La madera crujía de forma imperceptible con cada uno de sus incompletos pasos. Ella se conmovió en el lecho ante el susurro cansino del parquet. Acolchándose entre las brumas del sueño, el cansancio la había derrotado hacia horas, pero el murmullo de la madera al ser pisada clamaba en su mente por encima del agotamiento. El sopor invadía el cuerpo, que pedía seguir en los tibios brazos de ese sueño dulce que la mecía en el desamparo. Algo muy dentro, muy profundo la impelía al desvelo. Eran los pasos que maceraban el cañizo del suelo, cada vez más cercanos; trastabillados, como todas las noches que llegaba a esas horas.
Lentamente los sentidos fueron despertando, los ojos encapuchados de sueño se desperezaron y el corazón comenzó a latir descompasado, como aleteo de pájaro enjaulado.
Quiso refugiarse entre las sábanas, convertirlas en parapeto ante el dolor, sabía que era en vano. Aunque instintivamente ocultó la cabeza, refugió el miedo en ese pequeño asilo que proporciona un lecho cálido, deformado por el surco dejado por su cuerpo. Sabía que no era bastante. Los segundos pasaban y el lento chirriar de los pasos del miedo se acercaban titubeantes, intentando no tropezar con algún mueble. De pronto el sonido de una blasfemia rasgó el silencio de la noche, la tranquila paz que hasta hacía poco cubría el hogar, parece ahora campo minado.
Mientras, intentaba huronear por el lecho, abocinarse entre las sábanas, para que el zarpazo no la dejara inerme. Que el grito no la destemplase y que esta noche pasara la tormenta sin tocarla.
“¡Solo esta noche, Dios!, solo esta noche. Que ya no puedo más, ¡que ya no puedo!.. Solo esta noche, ¡Dios! Déjame descansar, solo esta noche”.
El zarpazo y el golpe de frío de la madrugada, la dejaron inerme, yerta, ante él. Ya se sabe, a veces hay seres, a los que ni Dios, ni los hombres escuchan.
El primer golpe, fue el que más dolió. Los otros ya ni se sintieron. Alguno araña en lo más interno del alma oculta, otros apenas son coces perdidas, que el cuerpo acostumbrado al trato, apenas distingue de la vida cotidiana.
Dedicado a todas las mujeres y los niños que sienten y han sentido el miedo pegado a su piel, cada día, cada noche. Demasiados no podrán leerlo nunca, porque ya no están, Descansen en paz, su guerra ya acabó, quedan otras.
María Toca