Eran noches frías. Salíamos casi con esfuerzo, en un primer momento, recibiendo el viento gélido de la Meseta en el rostro protegido por capa de maquillaje y aderezos varios. Calaba hasta el tuétano porque no portábamos demasiada ropa, no fuera a mancillarse el afán provocador de los años en que saltarse las normas era la norma. El escote o la falda muy corta, o ambas, eran pauta que mantenía el coro de personalidades en nosotras. Ellos, variopintos, algunos con los ojos pintados, con chaquetas floridas o desarrapados de lujo, calzando doctor Martens y Marithés por compromiso con la modernidad.
Portábamos poco avío y escaso dinero, porque no hacía falta. No bebíamos alcohol, apenas fumábamos, alguno jugaba con algo más fuerte, aunque aún no habían llegado los tiempos de galopar a lomos de rayas incendiadas. Nos bastaba solo con la música y la alegría que brotaba espontanea al sentirnos vivas, jóvenes y hasta guapas, aunque nunca lo fuimos. La risa nos calentaba el cuerpo y el espíritu. La complicidad nos mantenía en racha.
Caminábamos por aquel Madrid risueño pleno de tribus similares y nos escarchábamos de pura romería al poco de cruzar el umbral de nuestros siniestros portales. No quedaba mucho dinero para vivir, descontando la ropa reciclada del Rastro, o alguna marca, por aquello de parecer lo que no éramos. No quedaba mucho para el resto de necesidades que nos parecían pura zozobra innecesaria. Comíamos lo justo, porque nos alimentaba la risa y el compadreo de quienes a las doce de la noche no conocíamos pero a las cuatro de la madrugada llegaba el enamoramiento fugaz para convertirse en el amor eterno a las siete de la mañana mientras caminábamos hacia lechos desconocidos. A las tres o cuatro de la tarde de domingos tardíos desenmadejábamos los cuerpos para volvernos extraños y volver cada cual a su madriguera.
Eran tiempos de frío y rosas. Eran tiempos en que daba igual carecer de seguridad porque labrábamos el día a día a golpe de música y de desamparo en compañía de las tribus que conformaban la familia elegida.
Cuando el sol tornaba avisándonos de que el domingo había amanecido, quien no adquirió compromiso con el sexo o una mera sutura de la soledad, abandonábamos los atalajes nocturnos, calzábamos zapato planto, jeans y cazadora de moda y en manada dirigíamos los pasos hacia el Rastro. Buscábamos, entre la ropa usada, algo que nos enamorara o alguna pieza de color para las viejas guaridas que teníamos por casas. Caminábamos a empellones entre la multitud , amortiguadas las fuerzas por el sueño que ya entorpecía con un suave telón los ojos y los pies. Un desayuno a base de café, porras y un cigarrito nos renacía de golpe la fuerza hasta el mediodía que devorábamos el pollo asado que erguíamos como trofeo adquirido en algún asador, que a modo de chiscón, pululaban por ese Rastro amado.
A veces se dormía. Un poco y entrecortado, porque no nos quedaba tiempo para ello. Estábamos viviendo. Algunas luego lo llamaron Movida, nosotras simplemente lo llamábamos vivir.
María Toca
Ilustraciones de Ceesepe y Costus