hijos, crio a cuatro nietos con más de ochenta años y cuando consideró que había terminado la tarea se murió sin molestar. Con 99 años, tan solo le quedaba una semana para cumplir 100. Como si los dramas no la rozaran, o como si el blindaje la eximiera de morir. Que por cierto, a punto estuvo, porque la muerte la había pasado de largo tantas veces que todas creímos que se había olvidado de ella. O que la tenía miedo.
María Toca Cañedo©
In memorian Modesta Rodríguez Rivero. La de Cañedo.