Homenaje al maestro Gabo
Hace tiempo, habló para la prensa un García Márquez. El pequeño, trece años menor que el grande, el Gabo. Nos ha contado que la mente del hermano ya no da para más. Una entrevista tierna, desgrana admiración y amor filial, terminaba con estas tristes palabras. Gabriel García Márquez, tiene la mente acabada para relatarnos historias, para seguir contándonos los universos coloristas de su imaginación. No para los sentimientos, ni para el humor, que siguen acompañándole. Aunque ya no encontraremos en el mundo de sus palabras, ese universo amado. El mundo paralelo, que eran los relatos de Gabo.
Para los que amamos sobre todas las cosas esa prosa abigarrada, extensa, descriptiva que combina a la perfección el aquelarre vital caribeño, con la construcción literaria más extraordinaria, que pule la palabra hasta límites de extenuación, es una muy triste la noticia. Como un mazazo, la he recibido, como una perdida familiar, muy amada, muy querida.
No es que no tuviera mis sospechas. Demasiado tiempo sin recibir sus palabras.Desde que publicó, la magnífica biografía, relatada como una de sus más genuinas novelas: “Vivir para contarla”, no habíamos recibido el pan de su letras. Se hacía mucho, el tiempo de espera. Hoy conocemos la verdad. La mente de Gabo se ha apagado para la literatura. Y no me resigno, me ha dejado viuda de sus libros, de sus relatos, de su mundo.
Gracias a él, y algunos más, la literatura me atrapó como una red. Fue el escape de mi mente cuando el mundo se me ponía cuesta arriba. Aún recuerdo, los días sumergida en Macondo, sin poder dejar el libro, haciendo las cosas básicas de casa. Sin salir, inmersionada en el mundo macondiano. Viviendo en él. Sentía con toda certeza el olor de la ciénaga, el dolor de los golondrinos del coronel Aureliano Buendía, cuando cabalgaba con los brazos en cruz.
Cuando acabé la novela, me dije a mí misma que debía callar mi pluma, porque la cima ya estaba escrita. Cuando una lee Cien Años de Soledad, debe callar. He tardado más de treinta años en abrir la boca, y a veces pienso que mejor no lo hiciera.
Dios se hizo caribeño, y comenzó a escribir, allá por los sesenta. Creó el mundo: Macondo, se llama. Creó a los seres que lo habitan desde entonces. Los llamó de mil combinaciones posibles, José Arcadio, Arcadio José, José Aureliano, Aureliano José…
Solo espero que sus ojos sigan vivos mucho tiempo, y que llene de amor a los suyos, aunque nos deje huérfanos a todos. Que el día final ascienda a su cielo, en una sábana blanca, como su heroína, allá cuando el mundo no tenía nombre.