Una nueva historia llegó a buen puerto. Cerré, con la palabra fin el epílogo de una novela que trasteaba durante meses por un tiempo errante. Sopesada, revisada, corregida, maltratada a base de zurcir los recovecos, para descubrir a tiempo los errores de tiempo, sintácticos, gramaticales. Buscando por rincones los fallos más sutiles, dejando pasar otros, que a mis ojos de madre, no se manifiestan. Acabé con ella. Presta a volar. Con satisfacción, al quedar unas páginas, apresuré el paso, para acabar. “No me levanto de la mesa, hasta el final. Tiene que estar hoy. Levanta el vuelo mañana, porque va a un concurso que no ganará, pero va” Así, me contaba, mientras comía rauda para retomar el trabajo.
Y acabé. Debía estar feliz, porque cumplir con las obligaciones que una se crea, es satisfactorio, sobre manera al ser de talante disciplinado, exigente. No entiendo, entonces, por qué mis ojos se llenaron de lágrimas, mientras un escozor tenue, pero constante, azotó mi alma. Acabé. Se terminó. Marchan mis chicos mundo adelante. Dejan el habitáculo, de mi pequeño escritorio, para volar. En vuelo bajo, bien lo sé, no tengo mayores esperanzas, pero se van. Ya no me pertenecen. Se irán a otras casas, entrarán en otros corazones, nunca más serán míos.
He desperezado la tristeza. He recogido las lágrimas en el vaso donde comprimo las cosas inútiles que me hacen crecer. Abrí un nuevo archivo en la carpeta de novelas, desplegué el Word y comencé otra novela. Es la única forma que conozco de paliar el dolor de una despedida.