Esta noche llega el aire denso, como si en vez de Abril fuera un Agosto anticipado, con el olor que sube a tierra húmeda y caliente, o a alguna flor desconocida que puede que habite cerca, en alguno de esos prados, que ahora me parecen sombras y de día decoran los límites de mi mundo. Hoy, quizá a modo de despedida, el aire me trae los olores cautivos de todo este tiempo. Como si la tierra quisiera hacer despliegue mostrándome lo que abandono, para llevarlo en esa altiva maleta, que se llama recuerdo. Me gusta contemplar el cielo amurallado de estrellas en estas noches claras, mientras el aire resopla con ternura, rozándome, apenas, la cara. Hoy suena a despedida, pero antes era una costumbre que acicalaba casi como rutina. Se me llegan ahora, con punzada dolorosa, las noches que, después de acostados los niños, Samuel y yo, acodados entre la barahúnda de ropa bien tendida, cachivaches, y objetos de uso cotidiano, nos fumábamos el último cigarro del día, contemplando el universo y labrando sueños como se labran castillos en el aire.
El recuerdo de aquellas veladas, que, en el silencio cómplice de noches veraniegas, o primaverales, componíamos la vida, sin prever la ruina posterior. Cuando los sueños eran decorados de fatuas esperanzas e ilusiones que nos conformaban como seres felices, aunque, tal como estábamos, atareados, confusos, llenos de pequeños contratiempos, ni lo sabíamos. Y ahora, precisamente ahora, que acabó la historia, como acaban las películas del neorrealismo, con drama y negrura, rememoro aquellos días, sencillos, banales, casi perdidos en el recuerdo, como si fueran islas de dicha conocida. Dicha que acabó, con el silencio, tiempo muerto que no volverá, ni aunque pudiera restañarse todo lo perdido, porque las heridas, aunque curen, dejan el poso de amargura insana, en la memoria. Por eso, sé, que nunca seré tan feliz como lo era entonces. Aunque volvieran los tiempos tranquilos, perdí la inocencia, conozco la cara de la tormenta. Nunca más regresa el candor, cuando se perdió viviendo intensamente.
Aquí, apoyada en la misma barandilla, que mañana será solo recuerdo, como ahora lo son los sucesos de entonces, puedo recomponer el puzle que a base de pensarme, casi se me diluye. El desastre se abalanzó, como ocurren los peores augurios, sin esperarlo, apenas sin sentirlo. La carta que leí, sin entenderla, reclamaba el pago de tantos meses, que al ver la cifra se me nubló la vista y hasta el entendimiento. Las preguntas silbadas a Samuel, la presión que ejercí, y quizá no debiera…Las noches renqueando entre la desesperanza y el hastío por ir perdiendo uno a uno, los sueños concebidos a golpe de esperanza. Porque entonces la esperanza se vendía barata, casi se regalaba.
Recuerdo cuando Samuel vino, impregnado del entusiasmo contagioso, anunciando al socaire de una botella de vino, que según dijo, le costó más de diez euros, dispendio generoso que merecía el evento. Nos anunció, a los niños y a mí, que dejaba el trabajo. Se decidía a dar el paso, con un socio, hasta entonces compañero, de montar la tienda, que fue nuestra quimera desde que éramos novios.
Nosotros no soñábamos con riqueza aparente, nuestros sueños, como la vida que compartíamos, eran sencillos. Soñábamos, Samuel, más bien, que yo me dejaba llevar por su fantasí, con la independencia, con la libertad y el juego que supone hacerse emprendedor, como se dice ahora, aunque ya entonces comenzaba la absurda palabra a tener eco. Y todo nos animaba. Del banco llegaron parabienes, aquiescencias y la premisa de rehipotecar el piso, porque de esa forma no nos ahogaba un crédito personal. Seguimos adelante, embargamos lo poco que teníamos desde la alegría de convertirnos en aventureros, tan bien mirados por los amigos y familiares, que rayaban en admiración. Y nosotros nos dejábamos impregnar del ambiente festivo de aquel tiempo, sin augurar, ni intuir, siquiera, el descalabro al que llegamos poco después.
El principio fue duro, con eso ya contábamos. Los tiempos auguraban confianza, aunque las previsiones se desbordaban hacia abajo, no queríamos asustarnos ni asustar. Que todos nos decían lo mismo: “los dos primero años, son perdidas, no dudéis. Hay que tener un fondo previsible, porque es así”. No lo teníamos. Contábamos con nuestras manos, el empuje del entusiasmo redimido cada noche, en este balcón y una confianza ciega en nuestras propias fuerzas. Que eran muchas, porque entonces formábamos equipo, Samuel y yo, codo con codo, contemplando la mirada el uno en el otro, adivinando el miedo, pero también la esperanza. Nos alternábamos en el desamparo y el entusiasmo. Durante un tiempo, nos dabamos relevo, cuando a uno le embargaba la desesperanza, el otro le insuflaba entusiasmo a raudales y al contrario. Así sobrellevamos los dos primeros años. Incluso, los meses aquellos, en que parecía que la tormenta había pasado, se despejaba el horizonte y solo quedaba esperar los buenos tiempos. Al hacer el balance, quedaba suficiente para precarios agasajos. Que fueron escasos: alguna cena, algún fin de semana solos, sin los niños, en un hotel mediano. Fueron los únicos dispendios de aquel tiempo, en que creímos que lo peor había pasado. Luego, al tornar el descalabro, las caras se viraron con el aire del miedo, las miradas huían, culpándonos, o queriendo achacar al otro, el desastre.
Llegó la desconfianza, con ella el recelo, las miradas aviesas y entornadas. Atormentados por el miedo, no supimos compartir la propia debilidad, como antes compartimos el entusiasmo. En unos meses se descompuso todo. Cuando llegaron las cartas, nos cogieron por el cogote, que teníamos vuelto, a base de huir de la realidad que se imponía. Nos dejó a las puertas de certezas demasiado dolorosas para ser admitidas sin disculpa.
Recuerdo, aquella noche, cuando volvió Samuel, con el aire de derrota en la cara, que ya era costumbre . Yo ni preguntaba por la caja, por cómo fue la tarde, por las ventas. No preguntaba, porque el silencio ampara el miedo, y yo tenía miedo. Miedo a perder lo poco que teníamos, a deshacer una vida poblada de costumbres casi felices, de seguridades precarias, pero válidas, para quienes no han poseído nunca demasiado.
Aquella noche, en cambio, sí quise hablar. Blandía la carta como bandera enemiga, como arma de desasosiego y ansia de ofender. Samuel bajaba la cabeza, intentando encontrar en el suelo las respuestas que no tenía. Yo insistía: “¿cómo puede ser? No se ha pagado la hipoteca desde hacer siete meses. Y no me dices nada. ¿Cuánto tiempo pensabas ocultarlo? Ejecutan, Samuel, ejecutan la hipoteca, nos quitan la casa. ¿Eres consciente de lo que puede ocurrir? ¿Dónde iremos Samuel? ¿Dónde nos quedaremos los niños y yo? ¿Tienes respuesta para eso, Samuel?” Tantas preguntas, que a fuerza de oírlas, bajaba y bajaba la cabeza, hundiéndola en el pecho, bajo el peso de unas respuestas de las que carecía. Él se hundía en el pozo de la desesperación, yo seguía blandiendo la carta, mientras los niños, desde el silencio del cuarto debían escuchar el altercado, haciendo conjeturas.
Esa fue la noche en que comenzó el epilogo luctuoso del tiempo de vino y rosas. A partir de aquella jornada, Samuel volvía tarde, deslavazado por el alcohol o la pena, o ambas, porque se retroalimentaban sin piedad. Volvía cuando creía que yo no le escuchaba trastabillar por el baño, por el pasillo, queriendo no hacer ruido, para no despertarnos, cuando todos velábamos sus desafueros. Incluso, a veces, se amortajaba en el sofá, bajo el influjo del sonido rumiante de la tele tienda; se adormecía allí, abrumado por la pesadumbre, mientras el entendimiento le vagaba por las brumas del alcohol.
Se me fue el amor, por la cloaca del desprecio. Al verle débil, confuso, ciego a la realidad. Se me diluyó ese amor, fundado en la confianza de que era un hombre divertido, con recursos, que siempre encontraba salida, bien con sus destrezas, bien con recursos ajenos. Al ver su mirada huida, el paréntesis que iba cerrando su boca, en mueca agria, el color aceitoso que recubría su piel, conforme pasaba el tiempo y no ocurría ningún milagro. Se me secó el cariño mechado de admiración que sentí desde que le conocí, en la lejana juventud. Samuel se diluyó como azúcar en el agua pantanosa de las dificultades. Lo veía cada día más amargado, apagando la luz de su entusiasmo con cada batalla perdida. Quizá debí revestirme de paciencia, acicalar mi miedo de mansedumbre, pero tampoco supe. Nadie nos prepara para el fracaso, no nos preparan para el futuro incierto al que nos deparó este tiempo. Fue una caída rauda. Un despeñe al infierno que se fraguó en escasos meses. Quizá viniera de antes, pero no supe verlo, ni pude prepararme. Por eso, no evité el desprecio que me crecía en el interior, que quizá fue la puntilla para Samuel.
A poco de irse, me confesó, que de todo lo ocurrido, lo más cruel, lo más doloroso para él, fue ver en mis ojos de día en día crecer la repulsa que lo abrumaba, al tiempo que lo sumergía, sin remisión, en su propio fracaso. Tenía razón. Ese amor que augurábamos firme, seguro, no resistió los embates del menosprecio, lo potenció, aceleró su caída. Hoy me confieso, sin piedad ni perdón, que no supe estar a la altura. No se manda en el sentimiento. El mío se partió con los embates de aquellas cartas, con la mirada de derrota que él llevaba, con el olor a coñac que impregnaba su piel, con el aliento aguadeñoso que traía y su lengua de trapo, intentando disculpar el horario y la facha.
Comenzaron los plazos, las visitas, los abogados, la desesperanza, el miedo. Tomé el timón, porque no pudo ser de otra manera. Samuel, para entonces, estaba roto, sobrecogido por la batalla, tanto que decidió derrotarse, arrojar las armas de la contienda y abrazar como único amigo a la copa que le ofrecía refugio y olvido. Meses después, poco antes del desastre final, abandonó la casa, la tienda, y con él se llevó el vestigio de normalidad que aún nos revestía. A partir de ahí, todo fue caída libre. Y hoy asisto entre lo bultos que conforman una vida, a mi última noche. La última noche de una vida normal, que no sé cuando retomaré. Mañana salgo, empujada por el viento de la desesperanza, con gente que quiere defenderme y otra que me arroja a los brazos de la frontera en donde no se si encontraré el retorno. Es mi última noche en lo que fue mi hogar. La última noche que paso a cubierto. Mañana no se ni donde ni como estaré a estas mismas horas
FIN