El soplo del viento se pegaba a la cara, como si quisiera acariciarla a base de lenguas de fuego. El pelo remoloneaba enjaretando la cabeza con el remolino incesante que a veces cegaba los ojos. Se agachó a recoger el cubo de agua. Pesaba más que al comenzar, o eso le parecía al menos, porque era la misma cantidad, solo que sus brazos bregaron con la escalera y el mocho desde hacía horas. Por eso pesaba. Lo derramó en la alcantarilla de enfrente al portal. Era el último que hacía. Regresaría a casa, y de camino, si se terciaba, haría las compras de última hora. Un pan, algo de jamón york del barato, y una rodajita de queso fresco. Regodeándose en esa cena, recogió el cubo ya vacío y la fregona y encaminó los pasos al portal, intentando no apartar la mente de su casa y de la cena que se prometía. Por hoy la faena estaba hecha. Le quedaba por delante, la amplia soledad del salón, dejando vagar la mente por las imágenes que le ofrecía la pantalla, mientras cenaba su jamón y su queso. Luego a la cama, pronto, que mañana la jornada era presta, se dijo, mientras secaba las manos al mandil que atenazaba su cintura. La jornada, comenzaba a las seis, con el tintineo del sonido ajeno del despertador, que sin piedad laceraba día a día sus oídos al despertar, por eso ahora, ya estaba con las fuerzas deslizándose hacia el fin.
Se acostaba pronto, para comenzar la rueda del día. El trasiego de portal en portal, en pos de un jornal que apenas llegaba para cubrir el manto de supervivencia de su frugalidad. Apenas llegaba, pero tenía que llegar. Y sobrar. Para ellos. Los tres. Esos soles, que apenas tiene tiempo de disfrutar, porque los días son escasos en horas y amplios en trabajo.
La hija se apaña, piensa, casi diría que lo siente menos por ella. Es fuerte, aunque no lo crea. De no ser así, no hubiera soportado el manejo infinito de aquellos años hastiada de voces, de arrogantes formas que cortaban como un cuchillo el sentimiento y el respeto. De no ser fuerte, no hubiera dado ese paso al frente que ni ella apoyó. Bien que lo sentía; no haber calibrado el dolor que escondían los ojos color aceituna de Flora. Cuando lo hizo, ahí estuvo, eso es bien cierto, pero no antes y eso la pesaba como una losa, aunque Florita la perdonó pronto, o quizá nunca hizo falta, porque supo desde el principio que podía no entenderla pero su apoyo estuvo siempre a su lado. Quizá si se hubiera fijado en la sombra violácea que pertrechaba, como una nube aquellos, ojos tristes. Si se hubiera fijado, en que los dos soles, los pequeños, sonreían poco, y de medio lado. Si se hubiera fijado en el silencio que siempre campaba por la casa envuelta en el tibio poso de una frialdad que sale del cuerpo. Pero no se fijó. No estuvo atenta, y no se lo perdona. Por tiempo que pase. No pudo enjuagar el llanto, que a buen seguro, derramaron los ojos de aquellos tres soles. Después sí. Arropó con sus medios, el desamparo de ellos y a poco que pudo, devolvió la sonrisa a las caras de los pequeños. En algún momento, la luz volvió a los ojos color aceituna de Flora, su pequeña, convertida ahora, por fuerza del tiempo, en madre coraje.
Por eso trabajaba de portal en portal, de casa en casa, buscando suelos que fregar, casas que limpiar. Restañando los miasmas ajenos, construía su propia disculpa por no ver la vida que llevó la hija.
Sola, en aquel cuartucho, que se le asemejaba palacio de invierno, cuando volvía con los pies hinchados, las manos exhumando restos de lejía, enrojecidas y abultadas después de horas, en movimiento pleno. Su sofá, desconchado, que antes fue azul, con flores lavanda, y ahora apenas se difuminan sus dibujos, como manchas nubosas, bajo el peso del tiempo. El mantelito a cuadros, que adornaba la mesa, con las flores secas, recuerdo de algún cumpleaños, o de algún festivo. Los cuadros, a veces torcidos, con las caras de los pequeños en un caminar a lo largo del tiempo. Sonrientes bebés, los primeros pasos, luego ya de pie, formales, peinados, con el gesto triste de aquellos a los que se les roba una niñez precaria. Y ella, con la cara velada por el manto de la melancolía… ¿Por qué no lo vio?
Allí, en el saloncito, se sentía reina de un rincón mágico. Aposentaba el cuerpo, dejado de burdas batallas, comía o cenaba, con los ojos fijos en la pantalla que la refería otras vidas, a veces más trágicas, otras esperadas. Allí, como luego en su cama, se sentía segura. Una cocina con fogón y espacio justo para hacerse livianas comidas. Para ella suficiente. La otra casa, era para ellos. Para sus tres soles. Poco más espacio, poco más de luz. Dos habitaciones y un recodo que era utilizado como cuarto de estar, de juegos, de vida, donde los juguetes que ella recogía de otras manos, que ya se hastiaron, brincaban por el tenue espacio. Y ellos, con sus discusiones, sus ensalmos, sus risas, a veces sus lloros, llenaban aquella casita, que antes fue la suya, con la vida que desprenden los que acaban de empezar su tiempo. La casa para ellos. A ella le llega con el tenue nido.
Recogió los útiles, los apiló en el hueco de la escalera, que apenas iluminaba una tibia luz prendida del techo, moteada de viles lunares que escarchaban el reflejo. Pensó en el viejo, seguro que esperaba su visita, como todos los días. Apenas le quedaban fuerza para subir el tramo de escalera que la distanciaba del hombre solitario. Pensó, en dejarlo por hoy. El pensamiento de aquel jamón, dulcemente ingerido, abrazada por la cretona licuada de su sofá, la tentaba demasiado. Si se retrasaba, no conseguiría encontrar ninguna tienda abierta…y su nevera estaba como una erial escarchado.
Recogió el cuartucho, dejó el mandil colgado del techo, calzó sus zapatos, se quitó la bata y alisó el vestido, que brilleaba de tanto lavado. Se atusó con calma el pelo, pensando en su cena. Paseó los ojos, por el espejo que devolvía una imagen ajada del vano recuerdo de lo que fue. Una mujer joven, rozagante, guapa. Ahora, esa imagen, era la de un ser apagado, con ojos oscuros, encapuchados de tibia añoranza, rodeados de arrugas, mientras su boca se enrevesaba en mil surcos que la empequeñecían y hacían inexistentes, unos labios, que ella recordaba jugosos, como fruta fresca, besados y amados por más de uno. Apagó la luz, con el firme propósito de olvidar al hombre del tercero. Ese que caminaba pastueño y encandilado, con la mirada prendida del suelo, porque apenas podía enderezarse con el peso que la vida puso en su espalda. El hombre solitario del tercero que no recibía visitas, por el que nadie preguntaba, al que nadie saludaba. Decían que era huraño, agreste. Su mirada aviesa esculpía lacerantes luces preñadas de reproches. Ella no sabía su historia, ni el por qué de aquella sorda violencia contenida. Solo sabía que estaba solo, y nadie mejor que ella conocía esa vivencia. Por eso, al acabar, todas las tardes, subía un rato a estar con él. Le preguntaba si necesitaba algo. Él, la miraba largamente. Primero con una mirada recreada de incomprensión o de desconfianza, luego esbozaba un gesto, que alguien hubiera pensado que era desprecio, más ella sabía, que era sonrisa. Al poco, se distendía y charlaban un rato .
Charlaban de la vida, del mundo, de la gente, a veces de lo estirados que eran los otros vecinos, como trepaban por una historia pretenciosa cuando sus vidas solo eran sepulcros que guardaban cadáveres, hipócritas con solera, decía él. Le contaba de sus viajes, por el mundo, batallando en mil batallas sin nombre, porque lo que no se nombra no existe. Colgaba sus defensas de los ojos de ella, dejaba atrás la atmosfera de desconfianza que siempre le rodeaba para dejarse llevar de los recuerdos, de la palabra fluida, mientras ella le cacharreaba en la cocina preparándole una sopa de ajo, que él adoraba, o unas migas, para cenar.
-Manolita, hija, deja los cacharros, que mañana viene Pura y los recoge-
-No importa, don Saturno, es un momento, así le dejo la cocina arreglada-
-Llevas todo el día de la ceca a la meca. Tendrás ganas de llegar a casa o de ver a tus nietos, mujer, deja de cacharrear. Siéntate un poco aquí conmigo, que es la única conversación del día. Solo contigo se puede hablar, el resto son imbéciles-
-No diga eso, hombre, que habrá mucha gente por ahí con más conocimiento que yo. Donde va a parar-
-Es posible, pero ni los conozco ni quiero, Manolita, hija. A mi edad ya no quiero descubrir nada. Me aburre vivir soberanamente. Lo vi ya todo-
-¡Qué cosas dice! Con la de cosas bonitas que tiene la vida. Los viajes que puede hacer con el Inserso-
-Me pasé la vida viajando, Manolita, en un barco carguero. Conocí el mundo, con detalle, ciudades y ciudades, que hoy se mezclan en mi cabeza. Estuve con las mujeres más guapas que pude probar, con las más fogosas. Me peleé, bebí, juré, canté y bailé todo lo del mundo. Ya poco me queda por hacer, el libro se está acabando Manolita, y ¿sabes qué? Lo estoy deseando. Me aburre vivir atado a unas piernas que apenas caminan, unos ojos que no ven, unas manos agarrotadas por la artrosis, con la espalda curvada de tanto andar por el mundo. Llegue al puerto, Manolita, solo queda descargar el fardo, dejarlo en seguro y zarpar-
Seguían un rato la charla, hasta que el viejo reloj daba las nueve y él, con los ojos ciegos, levantaba por pura inercia la vista y la mandaba marchar. Le dejaba arropado en su sofá, con la televisión encendida, para que la palabrería de la pantalla le llenara las horas de soledad que le quedaban. Cerraba la puerta con sigilo, como si no quisiera hacer notar su marcha, y salía de aquella casa, con el peso de plomo de sus pies cansados.
Hoy pensó que por un día no subiría a verle. Estaba demasiado cansada, sus tripas rugían sin descanso, y sus ojos se cerraban de un mustio cansancio aderezado con el sueño atrasado de una semana sin tregua.
Pero subió. Sus pasos, como si no obedecieran a la cabeza, se encaminaron hacia el tercer piso, puerta derecha, y como todas las noches, desde que comenzó a visitar a don Saturno. Él, la esperaba con los oídos alertas a sus pasos cansados.
Le preparó la sopa, le sopló el calor que desprendía para que no quemase sus labios. Recogió la cocina, como siempre. Él, estaba más callado que de costumbre. No levantó la vista como otras veces, ni emprendió el camino de la huida que le prestaban sus recuerdos. La pidió otra manta, para sus piernas. Se arropó debajo de ella, plegó su cuerpo como si quisiera ocultarse entre los brazos del sillón. Al despedirse, Manolita, no supo bien porque, pero le abrazó. Le besó el lacio pelo que coronaba con escasez su cabeza humillada por los años.
-Le dejo Don Saturno, hoy veo que no tiene ganas de charla. Mañana vuelvo. Que pase buena noche-
Una especie de quejido salió de los labios del hombre. Manolita, se volvió desde la puerta a mirarlo.
-Don Saturno, ¿quiere que me quede? ¿Está usted mal? ¿Quiere que llame a alguien?- preguntó, aguantando el cincel de la puerta.
-No Manolita, gracias, todo está bien, mujer. Mañana será otro día- le oyó decir, cuando salió, pensando que la poca fuerza de ese cuerpo comprimido, debía haberse extinguido con las palabras dichas.
Como estaba previsto, la tienda donde compraba sus viandas, había cerrado. Cenaría el yogur y un poco de malta que quedaba en la nevera. Como bien dijo don Saturno, mañana será otro día, haría la compra temprano, entre portal y portal.
Cuando llegó al día siguiente, al portal, un leve murmullo la confundió al entrar. Un grupo de vecinos estaba reunido en el primer piso. Se cambió en el cuartucho como todos los días. Cuando tuvo la bata y el mandil puesto, subió con el cubo y el mocho para comenzar la faena. La llamaron.
-Manolita, ¿es usted?- dijo una voz impersonal.
-Sí-
-¿No se ha enterado?-
-¿De qué?-
-Ha muerto don Saturno. Esta mañana. Al llegar la chica que le limpia la casa, se lo encontró sentado en el sofá, con un plato caído de sopa en las manos, la tele encendida y él ya frio-
Apenas pudo contener el agua que sin más contención asomó a sus ojos.
-Yo le visito todas las noches, cuando acabo aquí. Anoche estuve, parecía estar como siempre, un poco más callado, pero no pensé… –
-Sí, posiblemente poco después de usted marchar, moriría-
Siguió subiendo las escaleras, pensando en la muerte solitaria de don Saturno. Pensó que le llegaría silenciosa, con la levedad de las personas justas, sin darse cuenta. Manolita, esperaba que hubiera sido piadosa con él.
Esa noche, cuando cenaba su jamón ante el televisor, con el recuerdo de don Saturno filtrándose por su mente como agua en el campo, Manolita, recibió una llamada.
-Es usted doña Manuela Vargas Llano-
-Sí, lo soy- sus palabras las teñía la ansiedad por la ceremonia con que la nombraba la voz impersonal.
-¿Puede usted, mañana, venir a la notaria de don Fulgencio Aparicio?-
-¿Por qué?, yo no tengo ningún asunto con ninguna notaria…-
-Señora Vargas, es usted la única heredera de don Saturno Pérez Román. Le aseguro que le daremos buenas noticias-
Esa noche, Manolita, sonrió a la memoria de don Saturno. Durmió con la placidez que da el cansancio. Mañana se levantaría más pronto, comenzaría antes, para sacar el tiempo de ir a ese notario.
Encontró un hueco a sus labores a eso de las cuatro. Se encaminó al portal, dando, mientras tanto, las gracias al hombre que había muerto solo. El por qué se acordó de ella, la parecía milagro o penoso sentimiento de soledad. Llegó, al despacho, acalambrada por la brisa de la tarde. El viento había cambiado, soplaba un nordeste frío que auguraba agua en breve. Entró en una oficina donde varias personas esperaban y dos, detrás de un mostrador se afanaban con ansia. Manolita, dejó la prisa en la recamara de su memoria. No quería parecer impaciente. Esta gente importante es lo que tiene, se dijo, hay que concederles tiempo.
Cuando volvió a la calle, después de estar más de una hora, oyendo la lectura tediosa de un testamento, que desgranaba la voz monocorde del notario, llovía. El viento del nordeste había traído la consiguiente lluvia que caía despacio, pertinaz, mojando un asfalto sediento por unos días calcinados. A Manolita no la importó. Tampoco la importó que fuera tarde para hacer los portales que quedaban. A Manolita ya le habían dejado de importar muchas cosas. En la tediosa lectura que con voz bronca y monocorde, el notario, le comunicó que don Saturno Pérez Román dejaba en herencia, dos millones de euros, para ella. A Manolita Valdés solo la importaba trotar hasta la casa de sus soles. Por ver la sonrisa en los ojos color oliva que habían contemplado el miedo muy de cerca y escuchar a los pequeños pedirla juguetes que fueran nuevos.
Fin