Los ojos acarician el lienzo que se apoya en la pared. Desde hace días le contempla, intentando encontrar respuestas en el blanco vacío de la tela. Arrastra una silla de la cercana cocina, llevando, a la vez, una bandeja que apoya en las piernas acaballadas en el estribo y come frente a esa tela blanca, que resume los últimos dos años.
Él quería pintar. Cuando llegó al hogar, dejando el reguero de esperanzas entre el discurrir cotidiano de una algazara, mezcla de pasión y compañía. Le dijo que pintaría ese cuadro como reflejo de un amor inaudito y excluyente. Trajo a un carpintero, para que ensamblara la tela entre los listones de madera, tensándola hasta parecer un tambor rectangular y plano. Luego acarreó, con el alegre entusiasmo de quien tiene fe, las pinturas, pinceles, aguarrás, paleta, paletina y un cubo, que no sabía bien para qué, pero le trajo, no fuera a desviarse el genio por falta de material adecuado. Durante un tiempo , él, contempló el lienzo con ojos, al principio, escrutadores; al poco, comenzaron a derrotarse.
Ella, se dio cuenta, al cabo de unos meses, que al pasar cerca de él, evitaba su roce, como si le quemara la presencia irredenta del proyecto de obra. Notaba como los ojos se le escurrían porque no quería verle.
Hoy, ella le contempla. La tela blanca, apenas con algunos brochazos, que la devuelve el recuerdo de lo que pudo ser. Come sola contemplando la inerme soledad del lienzo que no fue.