Recuerdos

 

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El suave  borboteo de lluvia crepitaba bajo los pies de Mariana, que con pasos irregulares sorteaba con suerte variada los charcos del suelo. Había amanecido como todos los días desde que llegó, con un gris plomizo desprendiéndose del cielo, anegando la tierra, envolviéndola en ese manto licuoso , de bruma, que ascendía por el valle hasta quedarse prendido de la montaña, anidando en ella, dejándose los brazos muy atados a esa cumbre para desplomarse más tarde en forma de lluvia persistente sobre la tierra esponjada para recibirla.

 

Ya ni esperaba el sol. Había perdido las esperanzas de que saliera algún día. Pensaba que las montañas lo debían haber absorbido, celosas de su grandeza. Un día tras otro, el mismo plomo al abrir la ventana, el mismo sonido monótono de gotas sobre el suelo y el agitado silvear del viento que mecía los arboles cercanos en un suave y cadencioso baile. Los primeros días despertaba inquieta, esperando que algún  rayo escapara de las furiosas montañas para emerger la claridad que por unas horas pudiera caldear las casas, los cuerpos. Había perdido  el recuerdo de los días luminosos, cálidos, serenos, que permitían andar por los caminos sin sortear el agua encharcada que encenagaba los pasos más expertos.

 

El paraguas, el impermeable y las  katiuskas formaban parte de ella misma, desde hacía  tiempo. Apenas recordaba, cómo se calzaban los zapatos normales, o un traje de los que guardaba con mimo en el armario. Cada noche, contemplaba la ropa que trajera. Cepillaba los trajes oscuros, a veces incluso lavaba alguna pieza, por el solo placer de contemplarla renovada, pero había dejado de pensar en volver  a vestir y a calzar de forma normal, como antaño lo hiciera. Ahora, se vestía para eludir el frío, para resguardar el cuerpo de la lluvia. Sentía, como si el plástico del impermeable encapuchado se la hubiera pegado a la piel y formara parte de ella de forma cotidiana.

 

Al volver a casa, por las tardes, envuelta en la toquilla, absorbiendo el caldo tibio que Tadea dejara preparado para ella, contemplaba las fotos que mantenía en la repisa con algo parecido a la nostalgia, intentando que no la  envolviera del todo. Se veía a sí misma sonriente, luminosa con ese brillo difuso que pone la felicidad en el rostro y que queda plasmado en la foto, haciéndolo eterno, inmutable. Mariana, miraba las imágenes, cada día, con la taza entre los dedos, sorbiendo a poquitos, para no quemarse, mientras el vaho que desprendía el caldo se le enroscaba en la nariz, lo aspiraba con delectación,  contemplando el tenue vestidito atirantado y colorista que vestía en ellas. El brazo fuerte de Ramiro la ceñía como a una propiedad, por la cintura.295502_545000632211231_1934090830_n

Al contemplar las fotos, Mariana pensaba que la felicidad solo se siente cuando ya se ha pasado. Cuando se la evoca, uno puede explayar el momento vivido, y sentir el aroma que desprenden los recuerdos, embriagarse de la nostalgia de  ese tiempo glorioso que ha pasado. Mientras se vive, no se percata, que el leve manto que nos envuelve, es la felicidad. Apenas se muestra, de tan liviano que parece.

 

Recorre con ojos acristalados de agua, las imágenes plasmadas en el papel brillante. Al fondo, muy al fondo, se divisan las casitas de diversos colores que conformaban el paseo que Ramiro y ella caminaban al caer la tarde, cuando el cuerpo entibiado por los rayos solares y el baño marino del día, se mostraba en una dulce quietud yacente. Volvían de la playa, se duchaban ambos,  con la alegría que da el tiempo detenido , para luego ir caminando lentamente por aquel  camino, que cada día, parecía nuevo, hasta llegar al rincón conocido, donde los esperaba Manuel con una caldereta, marmita, o unas simples sardinas asadas en brasa. El tiempo,  trascurría lento, entonces; colgando unas irisadas nubes rosadas en el cielo, mientras el día caminaba hacia el fondo de ese mar que  besando la arena con un suave murmullo, adormecía hasta las palomas  habitantes de la tarde marina.

Caminando de la mano de Ramiro, Mariana sentía el dulce calor que  trasmitía la rugosa piel de esa mano conocida, que un momento antes había caminado por su cuerpo como si lo descubriera, como si cada día fuera el primero. Miraba hacia arriba y veía el rostro firme, con la mandíbula tensa, con rastros del afeitado. Contemplaba de soslayo el contorno de ese rostro amado y mil veces besado con la complacencia que da lo conocido. Y Mariana,  amparada en la mano de Ramiro,  sentía un calor sereno, que antes fuera despiadado, por el fuego del ansia que  había  llevado dentro de su cuerpo. Caminando con él, se sentía segura.

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Contemplando las fotos de aquel verano, perdido en la memoria, apenas plasmado por el cartón envejecido  de la fotografía, sabe que fue feliz, sabe que aquellos días y también otros, diluidos en su memoria como agua entre los dedos, fue feliz. Si cerraba los ojos, podía sentir el olor de Ramiro, esa mezcla de after shave y un aroma muy suyo, que la embriagaban aún en su recuerdo. Podía sentir el suave tacto de la piel del rostro, cuando lo recorría con la punta de sus dedos, mientras él peleaba con los brazos del sueño. Podía sentir la seda de su pelo, cuando enredaba sus dedos entre ellos, que como anillos se la anudaban prestos. Podía, aún recordar como aposentaba su cabeza,  en el puerto seguro del pecho de Ramir, mientras aspiraba el aroma del cuerpo querido. En los oídos, temblaba el sonido del aleteo firme y cadencioso del corazón amado.

 

Y no es que no hubiera recuerdos más pesados, incluso dolorosos. Esos no los había querido, Mariana, meter en la maleta, cuando comenzó a construir otra vida. Se trajo solo los momentos felices. Se vistió de la ropa, de la sonrisa y la calma. El dolor, lo dejó anidando el hogar que había sido de ambos. Entre sus libros, entre las ropas, las escasas que dejara cuando escapó de sus manos y de su cuerpo, el amor de Ramiro.

 

La lluvia seguía  crepitando en el suelo mojado, haciendo surcos, horadando el camino, acristalando el verde de la campiña toda. Las hojas mojadas, se dejaban vencer por el agua caída; se mecían en un suave baile que, Mariana, contemplaba tras los cristales, con la taza de caldo humeante aún, entre las manos.

Murieron los recuerdos. Presta llega la realidad que impera, manda, ordena. Ahora, ésta es su vida, la que eligió, donde se quedó varada cuando él se fue. Ella contó los pasos, que fueran bien lejanos, que dejaran afuera todo atisbo de memoria. No contaba que los recuerdos se quedan presos en la mente, anidan dentro, aunque no se les lleve en la maleta y acompañan hasta la muerte.

Acerca de Maria

Escritora María Toca: 1ºPremio Ateneo de Onda Novela, 2016: Son Celosos los Dioses 2ºPremio de Relato Ateneo de Fraga: El Paseador, 2014 Finalista Premio Internacional de Relato Hemingway, 2013 Finalista de varios premios más de relato. Poeta Articulista/Coordinadora/ Fundadora de LA PAJARERA MAGAZINE. Obra publicada: Novela: El Viaje a los Cien Universos Son Celosos los Dioses Relatos coral: Vidas que Cuentan Desmemoriados. Poesía: Contingencias
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