Nostalgia

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Volteo la cortina, sobre la ventana, dejo los ojos prendidos de la penumbra, no sea que las miradas altaneras de los de enfrente penetren en la intimidad y me la roben. Porque dejarse  ver por los extraños es como si te robaran la vida. Vida que se teje a golpe de presente, pero sobre todo de pasado. Somos lo que los que nos anteceden quieren que seamos. Labraron un camino para que pasemos por él, con el paso, a veces quebrado, otras pastueño,  pero siempre firme, siguiendo la ruta que fue trazada por el ancestro. Por eso me quedo muy quieta esta noche, como reflejo y resume de otras noches, no tan significativas, es posible pero paralelas en el desfile simétrico de una vida que a fuerza de vivirse a contrapié, ya no es. Paseo la vista por los recuerdos que anidan, unos fuera, otros dentro de mí, en los anaqueles de una historia que duele. Unos, están colgados de la pared, en forma de retrato, preciso, escueto, como el de papá, tan concienzudo, tan, diría, pretencioso, pero no debo decirlo, porque quizá lo pareciera si se le trataba con la lejanía que impone el mando, pero en la distancia corta era amable, correcto y hasta afectuoso. Papá era alto, porte marcial, bigote espeso, voz metálica. Si mirabas sus  ojos expresaban antes que las palabras lo que sentía, con toda la precisión de una cámara . Censura, afecto, o distancia. Su voz profunda, salida de la sima de la garganta, parece que la oigo ahora mismo, hacía doblarse hasta las plantas de rendida ceremonia. Los días de gala, con el uniforme plegado a su cuerpo, como si hubiera nacido con él, se crecía. Su cuerpo ofrecía el porte señorial que el mando implicaba, nadie como él, lucía los entorchados y las medallas con el decoro de la grandilocuencia justa. Recuerdo vivamente mis ojos paseándose por esta estancia, estando él presente, a punto de salir para el desfile del día de la Victoria, uno de tantos a los que asistíamos sobrecogidos por la envergadura de la historia, conscientes de participar en ella. Él, altanero, de uniforme, lo llenaba todo, los demás, incluso mamá con la mantilla, parecíamos comparsas de una función que comenzó años atrás. Los justos de cuando comenzó la historia. Con los años su figura menguó,   no digamos en los últimos tiempos. Se quedó como  mero reflejo de su cuerpo anterior, como si un muñeco habitara su piel, macilenta y apergaminada. De niña, me parecía enorme su figura, incluso me lo seguía pareciendo al paso de los años, cuando yo abandoné con desgana esa infancia soñada, y él su juventud y lozanía. Es cruel el paso del tiempo, consigue dejar en tísica anatomía el empaque de un cuerpo hercúleo. Dejó su pelo espeso, enhebrado de vetas plateadas, convertido en gris como de gredal. Recuerdo como barbilleando bostezaba mientras  posaba los ojos en el periódico supervisando esquelas y obituarios. Pobre papá, el tiempo no le hizo justicia. Le dejó  atónito ante una vida para la que no se preparó. Nadie se prepara para el final, ahora que lo pienso. Nos creemos que la juventud es perenne, un estado lineal de la vida. No es así. Todo transita. Quedó  aperplejado ante los acontecimientos que fueron llegando por los caminos historiados de la vida. Al final, dejó de intentar entender las cosas, por eso se le fue la mente muy lejos. Se enquistó en la distancia que separa el miedo al futuro y nos deja extenuados ante el devenir de los acontecimientos.

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Él, nació para contemplar la vida tras el filtro de la milicia. No pudo o no quiso soportar el desmelene que surgió en aquellos años, para los que nadie y menos él, se preparó. Quizá mamá, en su inocencia, entendiera, a su manera,  los tiempos que devenían. Ella tenía sus refugios bien guarecidos. La costura, la caridad, la cocina, aunque de la intendencia se ocupaba  Sinda, ella supervisaba cada grano. Tenía buena cuenta sobre cada moneda que salía de las alforjas familiares . Pobre Sinda, tan fiel, tan lustrosa, con el mandil blanco almidonado, sin macula, se diría talmente que sobrevolaba por la casa limpiando, cocinando para todos, sin dejar de hacer cosas en la constancia de los días sin fin. Nunca se cansaba, siempre dispuesta hasta el final, que nos tomó a todos a contrapié, después de lo de Ramiro. Fue su único abandono. Dejarme con el paso torcido ante  la enfermedad de mamá. No puedo reprocharle nada, solo el abandono final, se fue antes de que el telón se cerrara sobre todos. Mal momento para morir, cuando estaba anonadada ante lo inevitable.

 

Cuando el desgastado corazón de Ramiro estalló en mil pedazos, a Sinda, se le acabaron las fuerzas. Quizá no  soportó ver lo inevitable,  su vida se quebro ante la impotencia que la embargaba al verle diezmado sin poder esperar el traspaso de un corazón a otro. Algo le decía que Ramiro, no aguantaría la espera, por eso se le agotaron las fuerzas para más peleas. Cuando llegó lo de mamá, simplemente se fue, sin molestar, como  vivió.

El corazón de Ramiro, maltrecho por vivir deprisa y la tragonería que tuvo siempre ante  todos los placeres que la vida le ofreció, acabó asfixiando su afán de disfrute. Sinda  se agotó, posiblemente, por el dolor de verle  yacer braciabierto en una cama de hospital, portando como señuelo la tristura en los ojos, anticipo de una muerte no por prevista, menos temida.1012_451306441573892_2042322556_n

Se fue  después  de él. Solo dos meses le sobrevivió. Nos dejó a madre, que ya renqueaba, y a mí con todo el dolor y la llaga abierta de puro sinsabor. En eso Sinda, no fue leal. Porque había que ver lo que fue aquello. Bregar con madre, que a duras penas, contuvo el dolor que la embargó durante meses, fue tarea titánica, para la que ni soñé que estuviera preparada. Se quedó quieta, apajarada en un rincón, sin mucho aliento. Como si conteniendo el hálito, pudiera dejar escapara el miedo a quedarse sola. Como me ocurre ahora  a mí. Soy la última que queda del bastión familiar, antes granítico y espeso y hoy en franco desconsuelo . El eslabón final del vestigio de una familia que fenece conmigo. Aquí se acaba todo, el apellido Falcones, y la saga familiar que pensábamos eterna.

Cuando el penduleo de la vida, que siguió a la muerte de ambos, se sobrepuso al miedo, llegó la letárgica distancia entre ambas. Tal como si hubiéramos cosido nuestra existencia a ellos. A ambos, los dos Ramiros. El padre y hermano. Al faltarnos, fue como si nos encapullaramos en el humo de la nostalgia. Nos embargó un aire galbanoso y fútil que dejó la casa en una penumbra quejosa , llena de nubarros, cargados de lluvia y tormenta dispuestos a caer en cualquier momento sobre nosotras.

Y así nos quedamos. Como polluelos sin clueca. Dejamos pasar la vida, hasta que por inanición la muerte tuvo compasión de ti y te llevó con ellos.  De mí no se apiadó y aquí sigo. Con paso firme, eso seguro, pero con la nostalgia clavada en el pecho, que me lacera. No añoro lo ido, no, eso está dentro del recuerdo, vive conmigo. Extraño no estar entre vosotros, como si la muerte se olvidara de mí en ese festín prodigioso que sumió a una familia en un lento desafío de la nada. Añoro el asilo donde duermen la eternidad los que fueron y son importantes para mí. Detrás de estos visillos, mientras contemplo el paso cansino de la vida, en la calle, entre los transeúntes, siento la extranjería de un tiempo que ya no me pertenece. Estoy de prestado en él. Sobrando los días que transcurren desde que os fuisteis todos, dejándome en el exilio de una vida hueca de vivir sin los pasos firmes que me guiaban.

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Hoy la nostalgia me enmudece el alma. Incluso el tiempo se queda quieto tras las ventanas por las que contemplo la vida que pasa fuera, pero no aquí. Dentro de casa, todo está como estaba. La escarcha del tiempo no  dejó la macula de paso de los muertos ni de los vivos. A veces escucho la pajarada, en los árboles que tengo enfrente, al clarear el alba y siento el miedo a estar aislada, en un país inexistente. Exiliada de una realidad que murió con ellos y solo queda en mi recuerdo. Leve atisbo de flecos de realidad que ya no existe. Cuando mis enchalinados ojos, se enhebran a la vida, de mala manera, claro, ven cosas a veces incomprensibles. Una visión rota y enharinada con visos de promiscua  realidad que no me pertenece, que no entiendo y que no me gusta. Mi vida fue otra.

 

El sonido de las marchas en los días de gloria, cuando los alféreces, la tropa toda, rendía armas ante el saludo marcial y áspero de papá. Nosotras, mamá y yo, contemplábamos el desfile desde el atrio, compuesto, recio; impregnado de ese aire glorioso de la milicia que reinaba en nuestro hogar, no solo en los patios o en las oficinas. A mí se me desbordaban los ojos de admirada comprensión ante los bellos cuerpos que desfilaban. Dolía ver la indiferencia de Ramiro ante la milicia. Él, vivía en destemplanza perenne con la vida. Sorbiendo a bocados el tiempo que le tocó. Nunca quiso saber nada de lo que fue motivo de orgullo para padre y para mí hubiera sido sueño. Lo suyo fue ganar dinero. Y gastarlo a manos llenas. Apenas prestaba oídos a lo que lenguas de doble filo tejían entre siseos.  A base de oír, algo entreví yo, de los comentarios ladinos que se hacían. Imagino que motivados por envidias o deseos retorcidos, que de todo había. Seguía faldas, por donde fuera. Comía y bebía como un Hércules, sin mesura ni calma, como si intuyera o persiguiera, vaya usted a saber, aprovechar la vida sin ambages, con prisa,  corriendo en pos de algo que nunca encontró. Papá le amonestaba, mientras a madre, los ojos se la llenaban de un orgullo casi asesino. Su hijo del alma vivió, quizá, lo que nadie pudo vivir. Y ella lo coreaba: “Deja al chico” , decía a padre, cuando éste recriminaba su vida errabunda: “Deja al chico, no ves que trabaja como un esclavo. Licito es que disfrute”. Padre la miraba, como se mira a un niño, o a un ignorante. “Disfrutar es otra cosa, Casilda, debe tener mesura. Es cuarentón . Come, bebe, como si no hubiera tiempo. No hay forma de conseguir que siente cabeza. Cada día con una mujer distinta, que tú no sabes, Casilda…”

Claro que no sabía, las maledicencias no atravesaban el muro de inocencia y amorosa calma en la que vivía sumida mamá. Quizá yo algo intuía. Incluso amigas, intentaron cazarlo, me daba cuenta. Él escapaba, como del fuego, del compromiso. Como yo misma. Quizá el oasis en que vivimos, dejó tal poso en la conciencia que nos  hizo incapaces de soñar siquiera con hacer un sitio para nosotros, tejer un nido fuera de casa.

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Recuerdo, aún, las Nochebuenas, sirviendo Sinda, la mesa, esperando papá impaciente, mamá comprensiva, yo aquiescente, por él, que no llegaba. Cuando entraba, apresurado, dejando el abrigo casi tirado en la entrada, pidiendo disculpas por la espera, atabalado y sonriente, con la chispa de mica que ponía en sus ojos, el alcohol ingerido poco antes. Llegaba  con él, el aire de calles raras, desconocidas, plenas de lumis, de luces, de frío, de espantados espectáculos y de mujeres fáciles con el pelo amedrentado de colores y labios cárdenos. Entraba el aire de soles desconocidos, de noches luminosas, escarchadas de luces y sombras. Papá, le contemplaba con ojos mitad sonrientes, mitad censores, mientras la voz quería desmentir a la mirada. Reprendía su retraso, su traje acharolado de humo y de alcohol añejo. Mamá le contemplaba embelesada, mientras yo me amonaba en la esquina de la mesa, que me tocaba, sintiendo algo parecido a la envidia por no vivir ni saber cómo hacerlo, dejando volar la imaginación sobre lo que él conocía y a mí se me vedaba hasta imaginar.

 

Sinda, de refilón, desmembraba el pavo, mientras contemplaba ensimismada y respetuosa al padre que presidía la mesa y al hijo que la cortejaba con arrumacos de payaso galán. Nunca entendí bien, como se comunicaban con tanta complicidad, si eran amo y criada. Conmigo no ocurría nunca. Ella me atendía solicita, eso sí, pero sin la luz en los ojos que se la encendía en cuanto le veía entrar en casa. Quizá, tuviera algo que ver, los chirridos de puertas, los gritos ahogados, que en ocasiones creí escuchar. O todo estaba en mi cabeza, tal como mamá dijo, cuando le comenté. Los desmanes que a veces oía en el cuarto de Sinda, ahogados en un silencio que dejaba la casa en penumbra de vida. Mamá, decía que yo soñaba, pero no creo. Lo que oía era real, o al menos así me lo parecía. De madrugada, cuando el silencio de la noche agranda los quejumbrosos sonidos del suelo que delataban los pasos ocultos por la oscuridad, ocurrían los desvelos. La habitación de Sinda quedaba lejana, en el fondo del pasillo, al lado de la cocina. Hacía las veces de trastero, donde guardábamos las cosas inservibles. Allí tenía ella la cama, un armarito con el espejo punteado de óxido, una hornacina con la virgen de la Cama, patrona de su pueblo, y una pequeña mesita de noche, con torneados dibujos florales en la puertecilla, que se abría con una manilla de bronce. Sentía los  silenciosos pasos, el crujir de la madera del pasillo, incluso a veces creía  intuir un aliento apresurado, como cortado. Un lento chirrido de puerta al cerrarse, palabras silbantes y luego nada. Al día siguiente, Sinda, llevaba en los ojos la huella del insomnio o de la vigilia, el iris más brillante, como punteado de  luces doradas y alrededor un halo violáceo que hundía los ojos alunados de siempre. Mamá negaba los ruidos, como negó el descalabro de vida de Ramiro, que se despeñaba por una sima que ella se empeñaba en no ver . Como negó cualquier atisbo de duda, cuando papá desapareció una temporada. Al volver había perdido el aire marcial que lo adornaba apenas unos meses antes. Parecía más bajo, más enjuto. Se  encorvó hacia adelante, como si quisiera desaparecer dentro del pecho. La mirada huida, los ojos opacados. No se habló. Nada se supo de aquella huida, de aquella desaparición.  Mientras duró, ella se mantuvo ausente, como vencida por unas sombras que no veíamos. Ramiro sí. Le oí jurar como nunca en mi vida pude pensar que de la boca de mi hermano saldrían palabras tan feroces. Jurar matar a alguien, vengar afrentas, deshacer honras. Luego, cuando él volvió, quedó cubierto todo con un manto de silencio, como si hubiéramos soñado la falta del padre aquella Navidad trémula que vivimos los tres solos. Mamá encogida en la mecedora, punteando con la aguja el bordado multicolor que durante años, día a día confeccionaba, hasta el punto de pensarnos en que era una labor inabarcable, e inacabable. Sumida entre sus agujas, con las gafas deslizándose camino de la punta de la nariz, la vimos aquellos meses, día a día. Incólume, callada, espesada su risa en desacato con la alegría. Cuando él volvió, revoloteaba a su alrededor, con más abnegación, si eso fuera  posible. Con más sumisión, con el único objeto de agradarle, de que nunca añorara lo que ella sabía que añoraría siempre. Intentando cumplir hasta el último de sus deseos, para paliar la falta de pasión con el orden y la complacencia hogareña.

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Pasó el tiempo, llegó la siguiente Navidad, se puso el misterio, como el año anterior. Confabulamos todos para omitir los recuerdos, dejarlos fuera de la mesa adornada y repleta de viandas. Mientras Sinda, moqueaba por los rincones. Fue, entonces, cuando Ramiro nos habló de una novia formal. Poco duró el dislate, a los pocos meses, se disolvió como azúcar en agua, la buena nueva. Entonces ya el padre, no pronunciaba las palabras lapidarias de otras ocasiones. Callaba y asentía a la voz atiplada de Ramiro, omitiendo cualquier comentario hiriente o meramente crítico.

 

Volvieron los días a transcurrir diáfanos, como antes de todo. Mamá apenas cosía, los ojos perdieron fuerza, quizá  a base de ahogar las lágrimas sin dejarlas fluir. Se mantenía muy quieta, sentada en la mecedora dejando transcurrir las horas en calma. Fue cuando decidieron buscarme un trabajo. Cumplí cuarenta,  abandonaron la esperanza de casarme, en ese año. Ramiro movió sus hilos de influencia, llamó a amigos, tejió la madeja de influencia que mantenía con sigilo. Consiguió un trabajo de secretaria del concesionario de unos amigos de amigos, que debían favores al banco. Allí pasé los años, hasta hace pocos, cuando el retiro se impuso. Entonces una sima grande se abrió ante mí. La casa despoblada, como árbol lacio en un otoño tardío, y una vida adelantada en suave tedio fundido de soledad.

 

El primero en irse fue papá. Después de su abandono, quedó mustio, como sin vida. A los tres años enfermó. Aún duro seis. Fue una larga y desgastante enfermedad. La casa entera fue tomando el aroma de hospital, con un regusto a desinfectante, a ventana cerrada, a guano y jarabe. Murió, estando yo de viaje. Nunca me perdonaré ese abandono involuntario pero frustrante. Nos habíamos acostumbrado a la enfermedad, notábamos que de día en día se debilitaba. Al principio se levantaba a la mesa, comía en silencio, cabeceando, pero aún sentado. Luego ni eso. Sinda le servía la comida en el cuarto, se la daba a la boca como a un niño, él balbucía apenas silabas, para luego sumirse en un sopor propiciado por el láudano que le administraban  en cantidades progresivas.

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Siguió Ramiro el camino del cementerio. El primer infarto le dio en un lupanar. Lo oí solapadamente un día que acompañando a Sinda, andabamos por la calle, cercana a casa. Dos mujerucas caminando delante,  hablaban, como se habla cuando uno  cree que nadie interesado escucha.  Sinda, apretó el paso, aceleró la zancada hasta casi arrastrarme con su prisa. Noté como se erizaba toda ella, de impotencia y de rabia.  Ramiro se debilitó con lentitud, esperando un corazón que cuando llegó era  tarde. Le enterramos un diez de Enero. El frío y un aire gélido azotaba nuestras cabezas mientras el cura echaba el responso. Al acabar, como si el cielo, estuviera esperando, unas nubes panzudas y borrascosas dejaron escapar, al principio, unos goterones, que dolían al tropezar con nuestro rostro. Al poco, la lluvia en torrente, cayó sin misericordia para los que estábamos en descubierto. Huimos todos. Al llegar a los coches, me volví. Vi una sombra cimbreada por el viento, agitada por la lluvia pero inamovible cerca de la tumba. Era Sinda. La llamamos. Al volver hacia nosotros, traía la cara mojada, no supimos distinguir las lágrimas del agua de la lluvia.

 

Nunca sabremos si fue ese día cuando la neumonía la apresó para no soltarla más, pero no levantó cabeza, después de aquello. Estuvo dos  meses más con nosotros, pero no era la misma. Trastabillaba por los rincones olvidando obligaciones y deberes. No servían las riñas o los enojos que yo le daba. Se diría que perdió el tino, a la vez que la salud después de aquella muerte. En dos meses, nos dejó, sin molestar mucho, tal como había vivido. Murió en el mismo cuarto que pasó las tres cuartas partes de su vida, que la vivió compartida con la nuestra. La encontramos una mañana, sorprendidas,  al ver que la casa se hallaba fría, sin calefacción  y el servicio del desayuno no estaba puesto. Debió morir de noche, como un pajarito, sin molestar.

Madre fue detrás. Como si  hubiera tenido demasiado que vivir o que ocultar. Al año de morir Ramiro, ella enfermó. Quizá lo estuviera de antes. No se quejaba. En realidad abría la boca para cuidarnos, contar nuestras necesidades, nunca las suyas. Se fue en dos años.

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Intenté desasirme de todo, de todos, pero no pude. Y no es que en mi vida, no hubiera un tiempo en que viví. Incluso amé, pero de lejos, como sin ganas. No llegó nadie a ella, con la fuerza de hacerme ver la vida de forma voluntaria. Viví encerrada en el exilio involuntario de una niñez perdida y siempre añorada. Cuando los días eran nuevos, el sonido del clarín en el patio atronaba la espera de que las horas pasaran, y yo veía el desfile,  cuadrarse a los soldados ante mi padre, mirándole con arrobado respeto. Jugando con las muñecas vestidas con lo que confeccionaba la paciencia de mamá. Trepando por la arboleda, junto a Ramiro, mientras Sinda, poco mayor que yo, ya cuidaba de que no tropezáramos o nos dañara una caída.

Como abjurar de aquellas tardes, en que mamá sentada al piano, sirviendo Sinda el chocolate, dejábamos pasar las horas ensimismadas, intentando leer, o estudiar, bajo el influjo de la caricia sonora de Brahms, o de Chopin, mientras el sol calentaba la nuca con el soplo sosegado de sus rayos atenuados por los visillos que ahora levanto.

Ahí reposa en piano, que nunca aprendí a tocar. La vieja labor inacabada, quedó para siempre en espera de la aguja que nunca más perforará la tela, dejando el bordado a medio hacer , apoyado en el gótico costurero en el que ella guardaba sus atavíos de costura. Solo me quedan los huecos oscuros de una casa vacía, en donde a veces, oigo quejarse a la madera, como si pasos quedos la atravesaran.

FIN

 

 

Acerca de Maria

Escritora María Toca: 1ºPremio Ateneo de Onda Novela, 2016: Son Celosos los Dioses 2ºPremio de Relato Ateneo de Fraga: El Paseador, 2014 Finalista Premio Internacional de Relato Hemingway, 2013 Finalista de varios premios más de relato. Poeta Articulista/Coordinadora/ Fundadora de LA PAJARERA MAGAZINE. Obra publicada: Novela: El Viaje a los Cien Universos Son Celosos los Dioses Relatos coral: Vidas que Cuentan Desmemoriados. Poesía: Contingencias
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