La mano

LA MANO

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Llegaba la hora. La intuía desde hacía rato, justo cuando aparecía el aleteo en el estómago, la prisa por acabar cualquier tarea que tuviera delante. Llegaba la hora que daba sentido a la jornada. A tantas jornadas. Alberto erizó el cuello como ave al acecho como todos los días, a  fin de divisar, detrás de los rayos difusos de ese sol matinal, la llegada del auto. Se podría decir que sus días discurrían entre la espera de ver aparecer ese coche , el rápido placer de contemplar la mano que asomaba con  la tersura tibia de ese apéndice , antesala de placeres mayores, mientras se  le  quedaban colgadas de la retina la visión de su piel para solaz de  días taciturnos, iguales unos a otros y sin mayor interés. Esa mano era el festín diario con el que Alberto decoraba una vida metódica y escueta, que  de no ser por la visión , sería de puro  anodina casi invivible.

 

Durante meses, tantos que Alberto no podría precisar, las mañanas, sobre las nueve treinta paraba en  paso peatonal que tenía al lado de la ventana  un  vehículo. Alberto solía dejar escapar la mirada por esa calle que tenía frente a sus ojos. Escapaba del trabajo tedioso imaginando vidas y colocando a los transeúntes que pasaban sin percatarse de las mirada que les escrutaba tras el cristal. Una forma como otra cualquiera de entretenerse cuando había poco trabajo. Hasta que los ojos se le chocaron con aquel coche  cuya ventana mostraba un brazo desvaído y una mano hermosa. El rostro de la dueña de la mano se le ocultaba a Alberto. El cristal opaco del vehículo  deslumbrado de reflejos y la postura de perfil que se le mostraba no dejaba entrevere nada de la ocupante y dueña de la mano. Tampoco el cuerpo, pero le daba igual. Alberto suplía la carencia con la imaginación prestada por la desesperanza. Debía ser muy bella. Cuidada, elegante y bella, se decía Alberto mientras esperaba con la misma expectación día tras día.

528235_558747140836580_497253521_n

Sus ojos llegaban a ver solo la  mano que iba fuera y de refilón la  que apoyada en el volante, esperaba  el cambio de color en el semáforo. Manos que le sugerían toda la vida que no vivía y era capaz de imaginar.

 

En alguna ocasión, cuando la temperatura lo permitía, la mano caía desvaída,  asomándose entera por la ventanilla abierta, mostrando parte del brazo. De pronto esa visión más amplia convertía el día en algo especial. Alberto divisando lo que mostraba la mujer contemplaba la superficie de un  mundo imaginado, labrado y descrito  en una mano.  Adivinada, más que veía,  las pequeñas pequitas que hacían resaltar la blancura nívea de la piel, los caminos azulados, serpenteantes, que daban vida a un apéndice que sería  dulce acariciar. Era una mano normal, ni grande ni pequeña, de aspecto liviano con movimientos cautelosos y suaves. Los dedos largos, finos, distinguidos, con articulaciones  salientes, alineadas sin nudos. Las uñas impolutas, no muy largas,  maquilladas con un brillo  discreto, a veces  una raya blanca simulando y exagerando la uña natural. En otras ocasiones iban pintadas de un color fuerte, cárdeno, como la sangre que le producían una leve exaltación nada más verlas; de inmediato se controlaba considerando que su castidad y el respeto que debía a la dueña de las manos no casaban con el impulso .

Llevaba un pequeño anillo en el dedo anular. Brillantitos que rodeaban  un ónix diminuto. El anillo bailaba en el dedo, cambiando a veces la posición del ónix destacando entre la blancura de la piel y sus dedos tan finos. Con todo, eran los gestos de esa mano, lo que fascinaba al hombre. La decisión que mostraba,  a la vez que la suavidad con que manejaba el volante o se apoyaba en la ventanilla esperando el cambio del semáforo.

Más que movimiento, era vuelo litúrgico y evanescente cual si fueran alas de pura suavidad. Manos  distinguidas, se decía Alberto, manos que debían acariciar como seda

la frente calcinada por soledad. Manos leves que arrullan. Manos sensuales que  se volverían volcán incendiadas de amor.

 

Podía imaginar el cuerpo que seguía a esa mano, aunque no lo viera. Distinguido, bello. No le cabía duda que la propietaria de esa mano debía ser  una mujer evanescente,  licuosa. Imaginaba la mirada distante pero cálida, el porte distinguido, los andares con cadencia de reina.De noche soñaba con la mano paseándose por su cuerpo, deteniéndose en las zonas ocultas, casi sin tacto, como un suspiro. El desasosiego junto con el placer conformaba aquellos sueños, haciéndolos a la vez deseados y arrepentidos. Se arrepentía mucho, hincaba las rodillas en el templo purgando el pecado pero a la vez no podía resistir la tentación de envolverse en los sueños lúbricos que la mano inspiraba.

Para Alberto, la visión de esa mano era el momento esperado hacia donde giraban las horas, que en su espera, se convertía en mero intermedio entre  vida y la nada. Conforme se acercaba la hora del paso del vehículo, en Alberto se producía un ansia troquelada de desasosiego. Postergaba cualquier labor, por urgente que fuera, expulsaba de su despacho a clientes que osaran incordiar el momento esperado.  De tanto intentarlo,  había desarrollado  una estrategia para encontrarse solo, sin incordios presentes, a fin de asistir a la liturgia cotidiana de contemplar la mano sin más interferencias que su ansiedad.

 

Alberto tenía suerte, era uno de esos semáforos que cambian cada momento, dejando pasar un tiempo impreciso pero amplio hasta volver a dar paso a los coches. Tiempo, que a él le parecía escaso porque el placer, si es tan leve siempre  nos parece difuso. Algún día, avieso el destino, el semáforo no se cerraba y el coche negro  pasaba de largo, sin parar. Alberto en esa jornada se le nublaba la vida mientras  se le hacían eternas las horas hasta la próxima visión.

Con el paso del tiempo se le albergó en la mente un pensamiento pertinaz  como  lombriz. Comenzó a desear conocer más. La curiosidad, el deseo de ampliar el espacio conocido. ¿Cómo era el brazo completo que sostenía esa mano?  Soñaba el rostro enigmático, de rasgos profundos y elegantes pero comenzó a desear concretar más. En sus sueños la veía con un sombrero ladeado que  tapaba unos ojos velados por gafas oscuras, De esa forma eludía encajarle un rostro falso. Iba vestida de negro, sobria y sencilla lo que no  evitaba la sugerencia de  un vestido que como un guante ceñía  una silueta entreverada de lujuria y respeto. La voz, también la  soñaba. Profunda, cavernosa, con un sonido quedo y grave que articulaba palabras lentamente. Impartiendo órdenes, dirigiendo, con una suave pero firme tonalidad. Hablando como  reina, con la distinción y el aplomo que da el saberse bella y efímera.

Cada día era  se le acrecentaba  la incertidumbre. Vestía sus sueños con nuevos atavíos que entreveía por la ventana, o simplemente imaginaba en su soledad. No tenía edad, ni familia, ni historia, porque le pertenecía a él. Los sueños  se adornan de los aconteceres que apreciamos, lo accesorio nos llega con la realidad y esa Alberto aún no la tenía. La imaginaba con una lozana madurez que le daba atractivo y serenidad. La belleza que da el haber visto muchas cosas, haber vivido intensamente, con amores frustrados, quizá dibujando en su rostro el rictus de la fatalidad. Una vida intensa y plena,  al contario que la suya, pensaba Alberto. Así era la dueña de esa mano mágica, para Alberto Martínez Puyol. Contable segundo de un banco de provincias, sin más aventura que contar que una ligera oposición ganada con ayuda de las buenas influencias de un tío militar y un padre bien relacionado que murió hace tiempo.

La casa de Alberto era  un caserón en la zona noble y descascarillada de  Villamar.  La calle había sido zona de vecinos con posibles que  hoy se desalentaba con la llegada de intrusos y la muerte de los vecinos de toda la vida que la habitaron como si fuera suya hasta hacía bien poco. La decadencia iba apresando los zócalos y portalones convirtiéndoles en fantasmagóricas alegorías del pasado.  Era la única compañía de una madre anciana. Por su condición de hijo único de madre viuda, ésta  hacía de él el centro de su existencia manejando con mano firme la vida de  Alberto. Controlaba sus idas y venidas con la fuerza de un espía no se sabía bien si para proteger al vástago de sabe Dios que ligerezas o por el miedo a que la muerte la sorprendiera sola. También podía deberse al afán manducón de la señora.

 

Alberto, en ocasiones, se sentía preso en una tela de araña vigorosa que atenazaba con  fuerte consistencia sus pies y sus pequeñas ansias de vida frustrando cualquier vigilia de libertad. Se sentía vigilado y cautivo, envuelto en el halo de un amor asfixiante  mientras  pasaba el tiempo con pequeños dispendios.  Hubo intentos de escapada fuera de la órbita materna que se quedaron en nada porque la intensa red de la mujer era correa férrea que bridaba bien fuerte.  Doña Isaura, a poco que notara que el chico se desmandaba,  alicaía con amplios suspiros y lastimeros ayes condenatorios. Llegado el caso,  enfermaba de verdad;  hubo veces que hasta la fiebre le subió de forma real y hartera nadie sabe cómo era capaz de dominar su cuerpo de manera tan certera pero lo hacía con los fines debidos .  Lentamente, la madre, consiguió que Alberto  perdiera la capacidad de escapar, venciéndose antes de comenzar la batalla de puro agotamiento intuido. Se sometió perdiendo el terreno que debía pelear con tanto ahínco. Simplemente Alberto, no tenía energía ni ganas de tomar impulso.

 

Llegado el momento de la derrota, Alberto, abjuraba de sus planes de escaqueo, para recluirse con la madre en los juegos de canasta o visita a iglesias varias, diversiones que a doña Mercedes la complacían. También, en ocasiones, acudían a casa de viejas amigas de la anciana, cargados con milhojas y  buenas intenciones.La enferma, sanaba, entonces de forma milagrosa, en cuanto él comunicaba su aquiescencia plegando alas tan tibiamente descubiertas. Le compensaba cubriéndolo de besos y de mimos maternales que iban desde un bizcocho borracho a algún plato que le gustara mucho, como unas kokotxitas bien salteadas o un zorropotun de antología. Porque eso era notorio. El genio maternal de los fogones y el gozo sublime filial en degustar los placeres de la gula iban parejos, en madre e hijo, dando consistencia magra a una amplia anatomía. Así se desarrollaba la vida de Alberto  Martínez Puyol. Hasta que llegó la mano a su vida, y su mente se le desató en sueños infinitos.

 

Su madre, doña Isaura  Puyol,  viuda de Martínez, como se hacía llamar, y como rezaba el rotulo de la puerta, así como el del buzón, notaba algo raro en estos últimos tiempos, que no sabía identificar. Si se ponía enferma, como otras veces, Alberto solicito la cuidaba, pero como con descuido, sin los cinco sentidos que ella necesitaba de él. Si le preguntaba cosas cotidianas, él distraído, le contaba su día, sin nombrar la visión de esa mano. Ella intuía que había algo que se  escapaba, pero no daba con ello. Preguntó directamente sin obtener más que las amorosas respuestas esperadas y dichas en el tono conocido.

 

Los domingos se le hacían eternos a Alberto. Comían temprano, después de misa de doce y de una pequeña caminata por el Paseo, encontrándose con viejos conocidos, saludados todos los días, con las mismas palabras y hasta los mismo gestos. Regresaban  a casa regodeados con el paseo, cargados con las adquisiciones de los dulces para el postre y merienda en la pastelería Roiz, que eran diestros en el hojaldre y donde se reunían   las amigos de doña Isaura, con los mismos fines que ella,  colmar su gusto de golosas convictas.

Intercambiaban conversaciones escuchadas mil veces, con pocas o ninguna variación: “Qué tiempo tenemos, doña Isaura,”, “que usted lo diga, don Marcial, así va mi reuma”, “pues está usted  cada día más joven”. “Como es usted, don Marcial de  adulador”, “no doña Isaura, que no. Vaya con Dios, hasta más ver doña Isaura, un saludo Albertito, que da gusto verle tan solicito con la madre…”. “Gracias don Marcial, usted siga bien”. “Que ustedes lo vean”.

 

 

Después de comer, mecidos por la lenta y copiosa digestión, la luz difusa de sol anciano, la madre, cabeceaba en el salón, mientras él ojeaba el periódico de forma desvaída en pelea desigual con la modorra. Cuando despertaba la mujer, con renovado ímpetu, salían de visita a la casa de  familiares enfermos, amigas, o sin más disculpa que  tomar  el chocolate con churros de rigor dominical o un helado de Magma si el tiempo lo permitía. De vuelta en casa, Alberto preparaba invariablemente bicarbonato sódico para ayudar a digerir la merienda. La madre, con quejidos mayestáticos, eructos y suspiros  daba explicaciones prolijas de lo mal que se encontraba. Él respondía, invariablemente, con tenues reproches, que a su edad ya se sabe, el chocolate no sienta bien: “Mejor haría, madre, poniéndose a dieta, que está usted muy gorda y a su edad debería cuidarse un poco”. “Hijo, si no como nada, ya me ves. Mi sopita, mi bistecito. Todo a la plancha, todo cocido. Esta salud, que tengo, hijo tan maltrecha. ¡Que poco me queda ya para abandonarte!”.

 

Y así hasta entrar en la  noche, cuando invariablemente Alberto se animaba. La llegada del lunes suponía ver su mano. Sentir la emoción de la espera, la llegada del vehículo, la visión durante esos segundos mágicos que compensaba el tedio de unos días tan hueros. Cuando entraba en la intimidad del dormitorio, preparaba con esmero la ropa, acaldaba en el galán el traje con la corbata colgada de uno de sus hombros, la camisa descansando con los brazos caídos a lo largo del galán y mientras  la aprestaba con su mano desgranaba los sueños que cada vez se le agrandaban. Poco después, apagaba la luz, después de rezadas las oraciones y besada la cruz del rosario que pendía de los barrotes del cabecero.

Sin saber bien como, uno de los días, decidió, mirar para abajo, al paso de la mano. Le supuso perder alguno de los preciados segundos de éxtasis en comprobar algo más que le pudiera acercar a ella.  Llegado el momento, bajó los ojos, miró al coche, contempló la matricula con el fin de  anotarla. También pensó que mejor era aprenderla, grabarla en su memoria  por si en algún momento podría reconocerla.

La disyuntiva era difícil. Si miraba la matricula perdía unos segundos de contemplar la mano. Optó por anotar cada día un número y así dividir el tiempo perdido de la visión. Al final comprobó, que era un Opel Corsa negro, MDX 7755.  Tomó la manía de ir recitándolo, como una jaculatoria, a la vez   que comprobaba las matriculas de todo coche negro que encontraba a su paso. La madre observó esa costumbre, afeándoselo como si fuera un acto impuro. Albertito se le estaba escapando, decía para sus adentros de madre amantísima, pero no encontraba motivo alguno que concretase su  sospecha.

 

Un viernes por la noche, sonó el teléfono en casa de Martínez Puyol a hora intempestiva. La madre se hallaba dormitando, mientras contemplaba, a ratos, la consabida  jauría en  la televisión. Alberto recogía los platos de la cena. Un grito proveniente del salón le aceleró el pulso.

Voló hasta donde se encontraba la mujer, que se había despanzurrado en el sofá con el teléfono aún en la mano.

 

-Madre, ¡por dios!, ¿qué ha pasado? No me asuste así-

-¡Ay, hijo mío!, que desgracia más grande, ¡por dios, que va a ser de mí!-

  • ¿Qué ha pasado?-

Alberto con los guantes de fregar en las manos y el paño de cocina blandido como un ariete,  le preguntaba casi con enfado . Acostumbrado, como estaba a las escenas melodramáticas que luego quedaban en nada se sentía molesto por el dispendio sentimental que mostraba doña Isaura.

-¡Hijo de mi vida! Margarita, mi amiga, mi hermana, la mujer de coronel de infantería, amigo de tu padre desde niño, ¿recuerdas?- .

-Sí madre. Claro que me acuerdo. Doña Margarita. Estuvimos el domingo pasado con ella tomando el chocolate.  Hemos comido en su casa varias veces. ¿Qué le ha pasado?-

-Hijo, ¡por dios! parece que te enfadas conmigo por este disgusto- la mujer lanzaba miradas lastimeras.

-Madre, no me enfado pero  cuente usted el motivo de este desafuero. Estoy en ascuas. Explíquese por favor–

  • Ha muerto, así de golpe, con lo bien que estaba –

-Madre tenía ochenta y tres años-

-Cuatro más que yo, hijo. ¿Qué nos espera ya? solo morir… Ha sido un derrame, la han encontrado muerta esta mañana al despertar-.

 

-Ve madre, cuantas veces le digo lo mismo y no me hace caso. Doña Margarita, comía demasiado, esos chocolates, esos cocidos del domingo le han perjudicado . No es sano comer así, a sus edades, hay que cuidarse-

-Estaba  bien,  sana y muy guapa. No somos nada, Albertito, hijo mío, cualquier día yo te abandono así-

Le tomó de la mano enguantada y con rastros de agua de fregar.

-Calle madre, no diga eso, a usted le queda mucha vida. Pero con menos chocolate le quedaría más-

-Mañana tenemos velatorio, hijo mío.  Iremos por la tarde, después de comer, nos acercamos-

-Está bien, madre. Mañana  le acompaño-

Alberto se incorporó a las tareas, mientras la buena de doña  Isaura Puyol  lloriqueaba más por la soledad que por el sentimiento de la muerte de la amiga. Fue una de las compañeras de meriendas y de escapadas a la pastelería  Roiz.  Compartió con ella, parte de su vida y  aficiones. El chocolate, el merengue, las trufas y la brisca.

 

A la mañana siguiente, Alberto, acompañó como cada sábado de su vida, a  doña Isaura al mercado. Cargando las bolsas de la compra, asistiendo impasible al regateo sistemático de  la mujer con  pescaderos, carniceros y demás avitualladores de viandas. Escogiendo y volviendo a escoger el pescado más lustroso, el de mejor color. Haciendo que desempaquetaran la carne por la mínima sospecha de engaño. Repitiendo los mismos argumentos, semana tras semana, obteniendo  las mismas o parecidas respuestas. Ritual sabatino, que hoy, se aderezaba con el cuento, varias veces repetido, de la muerte de la amiga a cuanto conocido encontraba a su paso: “no somos nada. La vida es así de ingrata. Cuando mejor estás,  te abandona”. Albertito, asentía a la conformidad de las mujeres que se cruzaban los comentarios, dibujaba una sonrisa conmiserativa en la  boca, ponía la mirada de comprensión y aquiescencia y dejaba volar, mientras tanto, su imaginación a sitios recónditos y vergonzantes de su mente.

 

Después de comer y de dormitar en el sofá doña Isaura, con sus mejores galas de luto riguroso, y Alberto con corbata negra y terno gris marengo salieron para el tanatorio municipal. Una vez aposentada la madre entre los allegados a la difunta,  en franca conversación sobre los avatares de la muerte, sus condicionantes y fatalidad,  confiado en el entretenimiento de doña Isaura,  se retiró a la puerta de entrada para fumar un cigarro , escamoteando su presencia unos minutos. Justo el tiempo que le permitía la madre, de libertad vigilada.

 

Y entonces lo vio. El Opel Corsa MDX 7755, negro. Aparcado frente a la puerta del Tanatorio. Clavado en el suelo con los ojos fijos y alunados, contemplando  la matricula, sin más pensamientos en la mente. El cigarro encendido unos momentos antes le quemó los dedos haciéndole salir de ese letargo hipnótico  en el que le sumió la vista del vehículo. Decidió, raudo, buscar en todo el tanatorio. La mujer de la mano, estaba allí, sentía aletear el corazón en el pecho con el augurio de ver cumplido un sueño. En algún lugar de ese antro de cadáveres se albergaba  la poseedora de su mano. Concibió la esperanza de encontrarla de que la muerte podría propiciar ¡por fin! el encuentro fugaz del que podía salir algo consistente.

Caminó por las salas poseído de una furia que ponía alas en sus pies. Escrutó a las personas que se encontraba en el camino con avidez. Miraba las manos de unas y otras con ojos  afiebrados. Se le fue el tiempo sin sentir, hasta que alarmado se acercó al salón de la muerta amiga. Comprobó que la madre seguía con el divertimento compartido, del dolor ajeno sin notar su falta. Desesperado, repitió el proceso de visitas, incluyendo baños, rincones y zonas ajenas al público, hasta que los ojos de los demás, le miraron con desdén no exento de desconfianza.

Vagando por pasillos como enloquecido por la visión del coche y la falta de resultados de sus pesquisas,  sintió que tras de él se abría una puerta. Paró, quizá alumbrado por algo parecido a una intuición. Esperó  que la persona le adelantara, comprobando que era una mujer con una  bata  blanca  cubierta de manchones de colores  desvaídos.

Al adelantarle, la mujer por el pasillo, Alberto dirigió su vista hacia la mano, como  hizo antes, con todas las que había encontrado. La mano que mecían  unos andares firmes,  rotaba a su compás. Los ojos  de Alberto se quedaron enganchados de unos dedos finos, largos, con un anillo que tenía brillantitos rodeando  un ónix. Andaba delante de él. Afantasmado e hipnótico fue siguiéndola por el pasillo hasta que ella sintió la insistencia de los pasos tras de sí, volvió el rostro, con la curiosidad dibujada en sus ojos.

Lo que Alberto vio ante él, era una mujer de edad indefinida. Sus ojos los velaban unas gafas de montura de pasta marrón. Apenas traslucían  un color agrisado. La boca fina, en gesto un tanto agrio. El pelo corto, con mechas sueltas, cardadas y picudas. El cuerpo denso, cuadrado y compacto no mostraba más distinción que la pertinente.

-Señor, ¿busca algo?- le dirigió una voz atiplada y exigente.

Alberto no sabía si de su boca saldrían las palabras que buscaba el cerebro.

-Sí, a usted-

-A mí, ¿para qué?-

Una sorpresa desabrida saltaba de su boca.

-Perdone. Creo que la conozco y no se dé que. Si me pudiera decir. ¿No trabajará en la sucursal del Banco Castellano, en la  Plaza Mayor?-

No pudo encontrar mejor disculpa, era todo lo que su cerebro procesaba. Mientras el aleteo de su corazón bombeaba sangre en su rostro.

-No, se equivoca. Trabajo aquí, y no creo haberle visto antes-

-Aquí, ¿en el Tanatorio?… ¿en qué trabaja?-

Ella le miró, un tanto sorprendida.

  • Soy la Tanatoestilista, y no sé qué importancia puede tener mi trabajo-.

-No entiendo, ¿qué es eso?-

 

-La que maquilla a los muertos, la que los prepara. Entre mis funciones está también  hacerles la manicura, cortarles el pelo. En fin, hago estilismo a los muertos. Así que no soy la persona que busca, lo siento-

Marchó pasillo adelante, sin volverse a mirar a Alberto. Él se quedó en el recodo que formaban las salas sin pensamientos, ni sangre. De pronto sus piernas se le flojearon. Aquellas manos adoradas, con la sortija de ónix maquillaban los muertos. Sus dulces manos, pulían las uñas de cadáveres, cortaban su pelo, los vestían…

 

Al cabo de un tiempo indefinido porque no tuvo conciencia de cuanto estuvo parado en el pasillo,  escuchando los pasos de la mujer hasta que se perdieron en el recinto, retomó los suyos, encaminándose hacia la sala donde estaba la madre esperándole, alarmada. El cortejo fúnebre  se había puesto en marcha. Doña Isaura  no era mujer  a la que gustara perder esos festejos. Alberto, llegó hasta ella la tomó de la mano para disculpar su marcha. Comenzó a caminar tras el féretro, camino del cementerio y del resto de su vida. Pensó que mañana, a la hora de salida del banco, volvería. Seguiría el lánguido revuelo de esa mano, durante el tiempo que hiciera falta. Volvería al lugar donde la encontró una y otra vez hasta encontrar fisuras en su condescendencia. En cualquier caso, mañana decidiría que hacer. Ahora tocaba entierro y plañideo con doña Isaura que le esperaba con ceño de cemento.

 

 

FIN

 

 

 

 

FIN

 

 

Acerca de Maria

Escritora María Toca: 1ºPremio Ateneo de Onda Novela, 2016: Son Celosos los Dioses 2ºPremio de Relato Ateneo de Fraga: El Paseador, 2014 Finalista Premio Internacional de Relato Hemingway, 2013 Finalista de varios premios más de relato. Poeta Articulista/Coordinadora/ Fundadora de LA PAJARERA MAGAZINE. Obra publicada: Novela: El Viaje a los Cien Universos Son Celosos los Dioses Relatos coral: Vidas que Cuentan Desmemoriados. Poesía: Contingencias
Esta entrada fue publicada en relato largo y etiquetada , , , , , , , , . Guarda el enlace permanente.