El dulce adios

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Recibí el golpe de frío de la calle en plena cara, como si de un latigazo se tratara. Aún no había cuajado el invierno y ya notábamos el rigor de su temperatura e inclemencias. Subí el cuello de mi abrigo. Hoy había salido pronto del trabajo,  sorprendería a Diana comprándole lo que se que le gusta, por encima de todo. Adivinaba el tintineo de sus ojos al verme con la caja, se la iluminan con lucecitas tibias, amarillas, como de mica, al darla el regalo; luego intentaría conseguir una velada como las de antes, cuando el tiempo se nos deshacía entre las manos y la pasión lo llenaba todo de deseo y palabras en un dialogo sin prisa, de miradas, de sueños compartidos.

Hacía mucho que no nos dedicábamos momentos el uno al otro, que nuestras palabras se helaban antes de pronunciarse, que dejábamos pasar los días con diálogos iguales unos a otros, en donde cada uno sabía su guión y lo recitaba cambiando algún matiz. Ya no reía con el canto feliz de hembra confiada, ni miraba mis ojos para ver en ellos reflejado el deseo mordaz que me asaltaba nada más sentir su presencia.

Esta noche era buen momento para  hablar de nosotros. Tomar su mano entre las mías, mirarme en la profundidad de su mirada azul, perderme entre sus  brazo, esculpir con besos los labios y revivir los momento de intensidad de nuestro amor. Haría resucitar el rescoldo levemente apagado, y para eso, necesitaba llevarla su golosina, los marrons glacé que ella adoraba.

Parece que han pasado muchos años desde que la emoción embargaba nuestras vidas….y no ha pasado tanto. Unos meses, casi un año. Pero los sentimientos se diluyen en la cotidianeidad. La pasión en la rutina. Noto como las miradas antes irradiaban calor, ahora son destellos apagados de ojos moribundos. Nuestra piel que se erizaba al mínimo contacto mutuo, se muestra indiferente a las caricias que a veces nos prodigamos, más por costumbre, de día en día apagada la llama, que por verdadera pasión y sentimiento.

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Subí al metro, adentrándome en las entrañas de esta ciudad que nos devora, a la vez, que hace que vivamos en alerta total, en  despropósito de carreras contra la naturaleza.

Iba apretado, entre gente desconocida, con la proximidad lejana de los extraños mezclados. Miraba sus rostros, que como el mío denotaban cansancio, sueño, en los momentos de recogida hacía el nido de cada uno. La expresiones eran quietas, indiferentes, cansadas, como la mía, imagino. Seres iguales unos a otros, cada uno con su vida a cuestas, con historias mezquinas  o heroicas, con felicidad o desgracia, pero sobre todo con sueño, con un halo de cansancio y tedio en la mirada que nos adormece y nos hace similares.

Ansiaba llegar a casa, entrar en la calidez del seno de mi hogar, retomar las costumbres que día a día habían  pergeñado el tiempo y los usos cotidianos.

Todas las noches tomo  ese caldo que ella prepara para dar tono a nuestro cuerpo cansado de la jornada. Encendemos la televisión, que con su cháchara consigue obnubilar nuestra mente y evitar la conversación que se pierde en las palabras no dichas y por ello olvidadas. Y si hablamos se dicen  cosas banales, esperando respuestas iguales a las de todos los días.

Hoy intentaré que sea algo distinto. Debía averiguar porque la mirada de Diana estaba  ausente .Sus ojos me huían desde hacía mucho, y su piel  me huye cuando la toco.

Quizá la rutina, que sin sentirla, asesina las pasiones y los sentimientos más profundos, había hecho mella en nosotros. La rutina,  que escarnece a la pasión más fuerte, que alivia el corazón más exaltado, había hecho presa en nosotros, nos estaba ganando la batalla.

Tiempos aquellos en los que nos prometíamos un romance perpetuo. Que con solo mirarnos nos estallaba el amor y sobraban las palabras para decirnos todo, con el cuerpo, con la mirada, con el roce ligero de una mano en la piel.

Corríamos a casa, desde donde estuviéramos, para consumar nuestro fuego en bloque, abrasados de pasión y de impaciencia.

El metro se iba llenado en una rotación constante, gente que subía, otros bajaban con pasos cansinos hacía un destino incierto.  Llegaba a mi estación, noté de pronto, que un leve soplo de miedo me contrajo el estomago, me sonreí por dentro, nada malo podía pasarme hoy, Diana me esperaba, cerca de mi pecho reposaba la cajita con sus marrons, y yo daría un giro a nuestra vida, para despertar el letárgico amor que posaba en ella.

Los  marrons glacé   eran su dulce favorito, se premiaba con ellos en circunstancias especiales,  o se compensaba de algún dolor o rabia, con uno, apenas dos, me encantaba contemplar cómo se llenaba la boca, cerrando los ojos irisados y dejaban que el dulce la embriagar de placer.

Yo asistía divertido a esa glotonería momentánea, deleitándome, a mi vez, con la belleza de esa cara atravesada de placer, recordando y recreando los momentos en que su gesto se deleitaba en mi cuerpo, que sutilmente se diluía bajo mi peso.

Amamos la belleza al conocerla, luego, pasa desapercibida en aras de la costumbre. Diana, había surgido como una luz, en mi vida mediocre, de persona normal, anodina. La dio luz, la encendió, hizo que los días que sucedían iguales unos a otros, se iluminaran como día de fiesta.

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Así fue desde que la conocí,  sentía el milagro al verla despertar cada día en mi cama, al contemplar su belleza en mi vida. Hasta que la costumbre había tejido unas redes sutiles en mi cerebro. Su belleza era igual, el azul de sus ojos se tornaba, a veces oscuro pozo de añil, pero ella seguía bella como pocas, aunque ya no me diera ni cuenta, aunque ya no me sorprendiera ver los ojos irisados de mica, cada mañana al lado de mi cara.

El amor se había tornado costumbre y estaba ahogándonos, lo notaba, sabía que era  preciso reavivar el rescoldo, convertirlo en llama otra vez, incendiar nuestros días con un amor espeso, solapado, dejar que trascurrieran como al principio, cuando cada hora era una sorpresa contundente.

Llevaba los marrons y otras viandas igual de deseadas por ambos,  encaminé mis pasos hacía casa llevándolos muy cerca del pecho, como si quisiera imbuirlos de una pasión que alimentara el deseo de Diana, de no perder su admiración ni ese amor incondicional y ambiguo que como milagro había surgido, no sabía como.

Era muy pronto aún, le daría una sorpresa al verme llegar, sin esperarme, cenaríamos bajo la luz de la velas y haríamos el amor como en los tiempos de la premura pasional. Surgiría el milagro otra vez, y sus ojos volverían a ser brasas mirándose en los míos.

Al entrar, noté que la casa estaba más fría que de costumbre, había una ventana abierta en el salón, cosa extraña dado lo friolera que era ella, siempre amparada en sus largos jerséis, envuelta en la vieja manta que acolchaba su cuerpo frente al frio. Y de noche acurrucada entre mis piernas sorteaba las bajas temperaturas hasta la llegada del verano.

-Diana, cariño, he salido antes, tengo una sorpresa para ti-

El silencio me devolvió la realidad de estar solo en casa. Miré en las habitaciones, en la cocina, en el baño, nada, no había nadie. Solo la presencia gélida de una ausencia no esperada.

Al volver sobre mis pasos, casi me caigo, tropezando contra algo que me pareció un bulto en el pasillo, que antes, no había visto, por la falta de luz, o el exceso de entusiasmo al entrar en casa esperando verla aparecer.

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Presioné el interruptor a fin de iluminar la estancia, en ese momento comprobé que el bulto con el que había topado eran las maletas de Diana. Estaban alineadas a un lado de la puerta de casa, dispuestas para ser tomadas en breve.

No entendía lo que pasaba ni que significaba lo que estaba viendo, confuso miré a mi alrededor, llevaba aún las viandas en mi mano.

En el aparador de la entrada había un sobre con mi nombre. Con mano temblorosa lo cogí, temiendo el destino  que su texto podía dar a mi vida, entendía que lo visto hasta ahora tenía trascendencia.

“Fernando, habrás visto las maletas y te estarás preguntado el significado de tenerlas ahí.

Están preparadas para que mañana vayan a recogerlas. Yo no tengo ni fuerzas ni valor para ir personalmente .

Estoy lejos, muy lejos,  me voy de ti porque no puedo soportar la lenta agonía de un amor que compartimos y vivimos plenamente.

Ha acabado Fernando, de eso tengo certeza, nuestro amor se ha ido, solo queda enterrarlo y eso lo tendrás que hacer tú solo, yo con cobardía que  no niego, huyo del dolor y me refugio en otros brazos.

No me busques ni intentes hacer nada por retomar lo nuestro, se ha ido, se ha acabado, es mejor asumirlo. El tiempo se consumió y el dolor de vernos languidecer sin la pasión de antaño, se me antoja insufrible.

Simplemente no podría soportar un día más sin ver  el deseo en tus ojos.

Diana”

Dejé los marrons en el viejo aparador de la entrada, mientras contemplaba las maletas y mi vida pasar entre ellas. Mi vida sin ella, y los días que quedaban por vivir, anodinos, espesos, entre la niebla de la desesperación y el sueño de volver a estar solo.

Al menos nadie enfriaría mis pies en mis noches de soledad, pensé de momento, mientras muy lentamente me desprendí del abrigo, dejé los marrons sobre la mesa, los saqué de dorado tarro que los contenía y fui aplastando uno tras otro, con la fuerza de mi mano, con toda la fuerza de la que fui capaz, hasta hacer con ellos una pasta espesa, blancuzca, azucarada, quizá como mi vida.

Presioné el interruptor a fin de iluminar la estancia, en ese momento comprobé que el bulto con el que había topado eran las maletas de Diana. Estaban alineadas a un lado de la puerta de casa, dispuestas para ser tomadas en breve.

No entendía lo que pasaba ni que significaba lo que estaba viendo, confuso miré a mi alrededor, llevaba aún las viandas en mi mano.

En el aparador de la entrada había un sobre con mi nombre. Con mano temblorosa lo cogí, temiendo el destino  que su texto podía dar a mi vida, entendía que lo visto hasta ahora tenía trascendencia.

“Fernando, habrás visto las maletas y te estarás preguntado el significado de tenerlas ahí.

Están preparadas para que mañana vayan a recogerlas. Yo no tengo ni fuerzas ni valor para ir personalmente .

Estoy lejos, muy lejos,  me voy de ti porque no puedo soportar la lenta agonía de un amor que compartimos y vivimos plenamente.

Ha acabado Fernando, de eso tengo certeza, nuestro amor se ha ido, solo queda enterrarlo y eso lo tendrás que hacer tú solo, yo con cobardía que  no niego, huyo del dolor y me refugio en otros brazos.

No me busques ni intentes hacer nada por retomar lo nuestro, se ha ido, se ha acabado, es mejor asumirlo. El tiempo se consumió y el dolor de vernos languidecer sin la pasión de antaño, se me antoja insufrible.

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Simplemente no podría soportar un día más sin ver  el deseo en tus ojos.

Diana”

Dejé los marrons en el viejo aparador de la entrada, mientras contemplaba las maletas y mi vida pasar entre ellas. Mi vida sin ella, y los días que quedaban por vivir, anodinos, espesos, entre la niebla de la desesperación y el sueño de volver a estar solo.

Al menos nadie enfriaría mis pies en mis noches de soledad, pensé de momento. Lentamente me desprendí del abrigo, dejé los marrons sobre la mesa, los saqué de dorado tarro que los contenía y fui aplastando uno tras otro, con la fuerza de mi mano, con toda la fuerza de la que fui capaz, hasta hacer con ellos una pasta espesa, blancuzca, azucarada, quizá como mi vida.

 

Acerca de Maria

Escritora María Toca: 1ºPremio Ateneo de Onda Novela, 2016: Son Celosos los Dioses 2ºPremio de Relato Ateneo de Fraga: El Paseador, 2014 Finalista Premio Internacional de Relato Hemingway, 2013 Finalista de varios premios más de relato. Poeta Articulista/Coordinadora/ Fundadora de LA PAJARERA MAGAZINE. Obra publicada: Novela: El Viaje a los Cien Universos Son Celosos los Dioses Relatos coral: Vidas que Cuentan Desmemoriados. Poesía: Contingencias
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