El Aparcamiento©
Me di cuenta de la curvatura de la espalda, justo al apagar el ordenador. Como un caracol seco, me había ido encogiendo en el caparazón que daba cobertura a las siete horas pasadas en el chiscón donde discurría gran parte de mi vida. Con maniobra premeditada, estiré ambos omóplatos, uno detrás de otro, a la vez que aspiré el aire que llegaba cargado de polvo y menudencias del día, abigarrado de papel y miradas torcidas que habíamos pasado. Cerré la pantalla, mientras levanté mis posaderas esculpidas con la forma que la silla había moldeado a fuerza de horas. Con impulso ciego estiré la falda, intentando alisar los pliegues que se habían trazado durante todo el día, en un intento vano de recomponer un poco la silueta. Gesto inútil, porque las arrugas labradas durante horas no se planchan a golpe de estirón. La camisa había perdido la blancura inicial para ser del color del gredal, mientras en los puños y en el cuello, pasarían por negros imprecisos. Al ponerme de pie, los pies estallaron dentro del zapato de tacón al dar el primer paso. En el mismo momento que mostraron su grito, yo juré una cosa muy fea dedicada a los jefes que exigen prestancia en la oficina. Una oficina opaca, agrisada, con luz de fluorescente que deja la piel del color de cera, con muebles plastificados, archivos que revientan alimentados por la inutilidad de un papel que nadie hace el menor caso. Todo impersonal, polvoriento con la grisura que imponen años de uso.
Había acabado el día, me dije, contemplando la devastación que las horas habían provocado en mi cara. El rimel yacía maltrecho en bola imprecisa convirtiendo mis pestañas en patitas de cucaracha viva; una sombra de humo rodea la ojera y el parpado testicular pende más abajo que el visto de mañana. Los labios agrietados, se tiñen, por partes, del rojo matutino. Apaisé como pude el pelo enmarañado y con papel higiénico intenté remozar el maquillaje huero a la vez que pienso que metida en mi coche nadie contemplaría el desastre que mis ojos observan reflejado en un espejo impío.
Teníamos garaje. Mi empresa contaba con garaje para los puestos intermedios. Gran dispendio que supone no perder tiempo en buscar sitio y llegar en punto al trabajo, lo cual se agradece aunque no fuera hecho con la idea de facilitarnos la vida, sino de ahorro para ellos. Lo cierto es que era cómodo. Bajé las escaleras que me separaban del auto, con la sensación de ser la última en irme. El silencio aplacaba la contundencia de unas salas vacías. El garaje, como cualquier otro, era pardo, con la mugre vieja que imprimen coches descansando. Introduje la llave con un sueño recurrente a diario en esas mismas horas: encontrar sitio cerca de mi casa.
Vivir en Gracia, donde las calles se asombran a si mismas de puro recoletas formando maraña de abigarradas vías que apenas dan para pasar un vehículo, tiene la ventaja de contemplar el brío que mantiene a un ciudad despierta. El problema es que a la hora que vuelvo del trabajo, hallar una pequeña porción de acera donde dejar mi coche se convierte en una batalla cotidiana difícil de ganar. Días tuve que marché entre el desespero y la gruesa palabra que salía de mi boca, hacia zonas hostiles a más de media hora andando. O que arribé a algún barrio desconocido y lúgubre donde encontrar el coche intacto por la mañana se hacía harto aventurado.
Encendí el motor, impulsé la marcha con la esperanza vana de que hoy no fuera uno de esos días…Repasé, mientras avanzaba, la tabla de tareas. En una escapada había realizado la compra, que dormitaba en el maletero presta a ser colocada en casa. Cargar con bolsas portando tacones y la fatiga que mi cuerpo mostraba por momentos, me suponía desolación. La ropa seguiría tendida, ya que él, si se asoma a la ventana es para ver el cielo y las estrellas. La cena, apenas una ensalada con una tortilla francesa o similar, tendría que apañarla mientras doblaba sábanas para luego, ordenar y dejar dispuesta la ropa del trabajo que llevaría al día siguiente. Limpiarme la cara, y ponerme el serum en la piel y en las puntas del pelo para proceder a un cepillado, era promesa inquieta que todos los días al levantarme, me hacía con la resolución de un naufrafo, para ser quebrantada casi sin dilación noche, tras noche. Hoy, me juraba, que de encontrar plaza cercana, intentaría reservar una ligera fuerza para cumplir con las promesas. O al menos, intentarlo. Y poco más. Apagaría la luz entre bostezo y palabras fugaces que él me dedica y yo respondo con la misma, o más, poca dedicación.
Las luces de la ciudad despertaban inciertas mientras la vorágine del tráfico devoraba mi calma, y le imaginaba ahora, sentado en su butaca, con el vaso de whisky que se pone según llega y el pitillo que fuma, dice, que para recompensar el tiempo que dedica a la vida. Mientras Donny Hataway o Ella, desgranan sus preces en el rincón y lo diseminan por la casa como lamento ciego que podía suscribir de no estar tan agotada. Es su momento, dice. No se puede evitar. Lo necesita. Dice. Llega extenuado del trabajo, dice, dos horas antes que yo aunque salimos casi a la par y su trabajo de publicista es creativo, agotador y divertido. Dice. Llega cansado, tiene que reposar, necesita su whisky, su pitillo y su jazz mientras espera con la paciencia bienintencionada de un hombre satisfecho a que llegue yo y haga la cena. Y todo lo demás.
Mientras el tráfico se amansa, aprieto el acelerador pensando que ahora mismo, tan solo mi felicidad se percibe en un trozo de acera cercana a mi portal, donde pueda aparcar. Un puñetero trozo de asfalto se ha convertido en el objetivo cotidiano para medir el tramo de felicidad que me ha tocado. Un trozo de acera donde aparcar.
María Toca