Ha sonado de nuevo el carrillón de la Catedral. De forma mecánica cuento los sonidos. Nueve. Son nueve que me indican que la noche ha llegado, que no fue una alarma la oscura penumbra apenas terciada por la luz que ilumina la mesa. Contemplo con fugaz sorpresa el tintineo que mantiene el reloj en la pantalla. Verificado, son las nueve. ¿Cómo puede ser si hace un momento conté solo seis y la luz derretía la estancia con un sol tibio que mordía los muebles? Volví a contemplar de nuevo los números que en la esquina derecha mostraban la hora. Las nueve y cinco. De pronto un mordisco leve cruzó por mi estómago. Era hambre, o la sensación, apenas intuida de que hace por lo menos seis horas que no ingiero nada. El tiempo se ha diluido sin darme ni cuenta mientras sigo expectante contemplando la historia que mis dedos artríticos, desgranan delante de mí.
A mi espalda, siento la voz que me narra lo que yo refiero. Y sigue, sin pausa, por eso, levanto mis ojos, tomo una pieza de fruta, un poco de pan y sigo con ello. A poco, las siento. Son doce. Sin prisa, van desgranándose como lentos sonidos perdidos entre las grisuras de una noche sin luna. ¡Es posible! exclamo. Mientras la figura que a mi espalda me sopla la historia me aprisiona fuerte, me indica que siga. Que sin mis palabras se muere, me dice, y yo sigo, apenas me quedan diez páginas. Luego, ya más tarde, cerraré los ojos, la voz huirá hasta el día siguiente cuando, avaricioso, me traiga otras vidas, otros cuentos y otras historias.
Ya no es hora de cenar. Me acuesto a ver si con la premura me duermo y sueño que llegan el señor del bigote y el gabán oscuro, y me vuelve a soplar al oído una historia nueva.
María Toca