El reloj sonó como cada mañana, exactamente a las seis cuarenta y cinco con treinta tres segundos. Con la precisión suiza que tanto valoraba el señor Prole. Confiaba ciegamente en su reloj de sobremesa que todas las noches, sin dejar una, programaba de forma manual a fin de despertar con el alba, tal como le gustaba y de esa forma comenzar las rutinas cotidianas con puntualidad.
El señor Prole estaba jubilado. Hacía cinco años exactamente que fue liberado por el Estamento Publico de todo trabajo. Recibió, hasta el presente con puntualidad, no suiza, pero sí la del país, Llewro, que era el suyo, el día de la misma manera. Los llowrelianos era puntillosos y eficaces como los suizos, se dijo el señor Prole. O más. Bien que le constaba al señor Prole ese axioma que hoy, precisamente hoy, se repitió con una lejana y triste certeza.
Lo sabía porque él tenía mucho que ver en la estructura perfecta del poder. El señor Prole había sido diputado en la Cámara Principal de la República de Llewro. Por sus manos pasaron muchas de las leyes que hoy enorgullecían a la población, casi podría decirse que el mundo al completo admiraba la programada felicidad y el progreso de su país. Llewro. Al apagar el timbre desafecto que durante cincuenta años no había faltado ni una sola mañana a la cita se lo pensó también. Y sin reticencias porque el señor Prole era justo, con un sentido cabal y coherente de la justicia de la que se enorgullecía. Hoy también realizó la jaculatoria de admiración y agradecimiento a su país. Salvo por la pequeña fisura que se abría paso entre sus seguridades, era un día como cualquier otro. Salvo por la fisura, ya decimos.
Al poner el pie en el suelo una baldosa chirrió al tiempo que la piel pedestre se quejó de frío. La baldosa se movía como tantas en el apartamento 101 de la calle Silencio Numérico de la ciudad de Charrintong, en el país de Llewro, como hemos dicho. Hacía tiempo que las baldosas no se ajustaban al suelo padeciendo un bamboleo ruidoso que marcaba los pasos, la humedad y los años las habían removido de unos fijos cimientos. El señor Prole lamentó no haber tomado medidas al respecto. No era bueno ese vaivén que se producía al andar, el tintineo de sonidos que ocasionaban a su paso rompía el dulce silencio matinal.
Abrió el ventanal que dejó pasar un aire comprimido de frío y desolación invernal acompañado de un ligero aullido producido por la brisa que remozaba las escasas hojas desprendidas de unos árboles canijos y encallados en el asfalto. El señor Prole no se dejó intimidad por la destemplanza del clima de esa mañana. Al fin comenzaba la estación invernal y era lo que tocaba, se dijo con aire resignado. Pronto la nieve volvería la turbiedad de la calle en manto níveo decorando la grisura de unas aceras desconchadas en un raso de pura y lechosa blancura. Y eso le gustaba al señor Prole.
Contemplar el paisaje nevado, impoluto, mientras la tibia madrugada rompía la nocturnidad con alevosa calma, trasformando, aunque solo fueran unos minutos a la plomiza ciudad en un decorado níveo, le entusiasmaba. Quizá fuera porque recordaba los lejanos años de la infancia cuando Llewro no se llamaba así ni él vivía en el apartamento 101 de una calle sin alma y trotaba feliz entre los árboles que a su paso desplomaban la nieve en forma de virutas que se le escondían entre el cuello del abrigo haciéndole cosquillas y hacía bolas con sus manos para estamparlas en la falda plisada de la niña Letal. Letal, corría y reía a la vez como un diablillo lúdico zigzagueando para luego parar y suplicar perdón. El pelo de Letal era como un manto dorado que se desplegaba a ráfagas sobre la nieve. Él, avariento, la besaba en los labios. Unos labios que le sabían a bosque, a hierba fresca y a veces hasta a frambuesa.
Hoy el señor Prole recordaba a Letal y a la arboleda en donde pasó la infancia; al hacerlo la frente se plegó casi en dos mitades ante la certeza de que jamás volvería a correr entre la espesura ni besaría a Letal ni tan siquiera volvería a ver la nieve. Algo parecido a una preocupación enfrentó al señor Prole al día presente. Lo cual no fue obstáculo para realizar, como todos los días, sus ejercicios gimnásticos frente a la ventana. Era rutina fija. Como la del reloj. Durante cincuenta años a esa hora exacta, las siete y doce minutos , el señor Prole emprendía una tanda de ejercicios que duraba exactamente treinta minutos. Si algo distinguía a los habitantes de Llewro y a él en particular, que era claro exponente de un sistema exitoso, era la disciplina. Y la puntualidad. Realizada la tabla programada, tenía tres diferentes para no acostumbrar el cuerpo a una amoldada rutina, salió de la habitación dejando la ventana abierta a fin de despejar el apartamento 101 de las miasmas del sueño.
Encaminó los pasos hacia el baño a fin de asearse. Como cualquier día, quizá hoy fuera un día especial pero el señor Prole no estaba dispuesto a dispensar ni una sola de las rutinas que habían conformado su vida durante cincuenta años.
En su marcha le acompañó el ruido del tintineo baldosil porque durante el largo pasillo que confinaba su estancia al fondo de un lóbrego espacio había varias, muchas, bastantes al menos, baldosas despegadas. Era imperdonable el descuido, se lamentó el señor Prole. De todos modos, se dijo, ahora ya poco importa. Y una sonrisa leve convirtió sus finos labios en mueca agria, que bien podría ser también un gesto de incierta amargura.
El agua de la ducha salió fría, como todos los días. Ellos aseguraban que era la temperatura lógica para la estación, pero no. Estaba fría. El señor Prole se había quejado en repetidas ocasiones sin mayores consecuencias, ni mejoras. Seguía igual. Un lento escalofrío recorrió su cuerpo al dejar que el agua recorriera su espalda enjabonada hasta correr hacia la turbia cloaca que absorbía las miasmas.
Enjabonó su cuerpo y su cabeza con el dudoso jabón que olía a rancio y a guano antiguo restregando su torso con furia debajo del chorro de agua fría por ver si lo templaba. No ocurrió. Al fin, saltó hacia el suelo dejando que el agua contornease el cuerpo secándolo con fuerza inusitada para su edad. Porque el señor Prole hoy cumplía setenta años. Se dijo con el orgullo de mantener la piel tersa, el pelo arrebolado, aunque veteado de plata, lo cual, casi le hacía más interesante, se pensó, contemplando el conjunto mientras apuraba un afeitado exhaustivo y preciso. Los brazos lucían fuertes, marcando el bíceps y el tríceps sin colgajos externos. La tripa no se había desbordado jamás del ancho merecido. Y las piernas firmes también, le asentaban sobre el suelo que pisaba con garbo juvenil. No, no podía quejarse el señor Prole de su aspecto. Aunque hoy cumplía setenta años.
Se peinó, luego encaminó los pasos hacia el dormitorio en busca de la ropa, que como todos los días de su vida activa durante los cincuenta años anteriores, se había preparado con esmero la noche anterior esperándole lustrada y perfecta en el galán de noche. Terno gris, camisa azul cielo que combinaba perfecto con sus ojos. Unas pupilas de un azul aplomado que le habían producido ventajas al provocar tentaciones entre las mujeres que con ese motivo y otros menos confesables le agasajaron y le complacieron a lo largo de su productiva vida. Algunas se le asomaban a la memoria ahora. Solo las importantes. No muchas la verdad, porque el señor Prole fue buen degustador pero pronto se hartaba así que en los recambios se le fue la intención. Pero sí. Algunas se asomaron a la memoria ese día, precisamente el día que cumplía setenta años. Porque hoy era el cumpleaños del señor Prole.
Con la calma debida se deshizo del albornoz que con los costurones y los deshilaches marcaba el tiempo que llevaba protegiendo el cuerpo del señor Prole, antes azuzó el edredón a fin de que soltara los restos del calor de su cuerpo y del sueño, acaldó el resultado y procedió a vestirse. Despacio, dando a cada prenda el tiempo preciso para acostumbrarse al cuerpo y tallar su figura impoluta. Comprobó el resultado en el anciano espejo que desde el renqueante armario le miraba con sus ojos y moteado en óxido. Satisfecho, dejó el overol colgado del galán para proceder al refrigerio. Café solo, tostada de pan rexeso con algo que simulaba mantequilla y no era más que un engrudo espeso fabricado en masa como alimento básico en los bien pertrechados talleres alimentarios de Llewro.
El café tampoco era café porque desde hace mucho, el brebaje adorado, no era más que un recuerdo. Hacía tantos años que los cafetales, antes tan prolíficos, se habían esquilmado que ya ni se acordaba del sabor de la bebida añorada. El olor, en cambio, sí lo recordaba. Y podía olfatearlo a veces tal como cuando de niño despertaba y el padre había puesto al fuego la vieja cafetera de hierro forjado que rebullía al poco, soltando un chorro del aroma soñado que los ponía en pie porque era, ese olor y no el despertador, quien auguraba un nuevo día y un amanecer lleno de sorpresas.
Hoy en cambio, al señor Prole, el engrudo que le distribuían los puntuales oficios del estado, le supo a la misma lejía que le sabía siempre. Al menos le calentó, se dijo con confianza el señor Prole. Porque él siempre había sido conformista y tuvo en alta estima y agradecimiento el que jamás faltase suministro.
El señor Prole volvió a sentir la satisfacción de ser un buen ciudadano aunque hoy, no sabía –o sí lo sabía pero prefería obviarlo- porqué la desazón y una cierta repulsa ante el devenir se le sobrepuso a la innata resignación tan valorada por sus superiores. Una incierta añoranza que se sobreponía al amargor de boca le moscardoneaba al señor Prole hasta incomodarle. Un poco, no se podría decir que fuera alta traición.
Estaba listo. Enjuagó ligeramente la taza, recogió con paño de cocina las miguitas soltadas por el frugal desayuno, aposentó los utensilios en el escurridor y salió de la escueto recinto apagando la luz. Ya dijimos que comenzaba el invierno y el apartamento del señor Prole, el 101 de la calle Silencio Numérico, era casi todo interior, salvo el rincón esquinado donde el señor Prole realizaba los ejercicios de gimnasia. Contempló que todo estaba en orden, esperó en silencio a que el coche oficial le viniera a buscar.
Hoy era el día señalado. Hoy cumplía el señor Prole sus setenta años. Hacía poco más de treinta y cinco, cuando el señor Prole campaba por el Parlamento como diputado honorable del partido oficialista, había formado parte de la Comisión Parlamentaria que estudió, defendió y aprobó la Ley T4. Mientras esperaba, recordó con satisfacción como le tocó defenderla y el empeño que puso en hacerlo.
El presidente de la nación le felicitó con ganas por ello. Recordaba bien el señor Prole, como fue recibido en palacio y las breves palabras que el Presidente Narg Onamreh, le dedicó: “Usted, diputado Prole, ha hecho con su trabajo un gran servicio a la patria. No se olvidará su aportación. La T4 es una ley que traerá prosperidad a Llewro, ahorrando los enormes costes que supone el mantenimiento de efectivos sociales no productivos. Creemos que con cinco años de asueto, al acabar la vida laboral a los sesenta y cinco, es más que suficiente para garantizar la felicidad comunitaria”
Claro que se sintió orgulloso el señor Prole aquel día y muchos después. Claro que aportó a la historia de Llewro un ahorro importante al enajenar la vida de los ciudadanos improductivos al llegar a los setenta años.
Un largo pitido le anunció que habían llegado a buscarle. Cerró la puerta, dejó la llave colocada en la cerradura para que los servicios sociales vinieran con el nuevo inquilino al que se le adjudicaría el apartamento 101 de la calle Silencio Numérico y se encaminó hacia el coche que le conduciría, hoy sí, a finiquitar su vida en la Sección Especial 14J13, dispensario del Estado de Llewro donde tenían efecto las eutanasias selectivas que él había defendido y programado en el Parlamento Nacional.
Una sombra de duda se le erigió al salir a la calle. Se sentía bien. Se sentía fuerte, sus pasos cimbreaban la calle y se dijo a si mismo que era una pena que el fin hubiera llegado tan pronto. Quizá si fuera hoy no defendería la ley con el ímpetu que lo hizo, se pensó el señor Prole entrando en el vehículo en el que estaban dos guardianes de la revolución para escoltarle hasta el edificio de la Sección Especial 14J13. El señor Prole contempló la calle Silencio Numérico silenciosa y desértica a esa hora y pensó que era una pena que ese año no la vería nevada.
María Toca©
Santander- 02-04-2020