El aire soplaba con silbido de serpiente enrabiada. Chocaba su furor sobre la cristalera, moviendo al compás los pretiles de los tragaluces, haciéndolos gritar de pesadumbre. Las luces difusas del callejón parpadeaban, tímidas, ante el empuje de la tormenta, dejando por momentos, el socavón que conformaba la acera, en oscura complacencia con el miedo.
El chocleo de unos tacones se impusieron al socarrón disparo de un rayo que cruzó el cielo despejando el sombrío reparo de la noche. Los visillos de la claraboya, se movieron con cierto titubeo, mientras unas manos escuetas los apartaban, lo justo para divisar el rescoldo escaso de la calle. Unos ojos afiebrados cercenaron la distancia que los separaba de la figura magra que caminaba entre sombras, con cuidado. Sí, ese taconeo era la señal segura de que ella, entendió el mensaje. Mensaje cifrado, casi inescrutable, que dejó prendido de la caja, cuando la entregó. Una noche de tormenta, fría, inhóspita, como la de ahora, debiera ser la indicada para huir. Cuando ellos, empujados, por el único sentimiento humano que les quedaba de la descomunal centrifugadora de emociones, a las que los impelían las leyes, se resguardaban y podían ser burlados. Ellos, los que gobiernan, aún sienten frío, por eso era precisa una noche como ésta para la huida. Sabía que faltaba poco tiempo. Pronto, les programarían para mantener impoluta la temperatura y no sufrir el destemple que produce la variación climática. Él, sospechaba que ese momento estaba cercano. Aún sentían frío; se resguardaban entre los arcos que guarecían el barrio, resabio de los tiempos en que se perdía el tiempo en vana arquitectura .Se guardaban del terror que suponía recibir el lengüetazo de la lluvia inclemente que caía a destajo. Se refugiaban debajo de las ojivas, que amparaban sus cuerpos, desguarnecidos del viento y de los jirones que el rayo producía en la noche, desgajando, a su paso, los árboles que conformaban el sinuoso pasillo de una calle lóbrega, poco transitada, uniformada por las consignas del Sumo Hacedor Que Todo Lo Ve, del Supremo Consorte Que Quiere Lo Mejor Para Su Pueblo Fiel. Por eso, debía ser hoy el momento, en que ambos, desafiaran al miedo, al gran ojo programado para protegerlos y que acababa de ahogarlos en la inanición de su libre albedrío.
Ella lo entendió, estaba bien seguro. Después del recorrido de medias palabras robadas al destino, de miradas que solazaban el tiempo, de sonrisas entrecortadas por la timidez y el temor a ser descubiertos, lo entendió. Recibió el mensaje que él insertó en la caja que portaba aire, entregándosela en el cruce de sus diarios caminos. Él, supo enseguida que era el momento, por eso la apremió con aquel mensaje. Ella caminó esta noche, en el desafío de que hoy o nunca habría de ser. Porque el nunca, no les importaba, viviendo lo que les restaba en un desafío.
Tal como supuso, tenía valor. El brillo, que salvaje asomaba por unas pupilas azules, no le engañó. El valor se le asomaba por el rostro anguloso, de piel fina, pulsada de tenacidad. No pudieron difuminar sus formas el buzo que arrugaba su cuerpo, dejándolo cubierto de una capa uniformada, color gredal, como todas las demás. Solo que ella destacaba, por la luz de los ojos de topacio, por la boca carnosa, ensangrentada de carmín o por los hoyuelos que se le formaban al sonreír. Ahora, su sombra, fraccionada por la luz borrosa, se acercaba, altiva, desafiando al miedo. Al contemplarla desde la ventana, se dio cuenta de que no llevaba el mono. Llevaba un vestido que dejaba escapar la sinuosidad de un cuerpo celebrado. Casi estaba dentro del portal, cuando lanzó la última ojeada, mientras a él, el cuerpo se le revoloteó esperando la señal: unos golpecitos en su puerta que le indicarían que había llegado, que la huida era firme.
De pronto una ráfaga surgió del espanto. Él, no pudo saber si era la tormenta o una metralleta haciendo su ronda. Se tornó el silencio, escrutó la mudez que después del estruendo impregnó la noche. Dejaron de oírse pasos. No crujió el asfalto, ni el toque pactado surgió en la puerta. La nada se quedó a vivir entre los visillos, mientras el viento y la noche cayeron sobre el pavimento que poco antes aún cloqueaba con el paso firme, decidido, de ella.
Al día siguiente, cuando salió para producir como un Alfa Endiosado de Primer Nivel y recibir su ración de Soma, la encontró yaciendo envuelta en el barro rojizo de su propia sangre, que una lluvia fuerte había propiciado. No pudo pararse, apenas miró, porque, ellos, con sus ojos yertos escrutaban el espanto que les producía. Se alejó despacio, mientras una lágrima se fundió en el rostro con las gotas de lluvia que le descendían.
Fin