El dislate.

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El coche devoraba kilómetros, dirigiéndose hacia el crepúsculo, con ansia, como si al teñirse de rojo, el cielo lo apremiara a llegar, cuanto antes. A su lado, mi presencia, era apenas un declive del destino incierto, que nos esperaba. Apenas me dio tiempo a pensar, dejándole a ella decidir, como siempre, que se acabalgaba en una idea y la hacía suya. Habíamos salido hacia horas de nuestra ciudad, que mal pensada, mal distribuida, ruidosa, enferma de necedad y de prisa, era parte de la geografía cotidiana a la que estaba acostumbrado, mal que pesara. Entre cabezadas, susurros y cafés tomados con premura, perdí la noción exacta del tiempo trascurrido en ese viaje veloz que ella pilotaba con la intrepidez que la impelía las causas a las que se entregaba. Continuaba firme, con los ojos colgados de un horizonte incierto, pero fijos, apenas sin parpadeos. Acristalados de vanas esperanza, con una luz que yo no veía desde hace tiempo. Por eso la dejé embarcarme en el viaje. Por su entusiasmo, por la furia con que mordía las palabras que me decía a veces, por cómo me describía un paisaje que aprendía a ver antes en sus palabras, que en las fotos y en lo documentales. No pude resistirme a tantos argumentos como vistió las redes que tendió para que la acompañara en esta aventura, casi sin destino. Justo, ahora, me entraba el miedo, veía la desfachatez que pretendíamos hacer a un destino incierto e indisoluble, porque ya no tenía remedio.

 

Por momentos, dejaba que los ojos me descansaran, cerrados, simulando un sueño que no tenía, pero que aplacaba el miedo a lo incierto, a decir alguna palabra que hiriera el silencio y dejara una sima abierta entre los dos. A veces miraba a Carmen, de soslayo, como si no quisiera posar la mirada en su rostro, como si mis ojos hirieran  su piel y la dejara desnuda al verla palpitar la venita de aquella sien amada. En vano me avisaron los amigos, de la locura incierta del viaje, de la ida, de intentar comenzar un destino, que a todas luces, por innecesario, se convertía en batalla perdida de antemano. Los kilómetros se sucedían, mientras el sol, de frente empuñaba los rayos amarillos, violentos, que dejaban los ojos, sacudidos de mil flecos, al mirarlo de frente. Ella llevaba unas enormes gafas, que anudaban sus ojos a la distancia, ajenos al mundo, velaban los pensamientos en la negrura de un cristal que acharolaba una mirada que yo intuía incierta, compulsa, y arriesgada. La mirada de Carmen, cuando ella creía que nadie la miraba. Los ojos acidulados, vidriosos, con hielo y con fuego palpitando en sus pupilas fijas en un destino que a ella se le hacía presente y deseable.

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Cada día me culpaba de seguirla con ceguera. A veces, me preguntaba el porqué de esa obediencia casi ciega. No hallaba más respuesta que el veneno que desprendía la piel y los besos de Carmen, en una voluntad no demasiado vapuleada. Solo sé que mi vida quedó prendida de su falda el día que reconocí en ella un destino, una isla soñada. Todo lo que quedaba de tiempo, se prendió como mecha de su voluntad y de su risa, a veces de su rabia, de esos caprichos que le asaltaban, hacían ruido, se me antojaban perversos. Aun así, ciego, la seguía, disimulando el miedo, la ansiedad, a veces la desconfianza que me apresaban ante los dislates que Carmen, como si fuera orate, proponía. La seguía, como un lazarillo sigue a su ama. Como hoy, como ahora, en esta carrera hacia la nada.

 

A los lados de la carretera se extendía, como una mancha, el dibujo lineal de una tierra calcinada, rellenada de colores difusos, ocres, amarillos, terrosos, sin apenas vegetación, solo el pétreo discurrir de las líneas que apaciguaban la grisura de una asfalto calcinado por muchos destinos inciertos, como el nuestro. Al principio pregunté: ¿ dónde estaban los verdes prometidos?, ¿ dónde se hallaba esa vegetación soñada, y descrita al amparo de tantas noches, en el silencio candente de nuestra casa?. Entonces me miraba con los ojos acristalados por las gafas. Apenas intuía la mordacidad de su mirada, por los labios salía apenas una suave plegaría: “pronto, no seas impaciente, volamos hacia el norte, como los pájaros en busca de cobijo, en busca de refresco”. Pero seguía el páramo apresándonos, ahogándonos en la suave rutina de un paraje muerto, silente, apenas zozobrado por algún  cuervo que volaba en su despiste sobre  el hiriente asfalto.

 

Las horas se sucedían, al igual que los kilómetros, en silente decaimiento, íbamos solos durante mucho rato. Algún otro vehículo nos adelantó o adelantamos; como manchas se quedaron  en la distancia ciega que poco después nos dejamos llevar, mientras seguíamos indemnes hacia el destino de una ciudad soñada, por ella, y quizá, más que nada, temida por mí.

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Atrás quedó todo lo construido hasta ahora. Un trabajo no demasiado brillante, es cierto, una habitación, unas luces de escarcha. Los caminos conocidos que de puro explorados, se recorrían a ciegas. Gente, conocidos de vernos durante años, de hablar naderías, de compartir esquinas de la vida. Cierto, no era mucho, pero era algo tangible, algo que daba resguardo a una vida ya demasiado incierta. Quedó atrás, todo, porque ella quiso quemar las naves, venir desnuda, sin lastres. Abandonamos la rutina, los caminos conocidos, el confort incomodo de cada día. Carmen convencida, se envalentonaba con  cada paso, en la misma proporción que yo, temeroso, los daba, anticipando la nostalgia.

 

La noche que llegué a casa, y ella, sentada en el sofá, con los ojos alunados y febriles, me enseñó lo que guardaba en el regazo, debí haberla parado, debí haber puesto freno al dislate. En cambio, me dejé llevar por la maraña de entusiasmo, sintonizando falsamente con su furia, con el ansia de cambio, con la nada…Debí, entonces, haber puesto cordura en el dislate. No lo hice, y por eso ahora estoy respirando el amedrente de no tener nada, de solo esperar construir un futuro, sin nada en las manos, en tierra desconocida, quizá hostil. Pero con su empuje.

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Porque ella es así. Trasmite entusiasmo nada más compartir lo que habla. Con  las fotos, con los planos, con la mirada ausente, acuosa y verde como el paisaje que me enseñaba, esa noche envolvió mis dudas en esperanza, mis criterios en seguridades perentorias, casi aburridas. Y me dejé llevar.  Por eso, ahora el coche, único bien que hemos conservado, devora kilómetros por un páramo que no acaba, por una tierra yerta, que parece no tener fin, ni habitantes, ni nada. Solo esperanza en que en algún momento todo cambie y nos lleguen los verdes, la frescura de un clima en permanente destemplanza. Nos lleguen las montañas, tan descritas por ella, las brañas, los árboles, repletos de hojas que al moverlas el viento, susurran canciones y mecen las intenciones y los deseos inciertos, y los calman, mientras los pajarillos arrullan con sus trinos, la tarde.

 

Así, y con más  detalles, lo describía ella. Contándome sus sueños. Refiriendo unos recuerdos de la infancia, que quizá estuvieran magnificados en su mente, que posiblemente, solo fueran sueños, preñados de inexactitudes y de falacias. Carmen, dejó de ser lo que era. Ya solo vivía para ensamblar el engranaje de la huida. Dejó el trabajo, se despidió de la empresa, sin ambages, sin esperar, sin dar tiempo a solicitar los plazos que debían darse para recibir a cambio de un tiempo dedicado, algún pecunio. Lo dejó, sin más, como ella era. Bravía, indecorosamente rápida, como si las intenciones se la despeñaran por una cuesta abajo, sin freno, sin posible parada. Así era Carmen. Inesperada.

 

Yo, en cambio, remoloneaba, en tomar la decisión, hasta que se plantó aquella tarde, ante mí, con llamaradas en los ojos, y la voz abroncada por la prisa: “o te vienes o me voy y te dejo. Sin más. Ya” La miré torvamente, intentando encontrar en la mente argumentos para descabalgarla de su locura incierta, de su inercia. Solo encontré tímidos argumentos, que solo hicieron que ella se calentase más, que abroncase mis palabras con las suyas, abruptas,  desafiantes. Sin  aplacar la mirada de fiera, que en esos momentos me dedicaba. Y claudiqué. Al día siguiente, dejé mi puesto de trabajo, abandoné la tibia mesa, recogí los papeles, los utensilios que hasta entonces formaban mi rutina, los sumergí en el fondo de una caja, y encaminé mis pasos a un destino, que hoy se materializa, entre miedos y ensoñaciones variadas.

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Me sorprendió como tenía la utilería preparada. En pocos días estaba todo listo, incluso el destino preparado. Había escogido una casa, en un pueblo, que en las fotos se intuía obscenamente bello, ataviado por una vestimenta de verdes uniformes, mientras una grisura en el ambiente, afantasmaba los rescoldos del incierto paisaje. Decía, como un discurso a todo el que quisiera escucharla,  que quería convertirse en hortelana, vivir de la tierra, volver a las raíces. Mientras, yo pensaba, que nada sabíamos de esa tierra, de sembrados, de prados, de animales, de cómo son las siembras, de cómo se recoge la sementera. Ella, a esos inciertos reproches, respondía sonriendo, y mostrando papeles, libros, planos, enjutas palabras que se  me embotaban antes de leerlas. Las blandía, como si fueran una bandera en batalla, luchando cuerpo a cuerpo con el triunfo. Mirándola, la recuerdo encendida;  hasta el pelo se le encrespaba, hablando de sus planes. Contando como sembrar la tierra, como amasar el pan de la molienda, como aparear los animales para que nos dieran leche, carne. Como obtener los frutos de la tierra, como segar la hierba, como cimentar la cosecha, sayando el maíz, repechando el terreno, para obtener los frutos que ella, generosa, desprendería para nosotros, apenas sin esfuerzo.

 

Callaba, cobarde, como siempre, callaba, cuando las palabras pugnaban por salir. Porque yo intuía que no era tan fácil. No era fácil, sacar el fruto a una tierra que podía volverse muy hostil, a poco que intuyera que éramos extraños, aprendices y novatos. Sé que la tierra se rebrinca con los que llegan sin conocerla y se apropian de las cosas que dejaron otros, por cansinas, por hueras. Pero como aplacar su entusiasmo, si Carmen cuando habla, echa chispas, reblandece hasta las montañas. La seguí, como un cordero, y por eso, ahora, estoy aquí, somnoliento, devorando kilómetros, y contemplando de soslayo  un páramo que parece no acaba nunca.

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Hace tiempo que ni la música suena, se perdieron en el dial los sonidos entre un marasmos de ondas que no llegan al páramo que parece no acabar nunca. El ruido del motor amortigua los pensamientos de mi cabeza que chocan con un destino que cada momento se me hace más inhóspito. La tarde declina con la lentitud de un día que se resiste a irse, a morir entre suspiros rojos de un sol que se oculta ansiando ver otras latitudes. Ella sigue al volante, sin mostrar cansancio, no asoma la fatiga a su rostro, que se muestra tan fresco, como cuando, casi de madrugada, empuñó el volante como quien se pone al mando de una nave nodriza. Apenas ha parado, apenas respira, sigue el contorno de la carretera lanzando suspiros profundos de vez en cuando. Si la observo, puedo adivinar por donde andan sus pensamientos, que proyecta esa mente  rauda, a veces cansina en la tozudez que la acompaña.

 

De pronto un sutil frescor inunda el vehículo. Ha desaparecido el pastoso calor, que empañaba el cuerpo de un vaho de agua, amodorrando la mente entre algodonosos pensamientos. El frescor viene acompañado de un manto de humedad, que recorre el cuerpo, con un ligero estremecimiento de escalofrío. El olor cambia también. Algo difuso, olor a hierba, a pino recién cortado, a agua, si el agua tuviera olor, se me adentra en la nariz. Me despejo intentando otear algún cambio en el paisaje. Lentamente, como si fuera el discurrir de una película muda, el páramo se va ondulando, se tornan las lisuras que nos han acompañado, en tibias olas que quieren ser montañas y se quedan en atisbos de serlo. Surgen arboles tímidos, solapando el paisaje, tornándolo multicolor de pronto. La tierra se oscurece, pasa de un color rojizo, seco, como desierto, a una negra capa acharolada de matices de verdes. Cada kilómetro que el cansado vehículo recorre, el paisaje cambia, se torna borrachera de tonos, lo que antes era tierra calcinada. Ella baja de un manotazo la ventanilla. Otea el horizonte, se  le ensanchan las aletas de la nariz, como si quisiera arrebatar el aliento al paisaje y me dice:

-No querías lo verdes, pues ya los tienes. Estamos llegando al destino, ya entramos en Villamar…puedo oler la tierra mojada. Pronto verás el mar-

Callo,  no contesto, porque sé que ella no requiere respuesta. Habla para sí misma, se cuenta las cosas tal como la vienen. Callo, pero mis pulmones se llenan de un aire mojado que me dejan la sangre congelada. El frío entra en el coche, a raudales, inunda todo el escaso recinto, me arrugo en el asiento, queriendo proteger el poco calor que le queda a mi cuerpo. Mis ojos suplicantes se dirigen a Carmen, en ellos va escrita la súplica: “cierra por favor”. Ella, en cambio, se desprende de las gafas, sin dejar de mirar al frente, con los ojos, prendidos del asfalto que se oscurece por momentos. Veo sus ojos, esmerilados y luminosos. Unas tenues arruguitas decoran la piel que los rodea, ahora ya las muestras del cansancio se perciben de forma sutil. Me veo obligado a decir.544738_555408834491017_111327655_n

-¿Quieres que conduzca yo?-

– No hace falta, queda poco, tú no sabes ir-

-¿Y tú sí?-

-Claro, recuerdo bien mi infancia…llegaremos en una hora-

-Está bien, pero…cierra esa ventanilla, por favor, me estoy helando-

Carmen, dirige una mirada impetuosa hacia mí, me abrasa de incomprensión, con ella. Sé que me dice, lo que la frustra mi apatía, pero no puedo evitar el estremecimiento de frío que me produce el cambio de clima.

-Más vale que te acostumbres, aquí la lluvia y la humedad son moneda  corriente. Es el norte, ya sabes a dónde vienes.-

-Sí, Carmen, me acostumbraré con tiempo. Pero hemos salido de Madrid con casi cuarenta grados, mujer, ahora no hace más de quince, dame tiempo-

-Como quieras-

Pulsó con firmeza el botón de subida de la ventanilla, que la hizo caso, al momento la tibieza del coche volvió a mí. Siento que nunca voy a compensar el ansia de aventura, la confianza ciega en un destino, la fe en ella misma, que Carmen posee. Desde que la conocí, supe, que no estaba a la altura, que me quedaba grande. Amigos y viejos conocidos, lo corearon sin cesar: “Es un pivón, macho, ¿qué vas a hacer con tanta mujer?”. O el menos piadoso: “Un poco rarita ¿no? tú eres un tío normal, ¿qué haces con una tía así? Comentarios como esos decoraron mis primeros tiempos. La opción fue, dejar de encontrarme con ellos, virar los ojos hacia el grupo de amigos de Carmen, intentar integrarme en él. Con poco éxito, la verdad, casi con ninguno. Me miraron, desde el principio, como a un advenedizo, un ser mediocre y gris, que se apoyaba en la estela luminosa de una mujer especial. Quizá, lo que más martilleaba mi mente, era el pensar por qué ella estaba conmigo. Por qué me eligió entre todos los moscones nihilistas, incendiarios, ácratas, luchadores, o poetas que la cortejaban entonces. Esa duda me acompañó desde entonces, como una nube alta, siempre sobre mi mente, enturbiando los momentos felices, que los hubo, amargando y llenando de dudas, cuando ella parecía irse muy lejos, desdeñando mi ternura y los instantes en que parecía perderla. Por eso la sigo, donde vaya, al mismísimo infierno o a un invierno permanente, como parece el caso.

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La noche cayó, cuando  el paisaje era un marasmo de verdes encadenados y silentes. A lo lejos, plateaba un enrevesado rio, que sorteaba guijarros, cantos rodados y piedras de tamaño, el agua se deslizaba rauda, como si tuviera prisa de alejarse de las montañas que le daban origen. La noche se llenó de fantasmas que agitaban hojas y de lúgubres faros de coche que iban en otra dirección. Solo nosotros caminábamos hacia ese incierto punto de la geografía que desconozco y me aprisiona solo de pensar en la soledad abrupta en que viviremos, y donde mi ineptitud será más evidente para ella. Un brusco giro de volante, un frenazo abrupto que me solivianta, después de haberme dejado mecer por las curvas incesantes, las subidas agrestes que hemos recorrido en los últimos kilómetros. He asistido callado, tenso, pero envuelto en mis propios pensamientos, mientras el coche avanzaba, subía los repechos imposibles y al llegar a ellos, vuelta a subir. En una de las innumerables curvas, el estómago protesto de forma perentoria. Noté como si se diera vuelta sobre sí mismo, se pegaran sus paredes y una nausea seca me vino a la boca. La desesperación, ante lo que podía ser la humillación de un mareo, me hizo reprimir las ganas de parar, de respirar ese aire que a Carmen alimentaba los recuerdos, y callé, esperando el milagro de la llegada. Como así era. Por fin, parecía que habíamos llegado a un destino, el que fuera, aunque estuviera detrás de un macizo montañoso, que parecía excluirse del mundo. Habíamos llegado.

 

Carmen, paró el coche en seco, enfocó las luces hacía un chamizo, que no podría llamarse casa. Era una construcción de piedra, infiltrada de yerba por los entresijos de la mampostería, el tejado se dejaba ver mellado de mil formas,  unas ventanas apalancadas de madera, se mostraban como heridas entre la piedra de las paredes. Una puerta de madera negruzca, atravesada por un candado de hierro, nos ofrecía su lúgubre hospitalidad. Un carro a un costado, sin ruedas, solo con unas melladas yantas, un yunque de buey, un bebedero que podría ser también, lavadero de ropa, y un corral que en tiempos pudo estar rodeado de alambre de espino, y hoy solo quedaban tijerones  de alambrada, conformaban el paisaje desolador de nuestra vivienda. Observé de soslayo a Carmen, buscando el empuje que siempre la anidaba, la llama que alumbraba sus pasos, pero en este momento, encontré algo parecido a la desolación más absoluta.

-Carmen, ¿es aquí dónde vamos a quedarnos?-

-Esa era la idea…pero parece todo muy siniestro-

-No creo que podamos habitar este zurullo, la verdad-486514_446166645463976_1399855819_n

Dirigió sus ojos hacia mí. En la noche brillaban como esmeriles de mika. No había enfado en ellos, por primera vez, vi desolación y un atisbo de desamparo. Le abracé con el sentimiento de amor más profundo que había sentido nunca y dije, con la voz muy baja, casi en susurro.

-No te preocupes, mi amor, hoy buscamos un sitio donde dormir, mañana volvemos, con medios y nos ponemos a reformarla. De día este sitio debe ser magnifico. Hay mucho que hacer, pero estamos juntos, y podremos con ello.

Carmen apretó su cuerpo al mío, fundió su calor con el escaso que desprendía mi piel. Volvió sus ojos hacia los míos. Entregó las llaves del coche, subió en el asiento del copiloto y me dejó hacer.

No es tan difícil superar un escollo, me dije. Por primera vez, miré los ojos de Carmen, sin miedo, estaba comenzando a subir a su altura.

 

 

 

 

Acerca de Maria

Escritora María Toca: 1ºPremio Ateneo de Onda Novela, 2016: Son Celosos los Dioses 2ºPremio de Relato Ateneo de Fraga: El Paseador, 2014 Finalista Premio Internacional de Relato Hemingway, 2013 Finalista de varios premios más de relato. Poeta Articulista/Coordinadora/ Fundadora de LA PAJARERA MAGAZINE. Obra publicada: Novela: El Viaje a los Cien Universos Son Celosos los Dioses Relatos coral: Vidas que Cuentan Desmemoriados. Poesía: Contingencias
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