Suenan las campanas,
repican a lo lejos, llaman,
con su monotonía, al rezo matutino
a ese dios que se alegra
de ver amanecer cada mañana
en su cortijo y tierra, que posee
con manos de acero y domina
con su puño de hierro
sin piedad, incluso,
muchas veces, hasta con ira.
Repican, claman, con voz acristalada
de metal y de rabia,
adolecen de impaciencia
por llevarnos dentro de la laxitud
de la manada.
Rompen el silencio, luego callan
al ver que todos somos carne
ofuscada, de batalla.
Contienen el aliento ensimismado
de su bronce quebrado
por un badajo que se mueve
mecido por manos mercenarias.
Mañana, al amanecer, vuelven
a rotar las campanadas
y con ellas la naturaleza
se quebranta, porque no quiere
a un dios que no apacigua
ni se ama.
Santander-3-4-2016. 11,52