Le había costado mucho menos de lo pensaba entrar. De haber sabido que resultaba tan fácil lo hubiera hecho antes. Y no estar pensando, con zozobra, cómo estaría la casa , después de tanto tiempo de abandono y ausencia . Se hubiera decidido a volver, en vez de estar vagando sin sentido y con el deseo ardiente de regresar a lo perdido, a lo casi olvidado. De retomar el hogar y anidar en él, después del largo y añorante viaje.
Al entrar, un suave reflejo se filtraba por la puerta que tenía enfrente. Dejaba entrever por su esquinada abertura, la luz que resbalaba por el dintel, afinándose, conforme se alejaba del ventanal de donde procedía . Una suave nubecita de polvo minúsculo sobrevolaba el haz de luz, dando reflejos casi dorados a los polvillos en suspensión.
Encaminó sus pasos siguiendo el rastro de ese resplandor, que la sumergía en otros atardeceres, no tan lejanos en el tiempo, pero sí en la memoria. El susurro de la calle se atenuaba a esa hora del día en que el sol cae, y con él, parece que la calma se adueña de las tempestades diurnas. Casi a tientas caminó por el pasillo, tocando la rugosidad de las paredes, comprobando que el color amarillo brillante de antaño, se volvió mortecino ámbar, mientras el relieve de la pared se cubría con grandes desconchones, a modo de continentes, que conferían al viejo pasillo, el aspecto de un mapa de mundos fantasmales.
Las fotos de las paredes miraban con ojos casi indiferentes la visitante. Vigilaban sus pasos, como si les molestase que alguien turbara su soledad. Una capa de polvo difuso se depositaba en los retratos, provocando una atenuación de las imágenes, desdibujando el contorno de los rostros y las figuras. Los ojos de censura del padre, la miraban sin ternura. Sentado, con postura rígida y firme, mientras la dulzura materna era atenuada por el negro color que vestía, parada detrás del hombre, que dejaba caer un brazo posesivo sobre su hombro. Ambos, contemplaban a la intrusa, censurando su ausencia y dejarlos en poder del polvo y de días perdidos.
Entreabrió la puerta del salón con suavidad , como si temiera romper el silencio y la paz que había en la estancia. Al abrirse, lanzó un leve pero persistente chirrido a modo de queja, por esa invasión. Ella, se sobresaltó como si temiera perturbar el silencio inerte de los objetos que allí residían. Intentó calmarse, pensando, que la casa estaba vacía, nadie vivía en ella desde entonces. Estaba habitada por los viejos retratos, por los recuerdos, por los personajes que poblaban una memoria plena, que sentía presente.
Al entrar en el salón, lo primero que descubrieron sus ojos, fue la vieja mecedora, con el cojín que manos pacientes tejieron en tardes de verano lejanas. Había perdido la nitidez del blanco, que ella recordaba, para adquirir un tono terroso que combinaba con las paredes. Los dibujos de rosas y filigranas, trazados por la mano diestra de la abuela, se habían desdibujado. Parecían manchurrones rosados, informes garabatos. Pasó lentamente la mano por los amostazados libros, que reposaban en las abigarradas estanterías. Pacientemente aguardaban una lectura de alguien que no llegaba nunca. Sonrió con ternura al acariciar sus lomos resentidos y polvorientos. ¿Cuántas horas, cuántos días, cuántos momentos soñando vidas, viviendo sueños, pasó con esos viejos amigos en sus manos? Ahí estaba el desvencijado tomo de Enid Blyton, o el suave rosado de Mujercitas, con las hojas desechas de tanto pasarlas en sucesivas lecturas. Ella, las hermanas, quizá las primas. Antes, la madre, la abuela, pasearon sus ojos y sus dedos por ese libro. ¡Cuántas noches, soñando con la aguerrida Jo, la dulzura de Beth, y la belleza serena de Meg! Un poco más altos, tanto que para verlos y tocarlos debe ponerse de puntillas, está el mundo fantástico que pueblan las páginas de Julio Verne. A lo lejos, en el último estante, reposan los volúmenes de los Episodios Nacionales, que el empeño cejijunto del padre, consiguieron que los leyera al completo. En el salón, frente a ella, los personajes se reunían en una danza enigmática. Participando de una comunidad fraterna, viviendo bajo el techo del caserón en perfecta armonía que quizá ella viniera a romper.
El viejo diccionario enciclopédico, la miraba con seriedad, dentro de la vetustez de su lomo verdoso y caduco. El polvo cubría totalmente los tomos, como si las palabras se hubieran calcificado dentro de él. El viejo diccionario, que el padre consultaba una y otra vez, tal parecía vicio. Si cerraba los ojos podía oír la voz tronante del padre , diciéndole con autoridad: “No preguntes, Laura, busca la palabra que no sepas. En el Espasa están todas”. Ella, que aún no sabía manejar el Espasa, se perdía en la inmensidad de ese mar de palabras, que encontraba antes de la buscada. Los sinónimos, los derivados, se la colgaba de los ojos desviándola del motivo de su búsqueda primaria, que olvidada se perdía entre las esquinas de su memoria.
Unas flores secas en un jarrón descascarillado, destacaban encima de la mesa donde hicieron tantas comidas familiares, unas regocijantes, otras mohosas y aburridas. Ahora estaba solo el viejo jarrón con unas rosas secas, petrificadas, que adornaban una mesa antaño gloriosa. ¿Qué manos llenaron este jarrón?, y ¿por qué?, se preguntaba mientras paseaba la vista por el resto de la estancia.
El balcón por el que se filtraba la luz que la sirvió de guía, presentaba las contras semicerradas. No se atrevió a abrir más. Temía que si dejaba entrar al sol, que lucía aún, en el exterior, toda la estancia se desintegraría y con ella los recuerdos, para perderse en la inmensidad de la nada, en la que ya iba diluyéndose la vida que portaba . Y ella no quería perder más, por eso había vuelto, para que los recuerdos no se evaporasen en el tiempo, como hasta ahora.
A un lado de la pared, justo encima del sofá, presidiendo la estancia, había un cuadro. Unos corzos huyendo de la jauría de perros que ladraban en el silencio del lienzo. El verdor de la campiña, desdibujado, con manchas marrones, que antes eran arboles, y ahora, se adivinaban malamente, como sombras enhiestas en el paisaje difuminado. Sonrió al cuadro, recordando cuantas miradas y cuantos misterios, de niña, le había robado. Sintiendo el dolor de los corzos corriendo con los ojos huidos y espantados de los perros rabiosos y lacerantes. Nunca entendió el porqué de esa persecución gratuita. Ahora, sin embargo, lo miraba con la ternura que da entender las cosas aunque no tengan explicación.
Un viejo mantel, yacía en un brazo del sofá, que se veía desvencijado y con los rastros de tantas sentadas y veladas vividas en él. Antes era de un rojo, grana. Se había convertido, en un marrón terroso, con los cojines malformados y desinflados por el uso y por el tiempo. Al lado del sofá, la mesa camilla, con los secretos guardados bajo sus faldas. Al calor del hogar , que debajo de la faldilla , bullía en las noches de invierno. Ella y los primos soñaron, cuando la pubertad asomaba a sus cuerpos, un futuro incierto y pedregoso. Musitaron palabras, escondiéndolas de los mayores, meciendo las confidencias con el misterio de lo que acontece a esa edad en la que todo es nuevo. Ella, las primas, las hermanas pequeñas, hablaban en susurros los secretos, en el rincón, cuando los mayores estaban en el trasiego de la vida. Viejas conversaciones, cinceladas al calor de un brasero y de una cercanía. Encima de la mesa, en perfecto orden, había una colección de cuadritos pequeños, con las caritas de unos niños, que ahora peinaban canas. Allá al fondo, la mirada traviesa de Carlitos, el primo amado, perdido hace tanto, y encontrado en su presente . Los dientes mellados y salientes de Tono, el hermano mayor. Miraba con la ternura de primogénito, la suave hermosura de Triana, la dulce pequeña. Trianita, ¡sabe dios en que mundos se moverá ahora, perdida la inocencia hace tanto tiempo!
En medio del conjunto, lucían los bucles dorados, que el polvo no había podido deslucir, de su pequeño Pablo. El pequeño Pablo, ya convertido en el ceñudo señor que presidía el conglomerado de su propia vida, labrada de mentiras, engaños y estulticia. La miraba arrobado desde la foto, con la sonrisa angelical, que pronto perdió, para convertirla en mueca áspera de mezquina avaricia. Recordaba, cuando al levantarlo del lecho, peinaba una y otra vez, los rizos rebeldes y disformes que adornaban su cabeza, como aureola de príncipe. Hoy no eran más que ralos cabellos, lacios y perdidos entre una calva rutilante.
Presidiendo el grupo de pequeños infantes, una foto, la más grande, situada detrás de todos, como si quisiera protegerlos de las inclemencias del tiempo y sus secuelas. Melena cruzada por un lazo grande, blanco, que enmarcaba la cara sonriente y confiada. El pie encima de una piedra, le daba una postura irregular y tierna. Vestía, lo recordaba vivamente ahora, un vestidito azul, con pequeños cuadros de vichy, y un cuellecito de pulcra batista blanca. La foto, en el difuso color de blanco y negro, tornaba gris los colores que titilaban en su cabeza. Un delantalito, que confeccionó la abuela, con el deleite que ponía ella,en sus labores, completaban su vestimenta. Calzaba merceditas de lazada, y blancos calcetines que arrugados caían hacía sus tobillos. Así era ella. Esa era cuando el tiempo aún no se había quedado prendido de su alma, cuando aún el alma la pertenecía.
Fue acercándose al balcón, lentamente, sin hacer casi ruido. Las maderas crujían a su paso, quejándose de sus pisadas. Al llegar al cristal, se divisaba el que fuera jardín, y ahora era enjambre de boscosos arbustos, malas yerbas, con el viejo magnolio presidiendo el desastre.
Si cerraba los ojos, podía oler el azahar, de aquella primavera. Los ruidos, los gritos de los primos: “ ¡a mí, a mí, abuelo! hazme a mí la foto “. Mientras ella posaba con la seriedad del tiempo atrapado en el papel couché. Los olores volvían. Volvían los colores de aquellas tardes viejas, que durante tanto tiempo volaron de su mente y ahora la realidad las chocaba de nuevo.
Recordaba al primo Cirilo, como enfrente de ella, mientras el abuelo intentaba hacerle la foto, luchaba por hacerla reír, con muecas burlescas. El abuelo, enfadado, mandándolo marchar a otro lado, para que en la foto se viera solo la hermosura de su niñez gloriosa.
Mirando ese balcón, con el follaje campando en el jardín, contemplaba los años pasados, la distancia, que queda entre la vida vivida, y lo que se recuerda. La luz caía lentamente, se atenuaba los rayos que daban antes. La tarde discurría en su camino hacia la oscuridad. Una suave penumbra invadía el salón, apaciguando los objetos presentes, que ahora tomaban la prestancia que daban la oscuridad.
La mecedora de madera de pino, labrada con esmero por aquel carpintero vecino, que hacía primores con las manos, estaba en una esquina, casi olvidada. Temía sentarse en ella y que se desvencijara, pero era más fuerte el deseo que el miedo a que ocurriera. Apoyo antes los brazos en los apoyadores, con suavidad, como pidiendo permiso calladamente, se sentó en su seno. Al mecerse, le vino la memoria de golpe. El tiempo cotidiano de los años que fueron, de los seres que habitan las casas encantadas.
Desde allí veía el polvo de toda la estancia, como si se petrificara, llenando los objetos de patina quebrada. Hubiera querido levantarse, tomar un trapo viejo, limpiar todo. Adecentar la estancia, devolver la prestancia que en tiempo tuvo. Lastima, se dijo, que los muertos, como yo, no pueden limpiar casas.
Fin