¿Cuándo te hiciste viejo? ¿cuándo te poseyó la furia del ancestro hasta esculpir tu rostro a su medida? ¿Cuándo se te creció en el alma la penuria y el moho que te hace mezquino, resentido y opaco? Con los años, querido, y los desfalcos del tiempo se te oxidaron las sonrisas que aplacaban la miseria que debías portar en el bagaje y con ello se quedó al descubierto la mueca obtusa de la verdad lacerante: eras un ser pequeño que quería ser grande, un ser mezquino que añoraba ser generoso. Tendías puentes para degollar con mano firme a quien osaba transitarlos hacia ti. En conclusión, querías ser otro porque no te gustabas. No te gustabas nada, menos que nada, es más, te aborrecías. Por eso en tu desprecio a ti mismo salpicaste tanto. Hasta pringar a los que te rodeamos. Y en eso te hiciste viejo, amargado, solitario y te creció el ancestro, solo que no te diste cuenta porque cuando te contemplas en el espejo ves otra figura. Si vieras tu rostro, no dudo ni un momento que romperías el arquetipo que te devuelve la faz del otro. Ese que decías aborrecer y no es verdad por mucho que te empeñes.
Lentamente, ha invadido con paso calmo tus ojos, tus fauces caballunas, esa frente que se despeja camino de una alopecia ruin. Se escapa por tus ojos la mirada del otro. Y no quieres verla, por eso rompes espejos y almas que la reflejan. Huyes arrasando a tu paso cualquier obra humana que te recuerde que tú no has hecho nada.
Y te haces viejo sin pausa y sin recato. Vas desgranando carcunda enfebrecida con la voz que trona en tono disuasorio y engolado. Tal que la de él.
Ha invadido tu garganta. Se contrachapó en tu faringe, fagocitó tu corazón y ahora escupe proclamas por tu boca. Tú no te das cuenta porque no te oyes, pero es él quien habla. Yo que te escucho y le escuché a él detrás de los visillos siglo a siglo, sé de lo que hablo. Allí, en los rincones del palacio de invierno cuando el arrullo del agua amansaba las furias y tormentas, su voz sonaba como ahora la tuya y los goznes de cadenas con que apresaba las almas de quien no se sometía a su vesania son regüeldos de los tuyos de ahora
El mismo aire se condensa y se amalgama al paso del discurrir de los días en que tú, o él, camináis planos sobre la cimentada sombra del tiempo y a ladridos obscenos expulsáis de los laterales del camino a quien ose, con su sombra, oscureceros. Ambos. Porque él habita en ti y tú ahora eres él.
Con su muerte comenzó el trasvase. Una trasmisión etérea, vacua del mensaje envuelto en miedo y en cadenas que arrebolan de nubes cavernosas cualquier atisbo de luz que suponga entrever una realidad medrosa.
Es el miedo. Esa es la enfermedad que le mató y que te matará. Miedo a perder lo que nunca se tiene. Miedo a perder lo que es evanescente y se regala, mientras él, y ahora tú y él, emprendéis guerras abiertas para conquistar lo que es gratis.
De golpe se te cayeron lustros sobre la osamenta. Se te apelmazaron las carnes, amojamándose el alma a golpe de espuelazo cruento que desangra la sangre juvenil y la torna, espesa, solidificando el plasma que renovaba a duras penas la estulta cavidad de la cabeza. Y se te avinagró el escaso sentimiento, convirtiéndose en odre seco donde anida el guano y el verdín.
Por eso te he reconocido. Y con la misma clarividencia que lo hiciera siglos atrás, huí o me desintegré sin parsimonias ni espejuelos quedándome inerte, colgada de la pared donde anidan los lienzos del esperpento humanizado de esta gran familia de monstruos que han asolado el valle durante los siglos y seguirán por tiempos venideros.
María Toca