Historia escondida©
Un recuerdo a todos los que vivieron encerrados en el Hospital de la Cruz. Liencres. Cuando la peste era la tisis y el tiempo era de plomo.
El rumor como de hojas escondidas, llega siempre a esta hora de la tarde, cuando el paisaje calla, y se calma hasta el aire. Parece que hubieran lavado esos montes, que casi puedo tocar con mis manos. Los verdes estallones de la montaña y del campo cercano se contrastan con el cielo emplomado, moteado de nubes, siempre; hasta cuando brilla el sol más fuerte. Es el momento que los pájaros aletean con furia, oteando el final del día. Las horas del crepúsculo, se acercan sin prisa, acechando la luna por detrás de los montes, apagándose un día más, como otro, en un paralelismo abrumador.
Son horas de calma, de mesura, en este discurrir de días y de meses, que gotean iguales, unos a otros, entre las rejas y los pabellones. Desde la ventana, veo el cuadro, no por ser menos bello, me atenaza y me afrenta. A veces, cierro los ojos y me escapo, envuelta en la bruma de una nube que vaga, por el cielo. ¡Me escapo!, o me cuelgo de las alas del vencejo, y me salgo. Me escurro, por los barrotes que me cruzan la luz, que recibo a raudales, en esta habitación, que es mi cárcel, mi refugio, mi casa. ¡Me escapo! levito, por encima de los campos. Dibujo con mi cuerpo unas alas inmensas, que me hacen volar por las alturas. Me llevan en pos de los rugidos que enlentecen mi calma. Allá, por las cumbres, que hoy se ven nevadas, mezclándose, con el verde de los prados, dando las pinceladas de memoria, a una vida tan vaga, como es mi memoria. De cuando estaba libre, de cuando podía volar y caminaba.
Los días se suceden iguales, en esta cárcel, que atenaza mi alma. Por la mañana, mi primer despertar llega con el lento canto de los carros, que se acercan con el chocolate, desvaído y espeso. El desayuno diario, que es como un engrudo, que nos pega a una existencia rutinaria, endulzada por la suave caricia de la monotonía. Lo tomo. Me lavo, me adecento y me espero, a que llegue el mediodía con el lento suspiro de unos platos, que no pruebo, que apenas veo, por su triste apariencia, y devuelvo tal como llegaron, impolutos. La tarde es momento de nostalgias, cuando los pensamientos arrecian, en la mente. Cuando me vuelven las ganas de volar, de ser etérea, tener alas, o volver a vivir como vivía. Cuando todo era dulce, cuando los días se sucedían en un discurrir sorpresivo y audaz. No como estos, tediosos, rutinarios. Cuando contemplaba los minutos, como si fueran horas, que me acercaban a él, para que me envolviera con sus brazos. Los días discurrían entre el deseo de perderme en la inmensa isla de su pecho, me cerrara en su cuerpo, como cautiva y el sentimiento de falta, que los suplía bien, el anís, el vodka o el whisky. Vivía en esa dulce cautividad, tan placentera, que casi ni notaba.
El tiempo, entonces, se volatilizaba. No como ahora, que es espeso, grave, melifluo, denso. Entonces, la sonrisa me bañaba el rostro y en los ojos, solo cabía su presencia a toda hora. ¿En qué momento se fue todo al carajo? Mil veces me pregunto y no encuentro respuesta. ¿En qué momento, vi el desdén en sus ojos? Atisbé el desprecio en una ligera mueca, apenas entrevista. Donde antes había lealtad, amor, inspiración, dulzura, deseo incierto, del que nunca se hartaba…Para convertirse, después, en cansancio, lejanía, y fuente de discordia. ¿En qué momento se marchitó un amor que sentimos entero? Posiblemente, fueron las noches en espera, los días que pasábamos entre el lecho y la botella. O el empacho de amor, el vivir tan pegados , el respirar unidos. Porque yo amaba sin medida, sin freno, sin espera. No entendía de horarios, de calmas, de parcelas. Te quería conmigo, y para mí, sin dilaciones ni esquinas. Para mí, todo, entero. Quizá, ahí se fraguó la simiente del olvido, de la lejanía ciega. A la vez, que yo tejí con la botella, un refugio labrado de desazón que me albergaba. Al ver tus ojos que se escurrían por los míos, contándome más que tus palabras, la lejanía que el olvido te sumía.
Ahora vienes a verme, a veces, ligero, como con prisa. Llegas con tu barba rasurada, perfecta; una incierta sonrisa en tus labios, y esos ojos, que amé, hasta el delirio, huyentes, erráticos. Cuando los miro, con el ansia, encerrada en los míos, se escapan, me huyen. Ponen una densa muralla para que yo no entre, para que no lea en ellos, lo que pugna por explicar tu alma: Que no me amas, que te pesa esta presencia, como cruel cadena. Que vienes aquí, por una obligación que te impones, o te imponen, las conveniencias sociales, la familia, tu honor, y vete tú a saber que mojigangas. Por eso te grito, y me desespero. Porque no quiero verte por caridad cristiana. Porque quiero que vuelva el humo de la pasión a tus ojos. Deseo devorarte esa boca amada. Recorrerte el cuerpo sin medida, enmadejarme en él, como solíamos. ¿Recuerdas, amor, aquellas tardes, cuando el sol entraba lentamente por la ventana bajada y entre visillos divisábamos el cielo?. Yo saciándome de ti, tú, enlazándome sin tregua, en una lucha de amor sincronizada. Ahora, cuando veo, en tus ojos, la lejanía, los grito sin descanso: ¡que fuiste mío! Como de nadie, como nunca perteneció hombre alguno, a mujer. Como yo, te pertenecí a ti.
Pasaba el tiempo, y apenas lo sentíamos, hasta que lentamente, fuiste desligándote del ensueño, buscando otros lugares, otros mundos, mientras yo me quedaba esperando tu llegada, para atarte con mis brazos, a unas madrugadas, en las que huías, ahíto, confuso, embriagado de tanto amor. Quizá por eso repudiaras las horas que pasabas conmigo.
Recuerdo, cuando comenzaste a decirme: “Isabel, que hay más vida, que me tengo que ir; nos pasamos la vida encerrados entre cuatro paredes”. Pero a mí me servía. Te decía a gritos: “Fernando, no necesito más, no quiero ver mundo, o sí, pero contigo, amor. Solo contigo, y una botella. Lo demás sobra” Y así seguimos, durante años. Yo pugnando por contener tus ansias. Tú concediéndome los favores de un amor que hacía aguas, como un barco a la deriva. Hasta que llegó la niña.
Tú lo viviste con holgura, alegre, feliz, y satisfecho. Yo, simplemente, no sabía qué hacer con ese ser, pequeño, lloroso, enjuto, incomprensible. Por eso me encerraba en la espera, me aislaba de sus gritos y sus llantos, bebiendo ¿Y qué iba a hacer? Si todo sobrepasaba mi paciencia. Yo no quise ese ser que invadió nuestro espacio. No quise ese ser, que ocupó tiempo y lugar entre nosotros. Yo no quise ser madre, yo solo te quería a ti. Por eso, fue entonces, cuando me hice amiga ineludible de la botella. Cuando estreché entre mis brazos, en vez de a aquel ser inane, frío: la botella de whisky de anís, o de ginebra. Calentaba mi cuerpo, llenaba mis venas de fulgor y vida. Encelaba mi mente, la hacía huir de aquella cárcel, en que se convirtió mi vida, mientras te esperaba y tú me huías.
Poco después llegó la tisis. Se anunció, como se anuncian los amigos, que llegan para quedarse y cambiar el destino. Con toses broncas, con esputos de sangre, con el alma cansada, con los ojos saltones, con el cuerpo caliente. En una febril constancia del desespero. Llegó, y con la enfermedad, te apartaste del todo. Te fuiste con ella, con la pequeña. Me decías que temías el contagio, que pronto todo volvería a ser como antes. Cuando curara, todo volvería a estar perfecto, como antes, cuando tú me querías.
Al principio te creí, con inocencia y desespero. Te juraba mil veces, que ya no bebía, que tomaba las pócimas que el médico dejaba. Porque quería verte, como fuera. Me sentía exiliada en mi casa, en espera de que todo volviera a ser como antes, cuando la pasión nos incendiara y éramos solos tú y yo. Y el mundo nos sobraba. Me quedé anclada en el pasado. Me decían, las mentes bien pensantes: “Isabel, la vida evoluciona, ya no eres una niña, tienes una hija, un marido. Debes ser más sensata”. Yo les escupía en la cara. No quería sensatez, ni mesura. Estaba inmersa en una tormenta de locura, de desespero y de ansia, que solo tus manos y tu cuerpo, calmaba.
Me trajeron aquí: “Isabel, en este hospital, te pondrás buena, ya verás. El campo, el aire puro, el mar, tan cerca, curará tus pulmones y tu alma” Aquí me dejaste. Encarcelada, en una sala de colores verdosos, con rejas en ventanas, con mujeres que me cuidan silenciosas. Con monjas que revisan mi alacena, con ojos censores, cuando encuentran las botellas vacías, que almas caritativas me acercan. Aquí contemplo los días vencerse, esperando la muerte.
A veces, como ahora, por las tardes, me dejo llevar por la nostalgia y me diluyo en ese paisaje evanescente, completo de verdes, con la grisura de los días norteños. Me envuelve el rumor de un mar lejano, que intuyo y oigo como si mil fantasmas aplaudieran en contubernio con mi soledad. Oigo ese ruido constante, a veces bronco, como soliviantado. Cuando me asomo, huelo el aire impregnado de algas, de yodo, de salinos recuerdos. Es mi compañero. Como el vencejo, que vuela incesante por el cielo, y a veces me escucha, se para, se me queda mirando. Contempla el desespero de una mujer que, antes era bella, altiva, amada, y ahora solo es escarcha de un amor frustrado, con un único amante: la botella.
Cuando vienen a verme, tú, las hermanas, y gente bien pensante, acompañando a la pequeña, que me mira con ojos acolchados de preguntas sin respuesta, me quedo quieta, pensando. Contemplando la mirada de esos ojos alunados, con que ella me mira. Es posible, que esperando una caricia, una simple sonrisa, o una mueca, que le demuestre, lo que dicen otros: “Es tu madre, Manuela. Está enferma, pero ¡cuánto te quiere!”. La gritaría con furia ¡qué no! ¡qué es mentira! No la quiero, nunca la quise. Que fue la intrusa. La que cruzó mi vida, quitándome la esperanza en lo que tanto amaba. Veo su carita pequeña, escuálida la figura. No medra, dicen, que porque no le di de comer cuando era pequeña. Porque en sus biberones, dicen, echaba el vino que yo bebía, a veces. Eso me cuenta la monja, para que me arrepienta, y me brote el amor. Me dice, entre jaculatorias: “La pobre pequeña, es carne de tu carne, Isabel, y la dejaste hambrienta, sola, mientras tú bebías sin parar. Por eso se quedó chiquita, por eso no medra. Debes hacer que te perdone. Ella y Dios nuestro Señor. Así con la paz que da el perdón, encontrarás la tuya. Y el día que el Señor te llame, llegues a Él, redimida, y perdonada”.
No oye la monja, las palabras que salen de mi boca, porque espantada se va, corriendo a otras dependencias, donde la escuchan con aquiescencia. Yo no quiero la paz, no quiero los perdones. Quiero escapar. Dejar de oír ese rumor del mar, que me enloquece y me aprieta el alma, cada día. Quiero volver atrás, cuando el tiempo era liviano, cuando no había bruma ni barrotes, y la espuma del mar bañaba mis pies, entre sonrisas de tu cariño y tu deseo entrechocándose en las rocas