Contar historias a escribidoras tiene el problema que aguzan los sentidos, sobre manera el de la imaginación y se construya el mundo que sugirió el relato. Esta historia, es cierta, hasta en sus comas. El proceso literario lleva a adornar y a pergeñar un relato con ditirambos y anacolutos, pero en su fuero interno cierto.
A la desconocida que me contó la historia, deseando que acabe bien.
A Luis, por siempre, para siempre.
No puedo evitarlo, pero me siento solo. Se me cansa el alma de la espera, de triturar el espacio agazapado, aquí, en la soledad de mi guarida, esperando que el tiempo cure lo que ya estaba curado desde antes. Porque el dolor se difuminó con el lapso que pasé cuidando, amalgamando excrecencias y dolores mientras estuvo aquí. Luego la muerte nos amainó la desesperación casi como manto que protege y ampara. Por eso, digo, que el camino del duelo le anduve mucho antes, llevo ventaja y ahora brota de mí, como flor de Abril, las nuevas ganas, tal que si el organismo resurgiera, como grito de vida ante la muerte, ante la desesperanza y el horror que vivimos en esta casa durante demasiados meses, tantos que hay una nebulosa en la memoria que confunde fechas e intereses. Lo pasado quise olvidarlo y casi lo logro. A fuer de sinceridad, me queda poco, tan solo el regusto amargo de mi boca y en el fondo de la memoria, donde se archivan las cosas importantes, aquellos olores que amalgamaban el sudor con las miasmas; el cerrado espacio donde languidecía su cuerpo sin asomo de vida, durante el lapso largo de la enfermedad.
Por eso tengo andado el camino, debiéndome una cierta cautela. Se lo debo a ellos, aunque poco o nada hicieron cuando su dedicación hacía más falta. Entonces huían, o hacían visitas quedas, donde contemplaban, de soslayo, los relojes con mirada furtiva, pensando que no me daba cuenta de su agobio, de su prisa por abandonar el cuarto o la sala donde se olía demasiado fuerte a enfermedad, a cuerpo cautivo, al desmembramiento de la dignidad que se va en trozos pequeños con cada pañal, con cada llaga que se escara, con cada silencio o suspiro inacabado y sufriente.
Entonces huían, hoy, en cambio, se acercan y me acosan. Auscultan mi rostro queriendo encontrar en él lo que no quisieron ver en la época donde la desolación campaba a sus anchas porque todo está impregnado de la tristura que produce la visita inesperada de la muerte. O no, más que la muerte, la de la enfermedad en todas sus sevicias. Intuyo sus pensamientos, la desconfianza que cabalgan cuando me ven sonreír y otear el futuro, por eso me acostumbre a cambiar el semblante cuando andan cerca. Disfrazo mi gesto con la pena que cuelga de mis labios una mueca amarga, cuando la sonrisa pugna, tozuda, por salir. Coloco el velo de la desolación en mis ojos, cuando quieren contemplar las tempestades que me quedan aún por descubrir. Porque yo no me fui. Marchó ella, con el paso quebrado de dos años de enfermedad sin fin. Con la amenaza de dejar las secuelas grabadas en mi mente y en mi cuerpo. No fue así. No quiero culparme por ello. Me quedan demasiadas ganas de vivir para enterrarme en el caserón donde vivimos todo aquello.
Y me asaltaron los recuerdos. Casi a la vez que me volvió la vida, llegaron las vivencias antiguas, llamaron a mi puerta, sin que yo apercibiese nada por recibirlas o agasajarlas. Como brota la vida en cada primavera después de los fríos invernales, así me brota la esperanza rallada de recuerdos que nunca se fueron del todo. Y volvieron los tiempos de aquella juventud preñada de esperanzas, cuando todo era proyecto, nada concreto. Tan solo sueños. Cuando todo empezaba, mi vida, la pujante sensación de estar vivo, de querer amar a toda costa.
Me volvieron aquellas imágenes de los paseos por el bosque, huyendo de la madre, que atosigaba los encuentros con miradas de acero y el rictus amargo de censura colgado de sus labios. Ella, que sospechaba de todo y de todos, fue la causante del dispendio. ¿Cuál hubiera sido mi vida de no mediar aquella Bernarda Alba entre nosotros? Ni lo sé, ni creo que importe demasiado. Hoy, cuando volteo las últimas páginas del libro de mi vida, me dan tentaciones de recapitular y soñar con un destino diferente. En las tardes de estío, enmarañado de costumbre, mientras ella, languidecía en la cama, la imaginación fue refugio seguro, acaballado, quizá, por la desesperanza. Hoy sigo con esa mala costumbre. Me propongo vivir aquí y ahora, pero no lo consigo. No puedo dejar de pensar en cómo, en qué hubiera sido…
Por eso busqué su rastro por las redes, por los infinitos vericuetos que hoy tenemos a fin de encontrar a los fantasmas. Manuela. Tan joven, tan fresca , con su risa que restañaba en mi oído con la fuerza de un rebenque bien ajustado. Manuela, con los rizos que enmadejaban su frente tanto que, para besarla, tenía que levantarlos como si fuera un telón. Manuela, con su cintura estrecha, de forma que la abarcaba con mis manos cuando ente mazorcas la ceñía con el ansia de hacerla mía o de doblarla. Manuela, con olor a trigo y a naranjas, con que emborrachaba mis sentidos.
Han pasado cuarenta años, me digo, como forma de disuadir mis intenciones. Antonio: han pasado cuarenta años. La mozica de entonces será matrona ahora, al igual que tú perdiste el pelo, la cintura se te disparó hasta la incontención. Ella habrá sufrido el mismo descalabro que la vida produce a los que la siguen aunque sea con paso precavido. Ya no somos los mismos, si lo fuimos alguna vez, porque el camino andado fue divergente, difuso y mal pisado. Ni somos ni fuimos los de entonces. Me lo digo, pero esta cabeza mía no quiere oír. Este bodoque que calzo por cabeza se empecina en buscar lo perdido, en intentar andar el camino del que salí o salimos hace poco más de cuarenta años. Justo el día aciago que la Bernarda (mal nombre para ser suegra) nos descubrió entre los maizales y con vara de avellano midió mi espalada y mi orgullo, mientras por su boca salían los exabruptos más humillantes que hombre alguno pudiera oír. Mala hembra, la Bernarda, Manuela. Te lo dije en alguna ocasión: “La Bernarda es jodida, vamos a escaparnos, Manuela, dejemos atrás la aldea acaballada en el Medievo y volemos a una ciudad grande, donde crezcamos y podamos amarnos sin excusas ni secretos. Bilbao, Madrid, Barcelona…”
Esos nombres martilleaban mi cabeza cada noche, deletreaba sus silabas con el encanto de lo bien soñado. Y te contaba las andanzas supuestas que correríamos en alguna de esas ciudades. Tú, entonces, te reías y el sonido cascabeleado torcía mi voluntad a la vez que la de los maizales bajo el peso de tu cuerpo, que se dejaba mecer por el mío y su deseo. Te reías y me decías: “estás loco Antonio, ¿qué se nos ha perdido a nosotros en Madrid o en Barcelona? con lo bien que estamos aquí, en la aldea. Además mi madre nos buscaría y nos mata, Antonio. Nos mata. Ya sabes cómo las gasta.” Volvías a reír y entonces yo borracho de tu risa, envuelto entre tus rizos, oliendo a trigo y a naranja me dejaba convencer de que el tiempo doblegaría a la Bernarda y haríamos boda como Dios manda en la aldea, regado por el vino de la cosecha anterior en plena lareira agitados por la alegría y el presentimiento de que todo iría bien. Luego nos iríamos, huiríamos del agua estancada y purulenta de la aldea para abrirnos a nuevos mundos. Juntos, mano con mano, caminando repechos de gloria compartida. Soñaba alto, Manuela. Soñaba con hacer cosas, arreglar el entuerto de años volteando la cara al paso del cacique, de moler maíz con las manos para estómagos ajenos, de trabajo esclavo por poco menos que comida y cabaña. Soñaba con ser libre, con llegar tan lejos como mis pasos me llevaran y luego un coche, o trenes o aviones. Siempre de tu mano, a tu paso, Manuela, porque entonces la vida para mí no se concebía sin tu sonrisa, sin tu cuerpo y sin oler esa fragancia de trigo mezclado con naranja.
Llegaron los varazos. Y con ellos mi paciencia se agotó. Ya ves tú, Manuela, ahora no es que lo lamente, que Carmen fue mujer buena, supo hacerme feliz el tiempo que pudo, me dio tres hijos, paz y tiempo de vivir sin asperezas. No es que me arrepienta de salir huyendo del maizal hacia la casa, luego hacer el petate y poner tierra de por medio, enrabietado por la humillación de los vergazos de Bernarda y tu nula defensa, que aplacaste, Manuela, sobrecogida por la dureza del grito de tu madre.
Marché sin rumbo, impelido por la necesidad de apuntalar mi rabia con la distancia y el éxito. No es que llegara lejos, que va. Dos o tres aldeas más allá de donde estabamos, a tanto me llegó el ansia de aventura o mi escaso fuelle de valentía ciega. Nunca tomé ese tren que debía llevarme a la ciudad, a cualquiera de ellas. No me fui lejos, quizá esperando que me buscaras o que en algún momento tus pasos y los míos volvieran a juntarse.
Coseché como aparcero y volví a buscarte. Ya te habías ido, Manuela, volaste tal como lo concebimos juntos, solo que fue con otro que supo encelar a la Bernarda o comprarla con perfumes y guirlaches como yo no lo hice. Volaste y me quedé anclado a lo que aborrecía por miedo a que volvieras y te perdiera del todo. Sí, Manuela, esa fue la triste realidad. Yo, el que soñaba con la ciudad lejana, volví a buscarte y al no estar decidí quedarme, por si volvías, o por pura cobardía.
Más tarde llegó Carmen, cuando tu recuerdo había dejado de doler y los vergazos de Bernarda diluían la esperanza . Fue en una verbena del pueblo. La saqué a bailar, me sonrió complacida, se dejó enlazar como tú nunca hiciste, porque la Bernarda vigilaba y no fuera la cosa…Carmen no olía a trigo, ni a naranja, ni tenía rizos, ni su risa contagiaba a los maizales. Yo había dejado de soñar, sabes, Manuela. Abandoné, como los cobardes, los sueños al primer envite, vi que era dócil, buena, que me quería y me ennovié con ella. Como los medrosos, dejé fuera los sueños. Luego llegó la boda, los hijos, la casa, construida con nuestras manos, palmo a palmo, como quien labra un destino y vivimos, no felices, pero sí con la tranquila calma que mece los olvidos.
Luego se torció todo, enfermó y nos cayeron sombras donde antes había trechos de dulzura y serenidad. Los aconteceres de estos años no te los contaré jamás, en el supuesto de que algún día quisieras escucharme.
Fue todo por el sueño. Sí, aunque parezca mentira, o bulo. Soñé contigo, Manuela, toda enlutada, llorosa, penando en un rincón bajo la luz tenue de un lucernario, frente a un féretro con cadáver de cera. Lo soñé, a poco de irse Carmen. Lo juro, porque incluso a mí me parece mentira. De puro extraño. Lo soñé y desde entonces no paro de buscar.
Encontré la esquela que te nombraba como viuda, de un hombre desconocido que, al igual, que mi Carmen, debió acompañar tu vida. Ramón Boiro das Penas, descansa en el Señor desde el día catorce de Mayo de dos mil nueve. Su desconsolada viuda, doña Manuela Castro Santibáñez, le llora y le añora por siempre…Seguían nombres de parientes que no interesaban ni completaban la historia. Ramón Boiro, tal que mi Carmen fueron los que ampararon nuestra disidencia, recuerdo que pensé.
Ambos muertos, con dos años de distancia pero en la misma fecha. Tal que si el destino se confabulara para el rencuentro, me dije, entre sonrisas que luego me avergonzaron. A poco, llegaron los chicos, y me apuré, como si fuera niño tomado en falta. Me escondí por si ellos pudieran leer mis divergencias: alegrarme de ambas muertes porque nos reunían. Me avergoncé, Manuela. Durante días evité volver a buscarte, casi descarté los miramientos y me sumergí en la cosecha de patata que ese año se mostraba generosa.
Luego, me venció el empeño y tuve que volver. Hasta hallar tu teléfono, tarea ardua y costosa. Tuve que hacer cientos de llamadas, cometer cientos de errores hasta llegar a ti.
Respondió tu hermana. Cuando desesperaba y estaba dispuesto a abandonar la búsqueda. La pequeña, Torina, la que a veces llevabas de la mano, en los furtivos encuentros como coartada para salir y vernos. Comprábamos su voluntad y silencio a base de tofes de café con leche, que adoraba. Era pequeña entonces; hoy era una adulta que me reconoció. Conoció mi voz y me nombró como si nos hubiéramos visto aquella misma mañana.
Sí, Manuela, nuestra vida, sobre manera el reencuentro, anda preñado de dulces coincidencias que casi parecen un milagro. La pequeña Torina, al oírme preguntar por ti, me dijo: “Tú eres Antonio el Peiso, el de los Peisos de Caramiñal” Ante mi titubeo, y la desazón que hizo de mi voz, tartamudeo, insistió: “que sí, que te conozco. Jamás olvidaré tu voz ni los empachos de tofes que tenía a tu costa. ¿Qué quieres de Manuela?” “Verla. Saber cómo está” le dije. Como se grita a un náufrago. Le hubiera dicho que quería recuperar los años, la juventud, los maizales, el olor y los rizos que a buen seguro, ya no tendía. Que quería tomar el tiempo y voltearlo mientras alejaba mi mente de tanta cobardía. Tan solo dije: verla y saber cómo está. Porque es lo que tocaba y no sé, aún, si eso es lo que quiero.
El miedo es de volver a romper los sueños concebidos en tantos años que perdimos y jamás podrán recuperarse. El miedo es a encontrar una desconocida con la que no tenga nada que hablar, ni escuchar. El miedo es a quedarme sin esa vieja esperanza que inundó casi toda mi vida, cuando las cosas se torcían o se ponían feas. De forma inexorable, volvía al maizal, a escuchar el ladrido de aquella risa de chiquilla nerviosa. El miedo era a encontrar un espejo donde se reflejara mi falta de pelo, la cara farfullada de arrugas y la cintura desplazada de tiempo y senectud.
Quizá mañana te llame de nuevo. Te invite a venir, o me desplace yo, con la maleta aquella que portaba mil sueños que luego almacené en el lagar que emancipado se cerraba de día y tan solo alguna noche de insomnio o de espanto, descorría el cerrojo. Es posible que nos veamos, y pasado el disgusto del aciago transcurso del tiempo, nos reencontremos, volvamos a jugar, a reír como entonces, o al menos, confiemos el uno en el otro con la fe desenvuelta que incineró el tiempo de cerezas.
Mañana he quedado en llamarte y en decirte lo que hacer para reencontrarnos. Es posible, que donde habitó un cobarde haya crecido, a fuer de descalabros, un tipo con redaños que no le tema al tiempo.
Es posible todo. Hasta que nos enamoremos.
Fin
#MariaToca