No recuerdo de donde le venía la manía. Lo cierto es que Manuela tomó la costumbre de tejer cuando se enamoraba. Sin premeditación pero con mucha alevosía. En cuanto conocía al varón de turno, los ojos se le volvían agua, la sonrisa se le colgaba de la boca, la piel se le sonrosaba, esponjándose como una gallinica en espera de gallo. Entonces, Manuela, tomaba las agujas de tejer, se encaminaba al pueblo cercano, compraba los hilos y encendiendo la luz de madrugada comenzaba la tejida hasta la llegada del último estertor de ese amor que la dejaba cabizbaja y alicaída durante un tiempo. Hasta la próxima. Soltaba la labor en cuanto dejaba de amar. Hasta el próximo.
Manuela confeccionaba una manta password de mil colores que colmaba ya la superficie planetaria. Iba uniendo los retales que tejía por separado cosiéndoles después, de forma que tenía hecho un mapa de sus amoríos con la perfecta relación cromática de sentimientos intempestivos y azucarados. Nunca se sabrá si se enamoraba para tejer o era tanta la enajenación de los amores que tejía para drenar las emociones. O para expresarlas, porque Manuela era mucho de expresar. Y sus agujas, se convertían, por milagro, en extensión de unos dedos que poco antes se deslizaban sobre la piel amada, o hurgaban en escrotos excitados. Así era Manuela, todo fragor. Quizá por eso tejía, por no hacer combustión e incinerarse a si misma en cada nuevo enamoramiento.
Daba forma y color diferente a cada uno, de manera que podía recordar, sin atisbo de duda, el nombre, duración e intensidad de las pasiones venturosas o desgraciadas (casi todas) por las distintas gamas de pantones que lucía la manta. Aquél amarillo que terció en sucio gris era el tiempo de Antoñito, que salió rana, yéndose con los ahorros y un cabo de la Guardia Civil que le hizo ojitos. El rojo agranatado, que se tornó suicidado negro o nubloso gris, fue el macizo bombero que la perdió durante meses enteros, hasta dejarla descalabrada y con masnada de ladillas que costó varios rasurados expulsar de sus partes. O el magenta brioso que, a poco se tornó blanco sucio, del cabo de la Legión que apareció prometiendo amores incombustibles y al poco desapareció esfumándose en la distancia. O el enfermero que curó sus achaques cuando despuntaba la senilidad, ella, agradecida, le ofreció casa y comida, convirtiéndose en lazarillo aburrido y acomodado, dejando el verde pistacho convertido en marrón fumado. Y así hasta el infinito. El password de Manuela no conocía fin ni descanso.
En cuanto conocía varón, comenzaba a tejer con prisa, como si las manos se le dislocaran y horadaran el espacio que, vacío, se mostraba ante ella pidiendo a gritos colmarlo de color. Al momento en que las obligaciones de la casa la dejaban estar, tomaba la labor y tejía como una torrentera. Sin parar más que lo justo para la contienda amorosa. Compulsa, como si desgranara la misma pasión socorrida que atronaba la casa cuando él llegaba. Tejía con el mismo brío que enhebraba los gritos que enmudecían al barrio, hasta que airosa, volvía en sí, tornaba a levantar la persiana de su cuarto y retomaba la labor.
Comenzaba con colores vivísimos. Rojos, cárdenos, magentas, frambuesas, granas, amarantos, alberos, verdes aguamarina, verdes esmeraldados, azules acielados o musgosos, ocres brillantes que se tornaban crespones de amaranto, como si despachara el fuego de sus lugares ocultos con la madeja. Bien es verdad, que luego se tornaban sinuosos, perdían brío hasta achatarse en impolutos grises, ocres, marrones, incluso llegaba al anodino color del hielo. Hasta que el amor se acababa, dejando el hueco de las sombras junto a la labor olvidada en una esquina del salón, justo la que da al lado del ventanal. Justo desde la que se veía la fuente que manaba dejando un surco milenario en la piedra añajosa. Justo la que daba a la empalizada por donde caminaban en pasos perdidos los caminantes que ella, azorada, contemplaba con arrobo pensando: ¿será éste el definitivo? Allí posaba la labor languideciendo y trazando planes, antes para olvidar, luego para volver a la vieja contienda, de forma y manera que esta vez fuera la buena, que atinara con el ojo avizor que siempre la dejaba en la estacada.
A Manuela, en los últimos tiempos, la vista se le aturdía, por eso la tejida se hacía cercana a la luminaria que formaba el sol en su plenitud. Luego, en la sombras de la anochecida, seguía pulsando el punto, con mano menos ligera, es cierto, con menos tino. Y se notaba. De tanto en tanto, revisaba el tejido, contando con el detalle de cómo, cuándo y de qué manera, se hizo la red. Luego, cuando paraban las lides amatorias, se dedicaba a pegar los trozos, y formar el mosaico precioso de sus historias. De tal guisa que podía contar, nada más ver la manta, con quien, cómo y de qué manera estuvo en tal color (res) como si de un mapa sentimental se tratara.
Manuela tenía ya una manta de considerables dimensiones. Un patchwork primoroso, coloreado, que, al desplegarse, cubría casi la superficie del escueto salón, que por otro lado, no era nada del otro mundo. Apenas un sofá con las concavidades de muchas posaderas tatuadas en sus lomos, unas sillas alrededor de la camilla, que en invierno caldeaba el ambiente con su infiernillo, dejando culebrillas en las piernas, una mesita baja, colmada de recuerdos y unas baldas conteniendo el tiempo de toda su familia, en forma de retratos. Ese era el iglú donde Manuela aplacaba sus días en espera de ver llegar al hombre.
Y Manuela seguía. Sin pretensión de parar ni un solo día de los que estuviera enamorada. Que era como decir casi todos ya que vivía en continua contienda amorosa. O buscando amor, encontrándolo, disfrutando de las mieles iniciales que le provocaban mil contingencias de emoción y vivencias, o las más plúmbeas, que se ocasionan cuando la pasión dejaba paso, sin remisión, al desencanto. Entonces, Manuela, se amustiaba, el colorido de su manta, se agrisaba, acaldando el entusiasmo solo al color, porque tejía con más empeño, como si en cada hilo entrelazado le fuera el brío del propio despeñamiento. Hasta el final.
Que solía ser por inacción, abandonada, por los caballeros, impelidos por la frialdad de su piel, que se aventuraba tal que si hielo, por el hieratismo de su mirada, por la crispación de sus manos, y por la ausencia absoluta de pasión y fuego. Hay que decir, que Manuela, cuando el amor se iniciaba, era puro rescoldo de calor y hambre.
Incansable; su piel, sus manos, su sexo entero, se descruzaba abriéndose como una flor al mediodía. Tenaz, como constataban vecinos que la escuchaban bramar en grito de pasión inacabada. Pasaba de eso a la nada, dejando al amante consternado, tal que si colmado, de pronto le pusiera a dieta de hambre. Sin comprender, sin mayores datos, sin explicar, Manuela se quedaba fría, tomaba la labor y comenzaba su tejido con hilos grises, anublados, como la lluvia cuando se posa durante un rato en tierra hostil. Hierática donde antes había verborrea. Pálida donde antes arrebolaba el color. Triste donde antes desbordaba la alegría. El pobre partenaire, sin saber cómo se veía proscrito del paraíso, hasta que harto e incomprendido salía huyendo.
Entonces, Manuela se rompía de dolor, durante pocos días, los justos de un duelo precario, aullaba un poco. Regaba las cuatro esquinas de su exigua casa con lágrimas justas, ayes insólitos y desespero, hasta que amanecían sus manos buscando el cesto, tomaba las agujas, corría a buscar hilo y de nuevo volvía al quehacer tejiendo con mucho brío. Tornaba el arrebol a las mejillas, la sonrisa a colgarse de sus labios, que lentamente se iban secando, mientras los ojos relucían con la prisa de la pasión, aunque cada día con un velo más y más espeso de nube y bruma.
Se me dirá que no podían ser tantos los visitantes que se acercaban, siendo como era un pueblo escaso, enjundiado entre montañas. Cierto, allí apenas llegaban hombres, en condiciones normales, pero es que Manuela tenía sus tácticas. Cuando el desespero se le olvidaba, conjuraba los juramentos de que nunca jamás, de que nunca ni un hombre…Que el amor se acabó para ella; se calzaba las botas de tafilete, colgaba de su brazo el bolsito de piel de cabra, ceñía el busto con el escote que tamizaba, si era invierno; con piel de potro en el abrigo, si era verano se aderezaba con pañuelo de colorido y salía de caza. Tomaba el tren, buscaba destino incierto y no concebido de antemano. Bien al contrario, dejaba que el asombro la sorprendiera. Y quizá ahí estaba el problema. Porque Manuela, a fuerza de creer en el destino no premeditaba. Se dejaba ir. No buscaba nada concreto. Al contrario, se dejaba encontrar, buscando el milagro y la sorpresa que hacen del amor furia espesa y emocionante. Luego, sin remisión, llegaba el descoyunte.
Llegaba la cruda realidad que tornaba las emociones en burda brisa de aburrimiento. Volvía espesos los días que hasta poco atrás eran luminosa tea de amor y fuego. Las palabras que poco antes aleteaban como mariposa por la escuálida casa, se tornaban tenues susurros o se empeñaban en los silencios. Se acababa la emoción y se tornaban espesos los tiempos en que las manos y las miradas se tornan cables eléctricos. El tedio, tal como una mancha grande de aceite agrio, se adueñaba del tiempo, y de sus cuerpos. Manuela entonces se desinflaba y al poco tiempo las horas se hacían turbias gotas de lluvia espesa. Como su password.
Fin