Isabela©
Se miró en el espejo punteado de oxido, comido por los años. La luz mortecina del techo, amarilleaba todo el habitáculo. En un tiempo pasado, los azulejos serían, posiblemente, blancos, ahora la pátina de los años, los había teñido de un color amarillento opaco, que no se sabía bien, si era efecto del deterioro producido por el tiempo o simplemente suciedad. El espejo era pequeño, tanto que apenas mostraba su cara, devolviendo un reflejo, moteado por las picadas del óxido. Como fondo, se veía una vieja cortina de baño, verdosa, con flores amarillas desdibujadas. Más abajo, los ojos toparon con la escobilla, que se hallaba, detrás del retrete, torcida y sucia.
Observaba todo, como si fuera la primera vez que viera ese viejo paisaje conocido del baño de su estudio. Casi no reconoció la cara que le mostraba el espejo, sin embargo era la suya. Tenía sus ojos, sus facciones, aunque desdibujadas, con una especie de horror que asomaba a los ojos. La piel se le había aclarado, desde que la vio por la mañana, afeitándose. Los ojos asustados, se veían inmersos en un lago violáceo, oscuro, profundo. Las mejillas, se le habían hundido. La boca afilada y entreabierta, mostraba los dientes, que sobresalían por los labios finos, como si de una alimaña se trataran. El pelo desordenado, enmarañado más bien, caía por su frente, formando una madeja de aspecto lanoso, sobre los ojos. En lo alto de la cabeza, como una corona; lucía una crencha, encrespada, que las manos de ella habían asido hacía un rato. Aún le dolían las sienes del tirón que sus manos, a punto de caer le propiciaron. Mientras, le miraba con la incomprensión y la sorpresa, dibujada en el rostro.
Frotaba y frotaba sus manos, bajo el agua fría, que derramaba el grifo de bronce, con la pequeña incrustación de porcelana, que durante un tiempo, mostraba una flores, y ahora era solo una especie de dibujo indefinido , una mancha amarronada. Nunca pensó que la sangre tardara tanto en irse. Corría hacia el desagüe, al principio muy roja ; tornándose rosada, pero si cambiaba de postura las manos, aún volvía a enrojecer, el líquido que caía por ellas.
Tenía que pensar. Tenía que pensar en una salida para todo aquello. Encontrar la forma de explicar a los demás y a sí mismo lo que había pasado, no hacía más de diez minutos. Aunque para él había trascurrido un mundo, una vida.
Se fue desperezando esa mañana, como tantas. Tarde, miró el reloj de la mesita de noche, por verificar la hora, aunque ya la intuía. Se había despertado hacía un buen rato, pero le gustaba vaguear dentro de las sábanas, dejarse mecer por los rayos de sol, que entraban por la entreabierta ventana del jardín, mientras su cuerpo se regodeaba bajo la ropa de la cama. Sin prisa, como a él le gustaban las cosas. Sin las premuras que a veces le imponía su hermana, Sonia. Ella, siempre iba rauda a todos los lados, e imponía su ritmo a todo el mundo.
El odiaba la prisa. En realidad la inactividad era su mejor acción. El “ dolce far niente”, era su máxima de vida. Tan mal visto, en este tiempo de estrés y de personas ocupadas, que siempre tienen un sitio a donde ir. La prisa, era premiada con el respeto ajeno, y la razón. Le sublevaba la sola idea de hacer cosas rápidamente; en realidad le molestaba tener que hacer cosas. Y eso, Sonia, no lo entendía. Siempre le estaba abroncando, dándole lecciones que ni pedía ni necesitaba. Urgiéndole a vivir, a trabajar, a pensar, a comer, a hablar. Cuando a él, lo que verdaderamente le apetecía, era no hacer nada. Aunque, sí, que hacía: algo tremendamente importante. El pensaba. Como ahora, bajo las mantas, en la soleada mañana de un mes de Abril, donde el calor no había llegado aún; la helada de la mañana apenas se disipaba, y los rayos de sol tamizados por el cristal de la ventana cubrían la cama de un manto protector que invitaba a no irse, a arroparse como en un nido.
Pensaba, en escribir. Pensaba en mil y un ideas que cada mañana, cada tarde, cada noche fluían en su mente, con una cadencia sencilla y lúcida. Se traía el viejo cuaderno, plagado de notas, para tenerlo cerca y apuntar cada cosa brillante que se le ocurriera, en esos momentos. A veces la pereza de sacar la mano para coger el bolígrafo y apuntar, era tanta que dejaba, para después, la idea. Que como un pez se le escurría de la mente. Otras veces, como ahora, sí que sacaba su mano, con esfuerzo. La temperatura de la habitación no era la del lecho, calcinado su cuerpo en su propio calor. Escribía raudo, la idea surgida, incluso hacía una especie de croquis de la trama del relato. Lo dejaba, volvía
a mecerse en la tibieza del lecho, desarrollando la idea primaria, mientras se deleitaba entre las sabanas.
Allí, en su cabeza, estaba toda la trama, tan brillante, clara, diáfana. Surgía de su mente como un rio, la historia pergeñada. Atrapaba la idea, ahora sería suya, podría plasmarla con detalle.
Ese día su mente había estado perfecta. Como un cincel fue dando forma a la trama novelesca que se le resistía día tras día: Un hombre viejo, decrepito, enamorado de una mujer joven, en la que la lozanía rebosaba montaraz. El viejo, a distancia intentaba seducirla, con cartas de amor desesperado y poético, cual Cyrano, entrado en años. Espiaba a la mujer. Contaba todos sus movimientos. La seguía, intuía su persona , en cada paso. Había conseguido saber hasta la última de sus costumbres y hábitos, incluso se adelantaba a ellos. Hasta que se manifestó, ante la insistencia de ella en conocerlo, seducida por los escritos y regalos costosos, que le hacía llegar. Se citan en un viejo café, de la antigua ciudad amurallada. Al llegar y verle, ella rompe a reír sin piedad, sin freno, con una risa cantarina y fresca que a la vez que humilla al viejo, le hace sentirse más y más atraído por la joven mujer, su desapego lo excita, lo anima en ese amor ultrajado y ciego.
Desde su cama, el autor, imagina a la mujer de belleza salvaje. Joven, robusta, con su pelo ensortijado y negro que aureolaba su cabeza erguida. Los ojos, enmarcados en una nube de pestañas rizadas, tenían el color de un verde intenso, casi esmeralda. El escote descarado, enseñaba el sutil camino de los senos. Vestida con una tenue camisa, de seda blanca, y un jeans ceñido y obsceno. Frente a él, se ríe, sin parar. Con sonido de hiena, repica en sus oídos la risa, a la vez, que lo señala con el dedo en una mueca de ironía que agranda una boca golosa. Entre sus risas dice: “tú… tú, ni en mil años. Eres viejo, tío”.
El hombre se va, camina mascando la humillación, el rencor, casi el odio que anida en su pecho, como un aire invasivo y absorbente, mientras el deseo se une al rencor y lo aviva. En su casa, sigue oyendo cada momento esa risa. Viendo los rizos agitados por los movimientos convulsos de la cabeza amada. A la vez, que los ojos esmeraldas se achinaban, por efecto del encogimiento que producían las carcajadas. El pecho saltando bajo la camisa, se adivinaba terso, duro, mientras que, dos botones en medio de él, se abultan, proyectando su goloso desmán, fuera del cuerpo. El viejo, la oye y la ve, día y noche. En sus sueños, en su vigilia, en todo momento. Con cada acción de su vida se renueva la visión y el sonido de la risa. Deja de comer, de dormir. De pronto la idea se apodera de él, como un dardo punzante, entra en la cabeza. Debe eliminar a esa joven. Hasta que muera, no podrá él, recuperar la paz perdida. Va desgranando, con minucioso detalle, el momento del crimen. Conociendo, como conoce, hasta el último rincón de la vida de la mujer, no le es difícil hacer un plan perfecto para el asesinato.
El autor tiene el argumento claro. Dentro de su mente, está todo el relato trazado. En la cómoda placidez de su cama, está diáfano. Punto por punto, incluso los adjetivos, el entramado, la voz, el ambiente donde desarrollar la trama, está perfectamente delimitado, organizado al detalle.
Entonces no entiende porque cuando se pone a escribir, se queda perplejo ante la pantalla, del viejo ordenador. Vacío, yermo, sin nada. Las ideas vagan por su mente en un baile siniestro y sin orden. No puede plasmarlas. No puede expresar en palabras escritas, lo que su mente ve, con la diafanidad de un libro escrito ya.
Y ahí es donde llega la desesperación, que asola sin descanso al profesor. Sus páginas son un erial desértico y sombrío donde nada crece. Todo se vuelve gris, opaco, evanescente, en cuanto programa plasmar sus ideas, en cuanto decide sacarlas de la mente.
Es hora de levantarse. Su hermana ha llamado varias veces, para preguntar a Lola si ya lo ha hecho. Desde la lejanía de su sueño, ha sentido el teléfono, y como la vieja criada hablaba muy quedo, para que él no oyese. Le indicaba a Sonia, “que no, que el señorito estaba aún acostado. Le había llamado. Y el señorito, le dijo, que había trabajado hasta tarde, que había escrito mucho”. La buena de Lola, había repetido una a una todas las viejas mentiras, tan manidas, tan gastadas, a la hermana fiscalizadora y justiciera.
Pone los pies en el suelo. Alcanza las zapatillas inmediatamente, no soporta el contacto con la frialdad de la madera. Se encoje de hombros, se palmea los brazos para producirse calor. La dureza del contraste es cruel. Su tibia cama queda desecha detrás de él. Le espera el mundo. Le espera el folio.
Abrigado, con jerséis dobles. El pelo enmarañado, sin pasar el peine ni el agua. Se sienta ante la mesa, repleta de papeles, con el fondo tapizado de libros; viejos compañeros fieles de sus horas vacías. No deja que Lola entre en la habitación, más que cuando la porquería, el polvo, los desechos, que va almacenando, día tras día, le sobrecogen. Mientras tanto, prefiere la soledad de su guarida, sin nadie. Encerrado en su mundo, con las paredes abigarradas por los viejos compañeros, los libros. La papelera llena de papeles, la mesa desordenada, con migas, con tazas de antiguos cafés. El sofá, desgastado, en tiempos, ocre y oro, y ahora de un sucio amarillento.
Toma el café, recién hecho por Lola. Unas galletas, que le saben a rancio, y como todos los días, como todos los años, como toda su vida, realiza los mismos movimientos. Estira sus manos, coloca sus gafas, despliega el ordenador, mientras comienza a rebuscar en su mente, las ideas que un momento antes estaban en perfecto orden. No es que se hayan ido. Se han desordenado, como si en la vieja mesa de su despacho, hubiera soplado un viento fuerte, desbaratando los papeles. Su cabeza, antes tan lucida, aparece ahora, como una maraña de ideas confusas y apretadas que no pueden salir. Toma notas, consulta los apuntes de su cuaderno, vuelve a tomar notas. Se levanta, prepara otro café, fuma un cigarro. Vuelve a la pantalla. Toma la vieja pluma de su padre y decide que a mano, como siempre se ha hecho, volverá el orden a su cabeza. Comienza a garabatear las frases. Parece que va mejor. Sigue durante unos minutos, con fluida cadencia escribiendo, enhebrando una tras otra todas las frases que salen, de su mente a su pluma.
Poco a poco se va confiando. Mientras escribe piensa en que hoy sí. Hoy, su mente está lúcida y conseguirá lo que durante meses se le ha escapado de las manos. Comenzará la novela que tanto ha postergado. Los viejos amigos literatos, que ya han publicado varias, esperan con ansiedad.
Él, era el más brillante del grupo, el único que no ha publicado más que prólogos, algún artículo en revistillas literarias sin ninguna resonancia y poco más. Hoy le parece distinto. El tomar la vieja pluma, le ha motivado lo suficiente para llenar varias cuartillas. Poco tiempo después, da un trago al café, que reposando sobre la mesa, se quedó frío. Le destempla el cuerpo. Como si se fuera, un cabo de vela terminándose, en su molondra, se van agotando las ideas que brotaron en un principio, como torrente. Se para a repasar lo escrito, corregir a la vez que releyendo piensa, se le impulsarán nuevas ideas.
Desde el primer momento que comienza a repasar el texto escrito, se da cuenta, que es como todos los anteriores. Enmarañadas ideas, que pretenden ser preciosistas y se quedan en una pretenciosa sucesión de frases que no contienen ni emoción, ni estructura. Nada, palabras huecas y vánales, que no dicen nada. Si algo es él, es buen lector, eso no se lo discute nadie, y como lector sabe, que ha escrito una mierda.
Sentado en el estudio, ve caminar lo que queda de la mañana primaveral y fría. Allí, al menos, se siente seguro . Poco a poco, mete su cabeza entre las manos, mesando su cabello mal peinado, mientras una vieja zozobra conocida, va invadiéndolo lentamente. La infecundidad de su mente lo va ahogando. Repican en su recuerdo una y mil veces las palabras de su hermana Sonia.
-Estoy cansada Pelayo, de mantenerte. De mantener este caserón. Yo viviría muy bien en el apartamento de la playa. No necesito este mamotreto de casa. Lola está vieja, para limpiar todo. Tengo que ayudarla yo, los fines de semana. Y no es justo. Trabajo todo el día. Tú no haces nada, y no puedes limpiar ni siquiera lo que manchas- con voz cansina día tras día le repite las mismas palabras.
Él, hace como que no oye. Desentiende los oídos de las palabras escuchadas mil veces, no por ello menos ofensivas ni humillantes. No contesta nunca, nada, con palabras. Otra cosa son, los pensamientos. Pensaba a gritos casi. Él, es hombre de ideas, hombre de inteligencia. No puede ponerse a limpiar los cristales con la vieja Lola. Un hombre de pensamiento no limpia cristales, ni platos. ¿Cómo era capaz Sonia de pretender eso de él? Sus manos, están hechas para empuñar la pluma o el teclado, nunca el mocho o el paño de cocina.
Sonia y él se llevaban muy poco. Lo justo, para no ser gemelos. Nacieron con once meses de diferencia. Ella era la mayor. En la infancia estuvieron unidos. No concebían el mundo uno sin el otro. Juntos estudiaron, ella derecho, él historia del arte y periodismo. Sonia fue siempre la responsable, que tomó la iniciativa de pensar, cuidar y proteger al hermano. A Pelayo la vida se le mostró en su mejor cara mientras duraron los estudios. Años y años yendo de una Facultad a otra, dedicándose de lleno a cultivar la mente, el estudio. Entre medias la lucha. No había asamblea que se preciase que no contara con su presencia. Ni huelga, ni manifiesto. Los más extremistas, los más furibundos, contaban con su firma. Incluso, redactaba los textos más incendiarios para las proclamas que luego serían coreados por el grueso de sus compañeros.
Años gloriosos, donde era respetado, admirado, como el más brillante, el más valiente luchador por la libertad, por la justicia y contra la opresión. En las arengas brillaba, como una luz prominente. Sus argumentaciones, eran indiscutibles. El marxismo leninismo no tenía secretos para él. La virtud de la semántica tampoco. Se formaban corros admirativos cada vez que él tomaba la palabra. Sonia secundaba sus proezas desde atrás. No participaba del jolgorio de la lucha pero apoyaba cualquier causa que Pelayo patrocinara. Además de las suyas, el feminismo entró en su mente como una tea incendiada, iluminando y consumiendo su energía. Despedazaba sus ojos estudiando derecho, con la meta de tener un bufete donde las mujeres encontraran justicia y la mano de la ley, las protegiera como nunca antes. Soñaba con ser un adalid de la lucha feminista moderna.
Pasó, inexorable, el tiempo, y con él, el pelo de Pelayo comenzó a blanquear. Se formaron arrugas alrededor de los ojos. Debajo de su nariz, salieron sendos caminos hacia la boca, que agriaron su gesto, antes alegre, con la sonrisa presta, de un infante. Seguía estudiando cuando murió la madre. La dulce madre, que adoraba todo de él. Sonia lo tomó a su cargo, a la vez que abría su primer bufete, con dos socias, en un piso pequeño heredado de los padres. Al principio la carga no pesaba. Conforme pasaba el tiempo, las hebras blancas vetearon su cabello también, y los gastos de la vieja casa se hacían más acuciantes. Se vio obligada a tomar casos que no la gustaban y se apartaban de la ruta trazada durante los estudios, pero incrementaban las cuentas, de la misma forma que la vida que llevaba, la vaciaban. Sonia se cargó de unas razones agrias que le dejaron desamparado y solo.
Desde hacía un tiempo a esta parte, la exigencia era incesante. Tenía que trabajar. Debía afrontar su vida con independencia. Había pasado largo de los cincuenta y debía pensar en ser independiente y no prescindir de ella. Como trallazos, oía Pelayo esas palabras. Nunca pensó que tendría que vivir de su trabajo, ni tomar las riendas de su vida. Él, había nacido para otros menesteres menos comunes, menos materiales. Había nacido para pensar, para escribir, para hacer teatro, para redactar magnificas novelas que guardaba en su cabeza punto por punto. No para algo tan prosaico como ganarse la vida.
Para acallar el rumor de las palabras insistentes de Sonia, creo en el bajo del viejo caserón familiar, una escuela taller de literatura. Convocó amigos, colegas. Insistió en librerías, bibliotecas. Pronto consiguió un pequeño grupo de elegidos alumnos que gozarían del privilegio de sus enseñanzas.
En un primer momento la satisfacción y el entusiasmo le invadieron. Desgranaba su elocuencia ante los asistentes, como antes lo hiciera ante los compañeros de Universidad. Ellos plegados, con respeto, callaban, escuchaban atónitos sus enseñanzas y sus erudiciones. Fue feliz una temporada; ahora ante ese espejo se le antojó breve.
Isabela Martín Durán, vino tarde a sus clases. Había comenzado el tercer curso, desde que nació la idea. Las clases empezaron en Octubre, ella se integró después de Navidad, la trajo un amigo mutuo, recomendada. Una vez comenzada la clase, tronó el timbre. Él, se levantó a abrir, entrando como un torbellino una mujer que tintineaba sonrisas, trasladando el aire frío de la calle a la calidez del caserón y de los alumnos soñolientos que tenía subyugados por su voz.
Los ojos era la parte de la cara que más sobresalía en Isabela, de un verde aguamarina. Cuando les daba el sol parecían cristales de botella. Los enmarcaban unas tupidas pestañas negras que daban realce a la mirada vidriosa. La piel blanca, la boca pequeña, siempre con un rictus de media sonrisa,dibujado en ella. La nariz larga, prominente, ponía una pequeña discordancia en ese rostro, que si no fuera por ello sería de una perfección rayana en lo irreal. El pelo negro, enmarañado de rizos salvajes, que campaban como cascabeles sobre la frente. Pequeña, de cuerpo rotundo, anchas caderas, piernas firmes, mostraban su musculatura por debajo de los jeans. El pecho , enhiesto. Mostró al quitarse el abrigo con descaro, la protuberancia de unos pezones, estimulados por el frío de la calle. Recordaba perfectamente su pensamiento la primera vez, que con paso ágil y desenvuelto, cruzó la amplia sala del estudio. “Una sabioncilla guapa que pretendía a la vez ser una erudita.¿ Dónde se había visto?. Guapa era, hasta iluminar los rincones más oscuros del estudio y de su vida. Pero pretendía escribir o al menos eso le había dicho su amigo. Que tenía un talento especial para contar historias, eso le pareció demasiado, al profesor.
Isabela, pretendía contar historias, y lo lograba. Recordaba perfectamente, el primer día, cuando preguntó al azar a los demás. Su respuesta rápida, casi sin pensar, mientras el resto de los alumnos que llevaban meses, se quedaban quietos, inmersos en la duda. Isabela Durán dio la respuesta perfecta, la esperada por él, o quizá no, le sorprendió el torrente de ideas, la curiosa forma de desatar el nudo de la historia propuesta.
Cada día, pensaba ejercicios más enrevesados, intentando dejar a la mujer, sin armas. Al contrario, ella resolvía todo en pocos minutos, mientras los demás llegaban a clase sin hacerlos. Bien por la dificultad, bien por la desidia que produce todo lo que no es una pasión. Ella, al contrario, seguía con el mismo entusiasmo y alegría que al principio.
A medida que avanzaba el curso, comenzaron a realizar relatos. Ahí , Isabela, fue como un alud que se derramaba en cada uno de ellos. Traía dos o tres, indefectiblemente. Cada uno de ellos, mejor que el anterior. Al principio pudo rebatirlos, criticarlos sin piedad, más tarde fue imposible. Sus compañeros, asistían fascinados a la lectura de sus escritos. Se formaba, un silencio expectante , cada vez que ella leía con vocecita suave sus historias, amalgamando gestos, coreografiando la trama con sus ojos, con sus manos, haciéndolos vivirla, fascinando. Algunas veces, los demás, no aguantaba, la aplaudían, con entusiasmo cierto.
Pelayo se sobrecogía ante el talento innato de la mujer. Apenas tenía estudios, incluso a veces cometía faltas de ortografía o de sintaxis. Daba lo mismo, sus escritos mostraban el talento innegable que él, como erudito y gran lector, tenía que admitir.
Comenzó una etapa torturada de días obsesivos, intentando encontrar la fórmula de conseguir el genio. De epatar a Isabela, con críticas. Analizaba hasta la extenuación todos y cada uno de sus escritos, para encontrar entre la maraña de fantasía desplegada por las palabras de la mujer, algún fallo liviano. Y lo encontraba, claro. Muchos, en la sintaxis, en la burda ortografía, en la construcción de las frases. Pero, el despliegue de genio en las tramas. La confitura de personajes variopintos e imaginativos hasta límites insólitos, le fascinaba, cada día más. Cada lectura, Pelayo se estremecía de emoción. Nunca se había encontrado con el genio en estado puro, como entonces, y como un iniciado se postraba mentalmente ante esa pequeño y privilegiado ser. Era muy difícil el genio innato en novela, se lo decía a si mismo cada día, que tras el frustrante intento de escribir, se levantaba derrotado. La novela era cuestión de tiempo, de trabajo, de inspiración trabajada. Pero esa mujer de risa larga y cantarina, estaba derrotando sus antiguos convencimientos. Temía y a la vez deseaba, el momento de que leyera sus escritos. Incluso soñaba con arrebatarla el genio creador que anidaba bajo los rizos salvajes.
Esa mañana, delante de su ordenador, después de creer que por fin el genio le había invadido. Plasmando con su pluma más querida las frases en el papel, descubrió la vaguedad de su mente. La voz de Lola, le interrumpió de sus ensoñaciones. Con crispación levantó la cabeza de entre las manos. Lola, sabía que no podía molestarle mientras creaba. ¿Qué habría pasado si tuviera en ese momento las musas de mano?, esa burda mujer interrumpiría su genio creador. ¡Imperdonable!.
-Señorito, que hay una muchacha que quiere verle-
-Lola, he dicho mil veces, que no me interrumpas- las palabras corroboraban la rabia que destilaban sus ojos.
-Lo sé, señorito. Le he dicho, a la señorita que usted no sale nunca cuando escribe, pero como ya son las tres, hora de comer, he pensado que no le interrumpía- contestó conciliando la buena mujer.
-Lola, tú no pienses, solo haz lo que te manden, mujer. ¿Quién ha venido y que quiere?-
De pronto un torbellino de rizos, con olor a lavanda y limón entró en el estudio, llenando hasta el último rincón con su presencia.
-¡Hola Pelayo, no te enfades, hombre!, que ha sido mi culpa. Yo he insistido. Es que quiero darte una noticia- los ojos chispeaban motitas doradas dentro del mar de verdor.
-¿Qué noticia tienes que darme tan importante para interrumpir el trabajo?- Se había levantado impulsado por la energía que desprendía Isabela.
-¿Te acuerdas de aquel relato que tanto machacamos en clase? El del ahogado-
-¿Del ahogado?- Isabela, hacía cada día dos o tres relatos, ¿cómo podía acordarse de uno concreto?, pensó Pelayo.
-Sí, hombre. El ahogado, que se tira al mar acompañado de su mujer, nada sin descanso durante un tiempo hasta que se percata de lo lejos que está la costa. Cuando quiere volver sus fuerzas le fallan. En ese lapso, rememora su vida ante la presencia de la muerte-
Una vaga luz se abría paso en la mente de Pelayo.
-Sí creo que lo recuerdo- matizó, más por darla la razón, que acabara y se fuera que por recordarlo de verdad.
-Pues a pesar de lo que me machacaste con él. Dijiste que no valía mucho. Lo mandé al premio de relato breve Manuel Llano, ¡sin esperanzas! , claro está. Pero me dije: que puedo perder. Lo mandé, Pelayo ¿y a qué no sabes que ha pasado?-los ojos de la muchacha chispeaban, hasta hacerlo guiñar los suyos.
El silencio y la incredulidad se adueñaron del hombre. En sus ojos no había desprecio aunque lo pareciera. Isabela, no sentía los cuchillos, que en forma de mirada, desprendía el hombre. El “Manuel Llano”, posiblemente fuera el premio más prestigioso de la región, en relato breve. Solo escritores consagrados y de calidad podían aspirar a él. Pelayo pensó que, si había conseguido un accésit era mucho.
-Sí, Pelayito. ¡Sí!, mi cuento ,ese, que era una mierda…¡He ganado! Me han dado el primer premio- la risa inundó su cara de luz-¿Cómo se te queda el cuerpo Pelayito?- estaba a su lado, casi abrazándole- Y todo gracias a ti, ¡hombre! Me críticas tanto, me machacas tanto, que me cabreo y me sale mejor.
Entonces Pelayo, la vio cerca de su mano. Volvió la cabeza y la vio. La pluma, con la que había escrito falsas palabras, estaba ahí, quieta, entre los papeles, en la mesa, donde poco antes él intentaba amansar unas ideas para plasmarlas. La tomó rápido. La clavó en el enhiesto pecho de Isabela, a la vez que con la otra mano, ahogaba el grito que salía de la garganta sorprendida de la chica.
Pelayo la tomó en sus brazos, hurgando hacia dentro. Notando como la punta de la pluma rompía el tejido, rompía la vida de la mujer de los rizos. Los ojos que por momentos se ennegrecían, se le habían clavado en la cara con sorpresa más que con dolor o miedo. Ella alzó los brazos, atrapó el pelo del profesor, en vano intento de parar el golpe. El dolor, la rabia, le hizo clavar con más fuerza la pluma.
Siguió hurgando en el cuerpo de Isabela, mientras tapaba su boca, ahogaba sus gritos la impedía tomar aire. Pensó que solo con la pluma no conseguiría eliminar a esa mujer, que llevaba demasiada vida con ella. Cerró las manos, sobre su cuello para asfixiar, la poca vida que quedaba en ella.
Ahora él estaba lavándose las manos, intentando sacar de su piel la sangre de Isabela, que yacía como una muñeca desvencijada en el suelo del estudio, rodeada de papeles, algún libro. En la desaforada lucha que precedió a su muerte, también cayeron los bolígrafos de la vieja mesa donde Pelayo construía sus sueños.
Lo que no podía conseguir Pelayo, era desprenderse del olor a lavanda y a limón, así como del brillo verdoso de sus ojos, cuando la vida se salió por ellos.
Me gusta como escribes,el relato me ha gustado mucho
valga la redundancia
gracias Begoña, es maravilloso escribir y que alguien lea y conecte con lo escrito. Un abrazo