La cuentadora de cuentos©
No pensaba yo, cuando sudoroso, agobiado y harto de celebración, soltaba el nudo de la corbata, casi con rabia de tanta apretura, que mi vida había cambiado para siempre. La vida cansina, pero ordenada y limpia que había llevado hasta ahora, con Laura y su forma de vivir
Latuaro, mi futuro cuñado, nos había enmarañado en su despedida vital definitiva. Tal como nos la había nombrado al citarnos: “solo a los íntimos, de verdad, ché. Solo los hermanos. Para siempre jamás, hay que celebrar, che, que esto se acaba, que me retiro, que después solo me dedicaré a mi Elenita. Lo juro, hermano. La ultima farra. Me lo debe, hermano”. Lo pedía con tanta garra, con ese arrastre del idioma, cadencia perdida en los otros mares, que nadie puede resistirse. Y se me fue la vida que llevaba, para volver con otra. No lo pensaba…
No lo pensaba en ese momento, ni lo pensé cuando guardando la maléfica soga de rayas en el bolsillo, me volví a cruzar con los ojos gatunos, vidriosos, como a punto de lágrima, que llevaban dentro las mil historias y los mil lugares que nunca visité.
Este día ha nacido cruzado. Desde que amaneció. Abrí los ojos con una sensación pastosa en la boca, como si hubiera cenado torreznos. No los había cenado, pero copas, tomé a discreción la noche anterior. Abriendo el telón de mis ojos, intentando enjuagar con mi escasa saliva, la trémula lengua que se agrandaba por momentos, inundando el paladar, recordé uno por uno los años que había compartido con el argentino y el destino que esa noche a no ser por él, no se hubiera cruzado en mi camino, y todo seguiría en orden. Llevaba veinte años en España, pero el muy jodido no abandonaba los giros ni ese arrastrar palabras ,que volvía locas a las mujeres y a los hombres nos hacía seguirle por donde quisiera llevarnos.
Latuaro, se casaba con Elena, hermana de mi Elena. Latuaro, mi amigo del alma, casi mi hermano, se convertía en cuñado, en familia legal. Pienso que celebrábamos más ese último hito que el primero. Lo de casarse con Estela, era meramente circunstancial, lo de convertirse en mi cuñado, era ¡la hostia!, la verdad. Desde ahora las plúmbeas fiestas familiares de los Zabala, se convertirían en festival de hermandad. Las miradas de reprobación ante lo que se consideraba retraso en un triunfo seguro, por parte de mi familia política, sería domeñado a medias entre ambos. Las floridas peroratas femeninas en pos de momentos románticos o persiguiendo una maternidad esquiva, serían atenuados por la verborrea de Latuaro, que correría en mi ayuda, con la solidaridad de un compañero de mareas. Estando Latuaro a mi lado, nada sería aburrido.
Quedamos al salir de la oficina, a las ocho. Comenzamos bien, unos aperitivos, mientras iban llegando los íntimos. La basura, los desechos humanos, tal como nos nombrábamos a nosotros mismos. Cenamos con buen vino, cuando ya era media noche, nadábamos en un marasmo de alcohol, y una alegría mechada de nostalgia y despedida de los tiempos idos.
-Que no volverán, hermano, ya no somos pibes, hemos crecido, ya es hora de hacerse hombrecitos, ché- decía con voz pastosa, marcando el acento argentino, mi futuro cuñado y amigo del alma.
Al salir del restaurante, Latuaro tomó el mando. Nos sacó de Madrid, por la M-30. Tomó un desvío irrepetible. Poco después, paró, ante lo que dimos en cuenta, era un puti-club, casi de lujo. Conclusión que sacamos, nada más ver las luces tintineantes, que quebraban la noche, con unos intermitentes destellos verdes, rosados, naranjas, y posiblemente todo los pantones del colorido, desglosado en rayos multicolores. Mientras la figura luminiscente de un cuerpo de mujer, levantaba las nalgas, acaballada en un inexistente caballo.
Una cierta flojera se nos produjo, nada más ver los destellos luminosos. Creo decoran con ese colorido lumínico, para que el cerebro relacione, flases de colores, con fornicio, de no ser así, no se entiende tal despliegue de luz. La risa floja, el paso quebrado por efecto del alcohol, la euforia y un cierto temor gustoso, me invadió al ver que bajábamos y nos encaminábamos al antro. Latuaro dirigía, con presteza y orden.
Al entrar, las luces rojizas, y azuladas nos abofetearon los ojos. Antes de que nos acostumbráramos a la penumbra, ya notamos el olor a mujer, a perfumes variados, junto con un leve aroma de guano y de lejía. Tuve que ir al baño, la urgencia y el alcohol me apretaban, así que desvié mis pasos, avisando a los que me acompañaban que no hicieran nada grave sin estar yo presente, que para eso era el abogado.
Al salir del excusado, crucé unas cortinas que se estamparon contra mi cara, antes de volver al sitio donde los había abandonado. Ya no estaban, pero en su lugar, me esperaban unos ojos vidriosos, irisados, redondos, con un color de botella y un halo de mirada alunada y perpleja. Una amplia sonrisa había debajo de esos ojos y una mano tibia y pequeña, tendida.
-Don Luis, que sus amigos le esperan en la mesa diez, venga conmigo, yo le guio- dijo la voz mientras tomaba mi mano, me conducía entre las mesas, sorteándolas, con una leve presión en mis dedos que me trasmitían confianza y mandato.
Al llegar a la mesa, fui recibido con grandes palmotadas en la espalda, risas y zarandeos. Se notaba que la alegría se desbordaba, en parte producida por el descorche de un champán de considerable calidad. Y por las mujeres que como si de un amplio muestrario de colores, pieles y tersuras, se tratase, se habían integrado en el grupo. Abrazadas unas, tímidamente cercanas otras, a los amigos, que minutos antes había abandonado a la puerta del puti-club, para ir al excusado.
La de los ojos alunados, me sirvió el champaña. Derramó un poco por mi mano, inmediatamente, fue recogido por una lengua golosa, no sabía bien si del champan derramado o de mis dedos. Envuelta en la oscuridad del rincón donde se había refugiado, era el brillo escarchado de esos dos vidrios, que me miraban sin pestañear, lo que más destacaba de su persona.
Pronto la bebida corría entre nosotros, sin medida. Aderezados, de antes, por el coctel y el vino de la cena, nos cocíamos lentamente ante el estupor de la alegría y la desesperanzada madrugada.
No sé muy bien, como comenzó todo a darme vueltas. Las luces giraban dentro de mi cabeza, a la vez que una tormentosa amenaza me atribulaba el estomago. Dije que me encontraba mal, y la de los ojos agatunados, contestó que se encargaría de mí, que no temiera. Estaba en buenas manos. Amplias risotadas y abucheos corroboraron sus palabras.
Me levantó, casi en volandas, y trastabillando, me condujo a una habitación, impersonal, a no ser por el espejo que a modo de cúpula coronaba el techo. No era un espejo completo, sino que partiendo de un punto central, se dividían en triángulos como si de gajos de naranja se tratara. No podía mirar hacia arriba, porque el mareo se agudizaba ante el pasmo de comprobar que nuestros cuerpos se subdividían en mil pedazos, repetidas y devueltas nuestra imagen por los espejos.
Me tumbó en la cama gigantesca, que cubría casi todo el espacio de la habitación, tenía una colcha adamascada de brillos variados y colorido indefinido, una amalgama de granate verdoso. Tenía un tacto frio y suave, al echarme sobre ella. Puso una toalla fría en mi frente, mientras yo cerraba los ojos, por ver si las tormentas de mi cabeza y de mi estomago se atemperaban. Cosa ardua y esperada por mí, la verdad.
Mientras la toalla refrescaba la frente y las ideas, la mujer comenzó a hablar, con una voz pausada, lenta, como si rezara, casi sin entonación. Parecía una letanía.
Me contó, que se llamaba Yahiza. No me decía de donde venía porque no le daba la gana, porque ella era de muchos sitios, y de ninguno. Que no tenía jefe, ni amo. Se alquilaba, porque amaba amar, el lujo y dormir de día, por este orden. Creo que debí quedarme un tanto traspuesto bajo el susurro de sus palabras, que iban llegando a mí, como de lejos, como si de un canto susurrado se tratara.
Al despertar, volví los ojos hacía Yahiza, que apoyada en un codo vigilaba mi sueño.
-Perdón, he debido dormirme… Creo que nunca más beberé champán- le dije como disculpa.
-No pasa nada, amor,¿ sigues malo?-
-No, ya no, ha pasado el tumulto de la cabeza, aunque el estomago lo llevo aún revuelto, hemos cenado mucho. Es que Latuaro se casa mañana, ¿sabes?-
-Lo sé, algo he oído. ¿Qué quieres hacer mi amor?- preguntó sin cambiar su postura.
Estaba desnuda. No la veía bien, pero sentía el calor de su piel. Un aroma anisado que desprendía su cuerpo. Sabía que si volvía los ojos hacia el techo, miles de partes de ese cuerpo moreno, macizo, se mostrarían a mis ojos. No me atrevía a mirar, pero creo, que en ese momento, sentía un deseo fuerte no solo de poseerla, sino de oler ese cuerpo, probar el sabor de su piel, pero sobre todo, deseaba que el sonido de su voz no parara ni un momento de arrullar mi oído.
Entonces Yahiza, comenzó a hablar de nuevo. Lenta, pausadamente, con una entonación monocorde suave. Sentía sus palabras recorrerme el espinazo como un escalofrío hasta llegar a mi nuca y estallar en ella . Tenía una cadencia en el lenguaje que no identificaba, mezcla de latino variado, con reminiscencias árabes.
Yahiza, comenzó a contar cuentos, dando a sus ojos, y a su voz los matices que las historias requerían. Yo había vuelto mi rostro hacía el suyo, hechizado por el lento discurrir de unas historias inverosímiles, donde habitaban duendes, hadas maravillosas, y perversos brujos, que con sus ungüentos nefandos seducían a doncellas que eran salvadas inexcusablemente por un abogado famoso, valiente y aguerrido que se llamaba Luis Peña. Yo mismo, convertido en héroe, adalid, conquistador y seducido, por el arte de unas palabras mágicas.
Al salvamento, que ineludiblemente realizaba Luis Peña, seguían una pléyade de espesas conjeturas, donde la doncella ora amaba, ora despreciaba con coquetería rebuscada, al salvador. Unas veces, preferían al maléfico brujo, que la envolvía en una orgía de placer inusitado. Otras se rendía al héroe, enamorado, haciéndole gozar de mil pecados innombrables y casi desconocidos para mí, que asistía al desglose de aquella fantasía sobrecogido y engalanado de un deseo a veces brutal, otras, solapado. Como si de una noria de sentimientos se tratara, mi mente, mi imaginación subía y bajaba, bajo el hechizo de las palabras desgranadas por Yahiza. Mientras sus ojos seguían sumergidos y acariciando los míos.
No sé cuantas horas pasaron, ni los innumerables relatos que desgranó para mí, mientras, ya sí, mis ojos se posaban como pájaros alados sobre el cuerpo mil veces repetido por los triángulos del espejo que abovedaba el techo. De pronto unos golpes sonaron en la puerta. Como si de un castillo de naipes se tratara, rompieron el hechizo de la fantasía que Yahiza había creado en la habitación. Se fueron los duendes, las hadas salvadoras, los hechiceros maléficos, los abogados salvadores y las damitas de inocente soltura. Todo saltó por una ventana inexistente para arrojarnos de golpe a la realidad. Era muy tarde, Latuaro, tocaba la diana de retirada. Debía partir, dejando el mundo colorido entre los pliegues de la colcha adamascada.
No crucé palabra con nadie en el viaje de vuelta. Yacía desvencijado en el asiento trasero del coche, con mis fantasías aún latiéndome en el cuerpo y la mente. Mientras ellos, escupían con risotadas y palabras soeces, lo acaecido en la noche de la despedida vital. Yo, en silencio contaba los cuentos a mi mente, para que ni una sola de las palabras de Yahiza se escapara de mis recuerdos.
Al llegar a casa, Laura dormía en lado opuesto al mío. Síntoma claro de su enfado. Laura es así. Cuando algo la molesta o enfada, se encierra en un mutismo durante días, se la velan los ojos, incluso se la nubla el rostro, como si se encenizara. Al dormir se acurruca sobre sí misma en el lado opuesto al que yo duermo, envolviéndose en la sabana, desplegando un muro de tela entre los dos. Ella sabe, que eso es muy molesto para mí. Me cuesta conciliar el sueño si no tengo cerca la tibieza de su piel. Esta noche, Laura estaba enfadada por mi ausencia. Mañana teníamos que sonreír, pasar juntos el día, mostrar nuestra felicidad, en la boda de su hermana Elena. Elena, que se casaba con Latuaro, argentino, golfo y divertido a partes iguales.
La lengua crecía y crecía, dentro de mi boca. Subían llamaradas de un furioso ardor por mi garganta, que era abrasada sin piedad. Decidí que debía levantarme para beber toda el agua que cupiera en mi abrasado estomago. Intentar apaciguar a Laura, sería el paso siguiente, para luego adecentarnos para la boda.
La habitación daba vueltas, debido a que me levanté con impulso feroz, el rugido de sed era imparable. Mientras bebía agua amorrado al grifo, sentía conforme hidrataba mi cuerpo, que la memoria volvía a mi mente, rememorando los cuentos de Yahiza. De inmediato mi cuerpo, aletargado hasta entonces, reaccionó como un resorte. Todos los poros de la piel, los pelos de la nuca se fueron erizando al unísono, cuando una a una retornaba en el recuerdo, las palabras de la mujer.
En el baño, al mirarme al espejo, no era nada agradable la imagen que devolvía mi nublada presencia. Ojos hinchados, hundidos en un marasmo violáceo. Con todo, mi rostro no mostraba al espejo la imagen de la derrota, de otros días, al contrario. Llevaba tiempo notando que mis ojos carecían, de la chispa de luz que tuvieran en mi juventud. La luz del entusiasmo, que no sé en qué esquina de la vida lo perdí. Hoy, mirando ese rostro abotargado y somnoliento, pensando en Yahiza, encontré un leve atisbo de la luz perdida.
En la ceremonia no tuve descanso. Aplastado por un calor pegajoso, que hacía que la camisa se sintiera como una piel pegada a la mía; la corbata atenazada a mi cuello, formando un hilillo de agua en el contorno mismo de la piel. Hubo momentos que la frente se acharolaba de sudor. Sentía ganas de agarrar al cura por el gaznate y obligarle a terminar la ceremonia, que ya duraba más de lo previsto.
Al salir de la iglesia, nos dirigimos en grupos al restaurante donde celebrábamos el convite. Nada más llegar, decidí que el decoro debido a los novios ya estaba menguado por el calor de ese día. Pensé en soltar inmediatamente la soga que llamaba corbata, introducirla en un bolsillo, descamisarme, y buscar algo de beber, para refrescar un cuerpo recalentado y una mente dolorida.
Intenté soltar el nudo, nada más cruzar el umbral de la iglesia; al momento se me clavó en la cara, la mirada lacerante de Laura, con los ojos me decía, sin palabras, pero con un silencio elocuente: “ni se te ocurra quitarte la corbata, estamos de boda, aguanta como un valiente….no tendrías tanto calor si no tuvieras esa resaca”. Decidí esperar un poco, no podía combatir eso ojos punzantes. En el trayecto hasta el restaurante, un silencio denso, se adueñó del vehículo en el que viajábamos. Laura y yo compartíamos coche con unos primos lejanos, que veíamos de boda en boda. Poco o nada en común teníamos con ellos, solamente un parentesco y una edad similar.
Mientras el coche avanzaba y los otros habitantes del vehículo hablaban de las banalidades conocidas, en mi cabeza se rememoraban los cuentos no olvidados, de la noche anterior. Las hadas se convertían en seres maléficos, los brujos en Luis Peña, la damisela era una Yahiza bella, troceada en mil triángulos espejados. Un personaje nuevo llegaba a las historias, una bruja mala, sedienta de sangre y cruel. Tenía el rostro de Laura y unos ojos punzantes que coartaban.
Con el sol dándome en el cogote llegué adormilado, al restaurante donde se preparaba el ágape. Miré a Laura, con ojos de tierno infante, necesitaba congraciarme con ella, no habíamos cruzado apenas palabras desde el día anterior. Ella había mantenido, durante el arreglo para la boda, la distancia, soltando suspiros conmiserativos cada cierto tiempo, que en el lenguaje no verbal de Laura, querían decir: “me haces sufrir. Tus juergas me duelen, pero aun así te quiero. Es más importante el sentimiento de pareja, que el dolor que me causas. El tamaño de mi bondad es inversamente proporcional a tu responsabilidad…cariño”. Todo eso y más querían decir esos suspiros de Laura aderezados con miradas cruentas. Yo hubiera preferido gritos, o lloros, pero ella no era de esas mujeres que pierden los nervios. Laura era perfecta. Atildada, tan resumida, de una belleza que no se recuerda una vez que pasa. Y no contaba cuentos, me dije, en el sopor que me producía el viaje en el coche.
Al llegar, no pude más y en una zona del pasillo, justo antes de entrar en la sala principal, donde ya estaban preparados los camareros con los cocteles, arranqué la corbata, con toda la saña de la que era capaz. No me importaba nada lo que pensara Laura, ni resultar inapropiado en la mesa presidencial de los Zabala, solo deseaba desasirme ese nudo que atenazaba el cuello dejándome casi sin respiración. Bueno, deseaba quitarme la corbata, deseaba dormir, pero sobre todo, volver a oír la voz cadenciosa de Yahiza contándome sus cuentos. En esas estaba cuando en un recodo del pasillo mis ojos se toparon con los verdes cristales de gata que tenía clavados en la mente. A partir de ahí, el mundo se dio la vuelta, para no volver a ser lo que era.
Tendió su mano, que fue asida por la mía sin remedio. Susurró bajito, a mi oído: “Vente mi amor, que tengo que contarte historias”. De inmediato sentí, que la vida no tendría sentido sin esa voz, sin que esos ojos alunados y vidriosos se posaran como mariposas en los míos. Desde entonces estoy aquí, duermo de día, acolchado en el cuerpo de Yahíza. De noche me desintegro mientras ella cuenta sus cuentos a otros. Pero sé que las mejores historias las guarda para mí. Cuando de madrugada entramos en la habitación, mechada de mil aromas que han dejado otros cuerpos, toma mi mano, desnuda su piel, se tiende a mi lado y comienza a contar, la vida se hace difusa para mí. No conozco otra forma mejor de pasar el tiempo. Anudado al hechizo de su voz, sintiendo el suave aroma anisado de su cuerpo, y el calor que desprende su piel mientras la escucho.