Ice Stone

A Luis, por siempre, para siempre.

 

Se llamaba Encarnación Menéndez de Santos, pero he tenido que buscar en las viejas fichas del colegio para recordar el nombre y poder transcribírselo a ustedes con la precisión de amanuense. En realidad nadie la conoció por su nombre desde que una tarde  algodonosa de finales de Mayo, mientras sor Amelia dormitaba en la mesa  profesoral y nosotras sacudíamos el tedio a base de chismear con papelitos, le inventamos el nombre. Ice Stone, sí, leen ustedes bien, Piedra de Hielo. No recuerdo quien fue la feliz promotora del apodo lo que sí les afirmo es de que triunfó rápido. Encarnita, como se la conocía hasta entonces olvidó su nombre,  a lo mejor ella no del todo, nosotras sí. Pasó a ser  Ice Stone para todas. Y así se quedó porque pocas veces un apodo surgido de la casualidad define mejor a una persona.

Intuyo que ustedes se preguntarán ¿a qué viene ese mote? porque es evidente que los apodos surgen con una historia detrás. Era el caso. Encarnita Menéndez era una niña angelical. Con  melenita rubia natural que se tornaba iridiscente con el sol, formando mechoncitos dorados entre los ocres, enmarcando  una cara de dulces facciones donde asomaban unos ojos azules teloneados por largas pestañas.  Así de almibarada tiene que ser la descripción porque juro que no encuentro fórmula mejor que defina a Ice Stone.

La boca jugosa y enrojecida tal que si acabara de chupar frambuesa, pómulos potentes y piel de melocotón. Una delicia de niña, vamos, de esas que te predisponen a amarla sin condición ni freno. Buena estudiante pero no empollona, presta siempre a ayudar con la explicación o el tema que se atascaba a las menos afortunadas, era de largo la más popular de la clase, que era como decir del colegio entero.

Nos hicimos amigas en una suerte de cambalache alevoso por lo extraño. Una tarde otoñal de principio de curso, después de jugar un partido de balónmano, corrimos ambas a los vestuarios para ducharnos antes de volver a la calle. Al abrir la mochila, después de la ducha, se me atascó la cremallera de tal forma que después de varias intentonas de forzarla por las buenas o las malas permanecía cerrada obtusamente. Ella,  percatándose de la pelea, vino en mi ayuda. A mí me cubría solo una toalla, ella ya estaba vestida y presta a salir. Durante un buen rato peleamos, ambas, con el entramado de una cremallera pellizcada por la lona mochilera. Optamos por romperla al comprobar que era imposible abrirla de buenas formas. Una vez desgajado el mecanismo, saqué mi ropa y ella, amable como era, se prestó a esperarme.

Dejamos el vestuario, dándonos cuenta del silencio que imperaba en él, salimos al largo pasillo que franqueaba la puerta, sorprendidas por la oscuridad y la total ausencia de ruidos que siempre adornaban el espacio, caminamos un tanto sobrecogidas pero risueñas por el recuerdo de la victoria deportiva que acabamos de tener. Nuestro curso se enfrentó al de cuarto, superior a nosotras en un año. Habíamos ganado de forma pírrica y gloriosa. Nos prometimos, todo el equipo, un aquelarre de celebración en una tasca cercana al colegio que se convertía cada tarde en nuestra covacha intima.

Se cuajaron idilios incontables en Los Girasoles, que es cómo se llamaba el antro, también rupturas y desamores, confidencias a media luz que salía de unas lamparitas con bombillas moteadas de cagadas de mosca, mesas de mármol rallado y ensuciadas por restos de café y refrescos que malamente  recogían  la bayeta mugrosa, que Pedro, el camarero, pasaba de cuando en cuando.

Allí habíamos quedado con el resto de las compañeras y allí pensábamos llegar con pasos pastueños macerados de silencio y de una incierta inquietud que nos provocaba el silencioso y oscuro pasillo.

-Se han ido todos, Marga- dijo con voz desolada Ice Stone.

-Mujer, alguien estará por ahí. No creo que nos dejaran encerradas-

Al decirlo me di cuenta que ponía en palabras el temor de ambas al ver el  edificio silencioso y sin luz. Caminamos en silencio hasta la entrada, contemplando lo diferentes que se veían las estancias en el silencio atronador de una tarde noche y completamente vacías. Una desolación preñada de tristura empañaba las aulas, el verde de las paredes parecía sucio y plomizo, matizado por el claroscuro que trasparentaban las ventanas. Fuera se hacía de noche rápidamente y la soledad nos invadió aparejada con un manto de tristeza.

Llegamos al portón. Tal como intuimos arriba, estaba cerrado a cal y canto. Aporreamos, al principio con cautela, para al poco, perder la calma y emprenderla a patadas con la puerta. Nos desgañitamos gritando por ver si desde afuera alguien nos oía y daba la voz de alarma. Agotadas por el esfuerzo, decidimos sentarnos a esperar, pensando que en los Girasoles alguien nos echaría de menos y volvería a buscarnos.

Vana esperanza. No sé el tiempo que pasamos en  espera. Cuando el frío comenzó a acogotarnos optamos por volver a algún aula donde refugiarnos, perdida la esperanza de redención. Intentamos entrar en recepción para realizar una llamada a nuestra familia. Ice Stone, me dijo.

-Llama tú a la tuya, en la mía no habrá nadie y si lo hay da lo mismo. No vendrán-

El latigazo de su frase me sorprendió, no tanto por el texto como por el tono frío, indiferente que mostró al decirlo. En mi caso, imaginaba el drama que se ocasionaría en mi casa al no volver de noche. No podía imaginar la desesperación de mis padres y el disgusto. Teníamos catorce años y los tiempos no eran los actuales.

No conseguimos entrar en recepción ni luego en ninguno de los despachos. Todos estaban cerrados con llave. Maldecimos cien veces  la cautela del cuadro directivo del colegio ¿A quién temían encerrando sus antros? nos preguntamos enfurecidas.

Fueron pasando las horas, el cansancio hizo mella en nosotras. Y el hambre. Rastreamos los armarios de las distintas aulas a fin de encontrar algo mínimamente comestible, y conseguimos un botín jugoso, dadas las circunstancias. Dos paquetes de galletas empezados, un zumo a la mitad, un trozo de bocadillo de chorizo, olvidado, con pan reseso de días y varios trozos de chocolatina, también olvidadas, en bolsillos desconocidos. Con el tesoro reunido, nos aposentamos en una de las aulas, previamente acarreamos varias colchonetas del gimnasio augurando una noche larga y varios abrigos con que taparnos y decidimos que al mal tiempo buena cara. Nos tumbamos con las provisiones, guarecidas bajo los abrigos, dispuestas a afrontar la aventura de pasar una noche en el caserón del colegio, que a esas horas parecía un lóbrego mortuorio.

 

 

No aplacamos el hambre ni tan siquiera el frío que nos azotó durante la noche sin mayor piedad a nuestro desamparo, pero afrontamos el silencio como lo han hecho las mujeres desde el ancestro: contándonos la vida. Pasamos largas horas hablando de nostras, de nuestras familias, de los sueños que nos iluminaban una adolescencia escabrosa e impía. De los amores y desamores, de amigas comunes y desconocidas. En fin, repito, seguimos el rastro ancestral de las  mujeres solas. Hablamos hasta enronquecer.

Rendidas nos dormimos de madrugada. Conocimos los entresijos de nuestras cortas vidas con el detalle grumoso de una percepción personalista y todo lo confusa que puede ser en esos años donde el suelo se tambalea de forma imprecisa y las inseguridades se cubren a base de certezas falsas, en su mayoría.

Ice Stone era hija de padres de clase media. Vivía en una casa amplia, hermosa, en la zona  de empaque de la ciudad. Sus padres convivían de forma metódica pero separada. La madre había conformado una vida entre la soledad y el dispendio que se podía en los años en que se desarrollaba nuestra historia. El padre, amable, pero ausente, atractivo y hombre cotizado por otras mujeres le prestaba la mínima atención para no parecer malvado. Ambos indiferentes, olvidaron que tenían una hija que tuvo que conformarse con la comodidad de una casa, con la soltura del dinero fácil, sin guía ni afecto ninguno. No es que ella lo contara así, que no, ni por asomo. Fueron las conclusiones sacadas de una conversación entrecortada por largos silencios, porque si algo sabía hacer Ice Stone era escuchar. Sus luminosos ojos azules se opacaban o iluminaban, incluso a veces se tornaban sinuosas mechas de acero, conforme escuchaba las confidencias ajenas. Tú, sentías que vibraba con tu cuento, que asentía y tomaba conciencia del dolor o la duda que la expusieras.

No quedaba más que adorarla.

Me conquistó esa noche de confidencias y frío compartiendo la soledad de un aula desposeída de su función, gélida y sombría. A la mañana siguiente, la luz matinal y el ruido de pasos engalanados con una especie de terremoto que luego identificamos con la maquina limpiadora, nos desperezó de golpe. El grito de la limpiadora al vernos salir desgreñadas y mal vestidas del aula, nos terminó de animar. Lo primero que hicimos, que hice, porque ella lo hizo galvanosa y sin ganas, fue llamar a casa. Como pensaba, mi madre estaba al borde de la histeria, mi padre había movilizado a parte de la policía de la ciudad y los gritos que me dirigieron, primero de alegría por recuperarme, luego de enfado por el disgusto, se escucharon en varios metros a través del teléfono. El silencio devolvió la llamada de Encarnita. Nadie la había echado de menos en su casa. Nadie se percató de que una niña de catorce años no volvió a dormir a su hogar.

Marchamos ensimismadas cada una a nuestra casa, no sin antes sellar con un largo abrazo la amistad que sería anclaje perfecto durante muchos años. Justo hasta el deshielo de mi amiga Ice Stone.

Esa mañana no fuimos a clase, en las siguientes nos hicimos inseparables. Labramos nuestra mutua amistad a pesar de vaivenes y cambios. Tuvimos una pandilla amplia y numerosa pero siempre estuvimos cercanas, la una con la otra. Llegué a conocerla mejor que a mí misma, anticipaba sus reacciones de forma que me sorprendía, y mis decisiones jamás se tomaban sin su aquiescencia o una larga discusión para saber qué camino tomar. En honor a la verdad diré que en justa correspondencia ella hacía lo mismo conmigo.

He disgregado tanto que me doy cuenta que aún no he contado lo referente a su mote. A ello voy.

He dicho que  Ice Stone era amable y buena escuchadora, amplia de miras y amiga de ayudar. Cuando conocía a alguien lo rodeaba de un halo de amabilidades tan amplio que la otra persona quedaba irremisiblemente condenada a levitar a su alrededor de puro placer . Sabía perfectamente el gusto ajeno y se plegaba a cumplirlo. Siempre acertaba con el regalo, con el bocado preciso para todos. La palabra de consuelo o la risa ante las ironías o sarcasmos que a las demás nos costaba tiempo entender.

Así fue durante todo el tiempo de nuestra amistad. Los que la rodeábamos vivíamos en una especie de paraíso de amabilidades y dulce complacencia hasta normalizarlo y parecernos que era natural su forma de hacernos la vida fácil.

En una ocasión, la primera en que observé el efecto de la desafección en ella, una amiga mutua nos hizo un feo –quisiera recordar qué o cuales fueron las acciones realizadas, pero me es imposible, el tiempo ha borrado los hechos, no así las sensaciones vividas- Ice Stone la adoraba, como yo. Creo que no fue importante su mal paso, un olvido, una desatención sin mucha importancia. Al siguiente día de realizado el desprecio, Stone, pasó a no verla. Y no es alegoría. Es que dejó de verla, la ignoró de tal forma que la pobre infiel se vio arrojada del paraíso conformado por nostras –las que seguíamos ciegamente a nuestra amiga- para volver al dolor terrenal de no pertenencia al grupo escogido. Expulsada del paraíso de amabilidades y complacencias que tejía  Ice Stone para las fieles.

Nosotras solicitamos tímidamente su clemencia. Imploramos el perdón o al menos la indiferencia. No hizo mella en Stone, que caminaba en silencio escuchándonos sin oírnos y marcando una distancia de hielo sobre la condenada.

Sucesos como este que cuento hubo varios. Todos seguían el mismo patrón. Ante la mínima desafección, ella, aplacaba su amor, su dedicación para tornar frialdad lo que antes era cálida amistad o amor filial. La comenzamos a llamar Ice Stone al ver su indiferencia, como el azul de sus ojos se tornaba tormentoso hielo acerado, como se helaba la sonrisa en sus labios para convertirse en sutil mueca de desprecio. Lo mejor de todo es que era innato, no se daba cuenta, no lo premeditaba y era rápido. Pasaba del amor a la indiferencia absoluta en no más de media hora. Callaba, se encerraba un rato en si misma para tornar distante, gélida irremisiblemente elevada.

Más tarde se enamoró como una se enamora la primera vez. De forma excluyente, precisa, arrebata, donde no existe nada que no sea él. Él y sus llamadas. Él y su tiempo. Él y sus opiniones. Él y sus creencias. Vivió en estado levitativo durante meses. El chico era guapo a morir. A todas nos titubeaba la voz y las piernas temblaban  cuando Guillermo  llegaba a buscarla. Una melena rubia en desorden coqueto, el tono tostado de una piel bien surfeada, andares de zancada desaliñada pero elegante, alto, con un torso color canela y musculado hasta la extenuación, nos arrebató desde el primer momento. Verle caminar con la tabla de surf camino de las olas se convirtió de pronto en pasatiempo ideal para todas. Fue un poco el novio de cualquiera de nosotras. El hombre que en nuestros sueños cumplía las expectativas de cada una. El caballero andante que llegaba con flores,  bombones o con una bella concha encontrada en la playa recitando las palabras precisas para encandilar.

 

Una tarde, Stone,  llegó a mi casa a deshora. Venía pálida, surcada de sombra su mirada azul,  silenciosa atravesó el pasillo hasta mi dormitorio. Una vez allí,  cruzó las piernas sobre la cama y me espetó sin ningún aspaviento.

-Voy a dejar a Guillermo-

-¿No es posible? ¿Qué ha pasado?-

-Nada-

-No, ¿cómo que nada? Llegas, sueltas la bomba y dices que nada…No, me cuentas y con detalle-

-Es que no se que contar. No ha pasado nada. Me he dado cuenta de que es gilipollas, sin más. Y que no me quiere-

-¡Cómo puedes decir eso! siempre está pendiente de ti. Es guapo a morir, bebe los vientos por ti…-

-No tanto-

No fui capaz de sacarla del mutismo. A partir de ese momento, una larga lista de desatenciones, plantones, evitación de contacto siguieron hasta que el pobre chico se percató, más por su silencio helador, que todo se había acabado. Su dejadez nos dejaba sin habla. Dejar a Guillermo fue el acto más sublimemente heroico que nadie se hubiera atrevido jamás. Y dejarle por nada, porque no fue capaz de explicarnos por qué.

 

Fue muchos años después cuando una noche de vino y risas me atreví a preguntar de nuevo qué pasó con Guillermo. Entonces contó dejándome aún más perpleja.

-No pasó nada, Marga. Nada concreto. Un día quedamos, una hora antes de la cita me llamó que había vuelto su hermana, si no me importaba dejar para otro día nuestro plan. Quería estar con ella. En otra ocasión, esa misma hermana le llamó, estábamos a punto de hacer el amor, teníamos por delante una noche maravillosa que habíamos planeado con cuidado. Ante su llamada, se fue, con disculpas, pero se fue. Y no pude con ello. Quien esté conmigo está conmigo, sin reservas. Todo el amor, todo el enamoramiento que sentía se me fue en media hora. Cuando cruzó el dintel de la puerta se puso en marcha el congelador sentimental. Al cabo de media hora, no más, una enorme mole de hielo apagó el amor que sentía por Guillermo. No soy capaz de controlar esa sensación, ni de dosificarla…¡qué más quisiera! pero el hielo enfría y seca todo sentimiento. En minutos, Marga, en poco tiempo-

La miré consternada porque entendí de golpe las cosas inexplicables que a lo largo de nuestra larga amistad había vivido. Recuerdo que mi pensamiento fue  que ese bloque de hielo inmenso jamás se interpusiera entre ella y yo.

Años después conoció a Jesús. Para entonces era abogada y su prestigio profesional iba ascendiendo con cierta contundencia. Seguíamos siendo amigas, las mejores amigas. Jesús era un abogado de prestigio, pasaba de los treinta, mientras que nosotras no teníamos más de veintiseis. Era de otra ciudad, vino como refuerzo en un caso interregional que llevaba su bufete. Una aureola de prestigio le precedía y como antes ocurrió con Guillermo, era bello sin ambages. Moreno, agitanado, con la barba cerrada sombreando una piel lustrada de lunas. Pelo ensortijado y un cuerpo para perderse entre su pecho y colgarse de unos brazos memorables. Recuerdo el impacto que me produjo el día que me le presentó en el viejo tugurio de Los Girasoles, donde seguíamos quedando cada poco. Su culo caminaba solo. Las nalgas de Jesús danzaban con acordes no escuchados pero sentidos por ambas.

Se enamoró de él como una loca. Y él de ella. Formaban la pareja perfecta, bellos, contradictorios, elegantes, inteligentes. Conformaban en torno a ellos una aureola de feliz complicidad que impregnaba a los presentes.  Había un problema: Jesús era casado. Vivía en otra ciudad, cercana, con su mujer y un pequeño de tres años. Su matrimonio no era desgraciado, su mujer era encantadora y tenían una relación cordial. La pasión ilimitada que los unió hizo efecto de volcán absoluto. Pero no la engañaba, vivía con su mujer una apacible relación sin altibajos, con la amistad sujetando el entramado, aunque confesaba contrito, que exento de la pasión que Ice Stone le provocaba.

Vivieron en una vorágine sentimental que compartí como compartía todas las experiencias de Stone, tal que mías. Yo, menos afortunada en belleza y en carisma, navegaba por un noviazgo sin estridencias pero cariñoso. Previsible, con una vida ordenada y sin mayores dispendios, me atraían locamente las vivencias de  Ice Stone. Hubo noches que llegó a mi casa envuelta en lágrimas y desesperada.

-No puedo más Marga, es imposible soportar el dolor de verle marchar y saber que mañana está con ella. Que duerme con ella, que hace el amor con ella-

Mi consuelo era poco más que abrazarla y pedirle calma o paciencia. Él estaba enamorado, era claro. Todas lo veíamos, cuando sus ojos se iluminaban, cuando volvía estando a medio camino de su casa para robar unas horas al sueño por estar con ella. Nos emocionábamos cuando sus ojos se acristalaban ante la separación.

Ella rompió varias veces. Y las mismas volvió con él, apergaminada, desesperada por no poder estar sin su presencia, aunque fuera compartida y unas horas tan solo. La pesaba la traición a la otra. Llegó a obsesionarle el dolor que, de enterarse, le produciría. A la vez se juramentaba cada nueva estancia de Jesús, en que sería la última,  que no había nacido para amante o segundona. Y él se torturaba entre ambas. Amaba tiernamente a su pequeño, compartía con él cada momento de su infancia, nos contaba sus ocurrencias con verdadero cariño sintiéndose culpable por hurtarle las horas que pasaba con Ice.

Un noche de madrugada sonó el teléfono. Me sobresalté y al tomarlo la voz de Stone sonó apagada, como cuchicheo sutil.

-Marga, la ha dejado. Se ha venido con la maleta a mi casa. Ahora está en la ducha y te llamo para contártelo. Mañana hablamos-

Y colgó, dejándome con la expectación de llegar al día siguiente para saber. Quedamos en Los Girasoles al mediodía, Jesús estaba en el juzgado.

-Apareció sin esperarle, Marga. Ya estaba acostada cuando vino y me dijo que no podía más con la separación, que no soportaba sentir otro cuerpo cerca que no fuera el mío. Habló con su mujer, le confesó todo. Ha dejado su casa, el coche, el dinero. Todo. Ha venido a mi casa con una pequeña maleta con su ropa. Estamos buscando un bufete donde pueda integrarse o formar uno nosotros, ambos, porque también abandonó el trabajo. La mujer está destrozada, el niño le echa de menos…pero estamos juntos-

No estaba alegre. Me pareció que un velo de tristeza matizaba sus ojos, como si entre los visillos de su azul brillante asomaran las sombras. Me explicó que le dolía el dolor ajeno. Que era duro cimentar la felicidad sobre la desgracia de otros. Y era sincera.

Durante esos meses no nos vimos demasiado. A veces quedábamos, ella con Jesús, yo con mi pareja. Parecían felices, siempre con los ojos entrelazados a la vez que sus manos, como si no pudieran dejar pasar mucho aire entre sus propios cuerpos.

Una tarde se acercó hasta mi oficina. Al verla presentí que venía precedida de algo importante. Sus ojos los velaban ojeras oscuras, el pelo recogido dejaba al pairo una cara como de Dolorosa.

-Hola Marga, ¿comemos juntas?-

Claro, nunca le negaba nada a mi adoraba Ice Stone. Salimos hacia el restaurante, ella callada apretada a mi lado. Al sentarnos, espetó de pronto.

-He dejado a Jesús. Si no te importa me quedo en tu casa, no puedo volver a la mía porque hasta mañana estará él y no quiero pasar una noche bajo el mismo techo. No tanto por mí como por él-

-¡No puedo creerlo! Será una discusión y volveréis, Jesús y tú sois la pareja perfecta. Después de todo lo que habéis sufrido… ¿qué ha pasado?-

-Se me pasó, Marga, se me pasó el amor. Otra vez la fábrica de hielo se puso a funcionar, sin mi permiso, Marga, te lo juro. Pasa, sin más-

-A ver, Stone, ¿algo habrá pasado para que vuelva el hielo?-

-Sí y no. Han pasado cositas. El niño que le llama y él que se queda maltrecho por el dolor. Ella que le pregunta cosas banales, él que sale corriendo a solucionar problemas de allí. No está por mí, Marga, no como antes. Antes era yo la ausente. Era la otra,  la que sufría y él corría a aplacarme, ahora las tornas se han cambiado. Ahora yo soy la principal y ellos son la aventura, o la desventura. Y no lo soporto. Se me ha pasado el amor. Solo queda un poso de amargura. Se me pasó el otro día-

-Todo lo que cuentas es normal. Está divorciado y tiene una familia, no puedes pedirle que abjure de su pasado y más cuando hay un nene pequeño-

-¡Jamás se me ocurriría! le despreciaría si no los amara y los cuidara como lo hace. Es admirable, de verdad. Pero se me pasó el amor. No puedo evitarlo. Verás, la otra noche estábamos haciendo planes para la nueva casa en la que planeábamos vivir, la mía es pequeña para dos y no reúne condiciones para cuando  el niño viniera. Estábamos distribuyendo  muebles, preparando las posibles reformas cuando sonó el teléfono. Era ella, el niño tenía fiebre alta y salía para el médico. Él de forma intempestiva salió disparado. Volvió al día siguiente, tenía juicio, estaba muerto de sueño pero fue brillante como siempre. Ocurrió que durante la noche se puso en marcha el hielo. Y a la mañana siguiente no le quería, Marga. Se me había ido irremisiblemente el amor que sentía por él. No puedo obviarlo, no puedo tolerar no ser yo el objeto total de su vida. Y a la vez comprendo que no puede ser. Le he dejado, mañana sale de mi casa, creo que volverá a su ciudad para estar cerca de su pequeño-

Argumenté frente a su cara hierática. Hasta supliqué su cordura sin efecto alguno. Miraba hacia mí como si no estuviera, incluso tuve miedo de que animara a su hielo en mi contra.

Nada se pudo hacer. Días después vi a Jesús, caminaba contrito y cabizbajo, en su cara había dolor, en sus ojos miedo y desesperanza.

Le abracé con fuerza.

-No lo entiendo Marga. La amo con todas mis fuerzas, pero no entiendo que pasa. Me trató con distancia, como si fuéramos dos desconocidos. Lo que más me duele es ver su frialdad. Se le ha pasado el amor en un día. Es imposible, creo que no me ha amado nunca-

-Sí, Jesús, te ha amado como pocas veces la he  visto amar. Pero no puede evitarlo, quizá hay en ella heridas sin curar que la ponen en guardia. Quizá la desatención sufrida en su infancia le ha marcado a fuego. La llamamos Ice Stone por eso. Si no estás por ella y para ella, si abandonas un solo minuto su atención…una cámara de hielo se pone a funcionar y la convierte en un bloque frío. Olvida el amor, es como una descarga que le cae dentro del corazón y ya no hay vuelta atrás. Te ha amado pero ya no. Es inevitable, Jesús-

Le vi caminar calle abajo con las manos escondidas en los bolsillos de un gabán. Hacía frío, las calles estaban mojadas de lluvia y él sabía que había sido expulsado del paraíso para siempre jamás.

Años después le encontré de forma casual en Madrid. Estaba calvo, lucía una barriguita florecida, en sus ojos no había luz, y la boca dibujaba un rictus amargo como si succionara limón. A los labios les envolvía un paréntesis de mueca amarga y había perdido su culo. Llevaba colgado del brazo a una mujer vulgar y a dos niñas. Eran suyas, de un segundo matrimonio donde ahogó su desesperanza. Eso no me lo contó pero yo supe verlo. Y es que nada conforma salir del paraíso de Ice Stone.

Que por cierto, ha logrado ascender hasta lo más alto en su profesión. Sigue sola. Seguimos siendo amigas. Y no, no ha dejado de helar en su alma. Y yo hasta ahora he estado a salvo.

María Toca©

 

 

Acerca de Maria

Escritora María Toca: 1ºPremio Ateneo de Onda Novela, 2016: Son Celosos los Dioses 2ºPremio de Relato Ateneo de Fraga: El Paseador, 2014 Finalista Premio Internacional de Relato Hemingway, 2013 Finalista de varios premios más de relato. Poeta Articulista/Coordinadora/ Fundadora de LA PAJARERA MAGAZINE. Obra publicada: Novela: El Viaje a los Cien Universos Son Celosos los Dioses Relatos coral: Vidas que Cuentan Desmemoriados. Poesía: Contingencias
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