Apagó la luz, aunque las cortinas estaba bien cerradas, temió que había pasado demasiado tiempo desde el crepúsculo, alguien podría haberse fijado. No podía arriesgarse más, en los últimos tiempos las cosas estaban feas. Feas de verdad. Había notado la falta de tres compañeras sombras, en las incursiones en el parque. Como las anteriores, dejaban de venir hasta que la inercia o el miedo hacía que olvidaran sus nombres. Por eso apagó. En el silencio oscuro de la noche, aguzó la vista. Ya la tenía más que acostumbrada, podía rasgar el folio con el bolígrafo a ciegas y con pocos errores. Al corregir, al día siguiente, encontraba líneas que se solapaban unas a otras, palabras montadas, a fuerza de analizar la frase desmenuzaba el sentido de la palabra oculta. O se las inventaba. Esa solución la gustaba menos, porque el hilo se coge como a un gato por el rabo, si le sueltas ya no vuelve. Así eran las ideas. Así eran las palabras recibidas en el furor del momento, al perderse se iban para jamás volver. Luego el texto era otro, no el mismo, no el genuino, el primariamente concebido. Por eso aguzó los ojos, ajustando el cristalino a la espesura que cubría noche.
Habiendo luna, era diferente. Aunque también estaba penado abrir las ventanas en los días de luna, se fijaban menos. Ella se arriesgaba. Abría el contrapaño del ventanal, tapaba el hueco con las cortinas y dejaba que el plateado de la luz lunar bañara el cuarto. Entonces podía escribir toda la noche, si quería. Hasta que el amanecer apagaba el milagro de la luz crepuscular y se iba, agotada, a la cama. Duraba poco el sueño. A las ocho sonaban las sirenas; con sus aullidos había que salir a escape del lecho. Esos días, vagaba por la cadena de montaje como un fantasma en busca de un recodo donde apoyarse un poco y dar una cabezada. En esas jornadas sabía quién era de los suyos, tan solo viendo las ojeras, la mirada espesa que contempla el mundo de forma alucernada. En esos días en que caminaban macilentos y abocinados de sueño, se identificaban bien, los creadores de palabras.
Eran unos cuantos, apenas una minoría, quizá tan solo un uno o un dos por ciento de la población, pero ya eran bastantes. Ella notaba que crecían de día en día. Esperanzada y un poco asustada porque los nuevos, ajenos al peligro que suponía retar a la autoridad, se confiaban en exceso. En vano, los veteranos lo contemplaban con mirada censora. Nada decían porque ni se hablaban ni se miraban, pero en sus ojos se les aposentaba el miedo a una redada masiva, donde cayeran todos, los nuevos y los veteranos.
En el parque apenas se veían, eran unas sombras dibujadas en contra del espejo que delimitaba la zona. Se rozaban las siluetas recortadas entre la vegetación. Pasaban los papeles con prisa, apenas miraban, no querían reconocerse, no querían saber nada los unos de los otros, tan solo entregarse los escritos, para que la fantasía de unos compensara la de otros. Y así hasta disolverse como espuma en un vaso. Silueteando, casi reptando por el parque, dejando fuera del camino los pasos que se perdían entre las sombras de unos árboles que simulaban fauces muy grandes, capaces de devorarlos a todos.
Era su esperanza y su escape. Por eso las noches de luna eran importantes. Las otras no tanto, con el esfuerzo de ver donde no hay luz, una se agotaba y al día siguiente había que rendir. El Medidor de Rendimiento Personal, el MERPER, acechaba en las esquinas de la factoría, como ave carroñera dispuesto a medir lo producido, a enfrentarlo a lo esperado, a lo programado. Si no coincidían con la precisión de un reloj suizo, las consecuencias eran inevitables. Inevitables y desconocidas, lo que las hacía más temidas. Tan solo se desaparecía. Como con las hojas escritas. Te llevaban a algún lugar inhóspito de donde jamás nadie ha vuelto. Te engullían hasta borrar el recuerdo. Y eso aterrorizaba más que saber.
Hace un tiempo casi la cogen a ella. No podía recordar sin contener el aliento, como si al respirar despertara a los Controladores de Moral, que yacían adormilados en los puntos muertos de las calles, de los parques, de las factorías, que apenas notaban un desfalco, despertaban con la rabia contenida en sus cuencas vacías de vida, que no miraban pero que veían. Cuando se llevaron a tres de los suyos, casi le toca a ella, pero supo esquivar el aro embravecido que blanden los Controladores. Lanzan un flamígero fusil que rodea con una luz en forma redondeada a los cuerpos de los descalabrados, haciéndolos llegar al furgón sin apenas aspavientos, sin fuerza, como si los imantara.
Esquivó el rayo, cuando casi tropieza con el abrigo que llevaba ese día. Si hubiera sido verano, y vistiera ropa más ligera, hoy no podría recordar. O sí, porque no se sabía a donde los llevaban ni lo que hacían con ellos.
Pocas veces, los suyos comentaban al respecto. Guardaban las palabras para los escritos, para contar historias, parcelar la realidad, conformarla a gusto de cada uno y luego trasmitirlo. Así había sido hasta entonces, y así debían seguir, porque si perdían las palabras, apenas les quedaba nada de humano. Y ella, aunque fuera lo último que hiciera, deseaba seguir siendo humana.
Por ese motivo se cuidaba. Apagaba la luz y continuaba escribiendo bajo la penumbra de una escasa luna en cuarto creciente. Escribía y escribía sin pausa, contando mil historias que podrían servir a los demás. Mañana en el parque de los espejos, ellos la esperaban, con la vista baja, solapados entre la vegetación con las mismas hojas en blanco que las suyas. Hacía mucho tiempo que ya no había tinta y los bolígrafos se cargaban de aire.
#MariaToca
Fin