Equivoqué mis pasos, esta tarde, aturdido por el ruido y las luces. No tenía costumbre de comprar solo. Comenzaba a lamentar mi suerte o la ineptitud, buscando con ahínco el rotulo que indicara: sección de caballeros, cuando volteé los ojos, chocándome con ella. Ella no era ella, sino un vago reflejo en el espejo, que desde el ángulo muerto de la escalera eléctrica, contemplé con arrobo. Una espalda, jugosa, que anticipaba una tersura tibia, como de piel de angora; la curva de sus ancas, y el suave reboleo del seno que vibraba al compás de unos movimientos gatunos y perversos. Ella era piel. Me dejó perplejo e incendiado, hasta que se volvió. Contempló mi mirada, adivinó la angostura de un deseo que saltaba con chispas, por mis ojos, a todo lo que no fuera la visión de su cuerpo a medio vestir, en el espejo. Cerró dando un portazo, y yo seguí buscando el rotulo. Debía comprarme unos pantalones, sin demora. La tarde ya no fue la misma. Su imagen pesaba demasiado.