Salieron de casa, ambos, casi a la misma hora. Él vivía en la parte alta de la ciudad, la noble, la que abarca a golpe de vista los tejados, las avenidas que se funden con el mar, en franco descalabro de caída libre. Ella, en cambio, vivía en la espesura de un barrio abigarrado, donde las calles serpenteaban, estrechas, chocándose unas contra otras. Era jueves santo; con buen tiempo. El sol acariciaba con delicada mano la ciudad, por eso, poco antes el común de habitantes huían hacia playas o vermuts. Ellos no. O no tenían más compañía que la suya o vivían descarriados del concierto social. Salieron de sus casas -cada uno de la suya- silenciosos, él calzando auriculares, con música estridente, ella con el ansia de caminar en paz.
Subieron cuestas, las bajaron, la ciudad es lo que tenía, pasear por ella, era más escalar que andar a pasos ciertos. Con ligereza, como se camina cuando el motivo o la causa no tiene más prejuicio que ese: caminar. Ambos dudaron si entrar en aquel parque. Mostraba un emparrado desordenado y ciego, que ocultaba, casi, el resto del recinto. Unos bancos desvencijados, alguna papelera desguazada y una alfombrada mies de margaritas y tréboles conformaba el somero paisaje. Se decidieron, quizá porque ansiaban la soledad y algo de destemplanza; entraron. Así es el destino: fútil, como una decisión intrascendente. Ambos, cruzaron la empalizada, cada uno por un lado de la pequeña loma que conformaba el parque. Daba a dos calles, la una llegaba de la parte alta de la ciudad, la de él, la otra, del arrabal urbano de donde venía ella. Un perro correteando olfateaba las flores, quizá buscando el sitio preciso donde hacer sus necesidades. Ellos le contemplaron con curiosa incidencia. Al poco, levantaron los ojos, coincidieron en la sorpresa de descubrirse jóvenes, urbanos y solos.