Padre

Me llegan los ruidos amortiguados, de la calle, como si fueran de un universo paralelo que no tuviera nada que ver conmigo. Como si las livianas paredes que me amparan fueran inexpugnables murallas que me aíslan, tal como quisiera que lo hicieran para quedarme quieta, aquí,pertrechada de lo imprescindible sin ver a nadie ni nada, ahogada en este mar que no sé si es de vergüenza, de dolor o de miedo. Después de descubrir la intrahistoria,  me siento naufraga de un exilio interior que fuerza a la soledad más alejada. Con estas cartas en mi mano, con la chapa de la Cruz de Hierro que enfría mis dedos en la otra, con el cofre desasido del candado que impedía salir a la verdad, siento que todo lo vivido hasta ahora, es incierto, forma parte de una nebulosa pringada de mentiras que no puedo eludir, porque es como si me robaran el pasado. Tal que si no hubiera vivido hasta ahora más que falacias hinchadas, como un globo aerostático que acaba de zarpar.

 

He recibido por herencia una verdad desnuda que  cuarteará el resto de mi vida, hasta voltearla y dejarla sin aire.  Me pregunto si él es quien aparece en estas hojas, o el tibio regazo que mecía mi infancia; el portento que quebraba los miedos con su corpulencia, el viejo  cariñoso que fue en el último estadio de su vida. Ese padre que todas deseamos. Ese hombre amable, dulce, presente en cualquier ocasión, que nos canta canciones en un idioma extraño para alejar los fantasmas de debajo de la cama, a fin de convertirlos en pelusas que salían raudas volando en cuanto él pisaba el linóleo del cuarto.

Él, era  caballo que portaba mis correrías infantiles, montada en su espalda, jineteándole sin piedad, mientras  pifiaba como un potro loco, con tal de divertirme. El que explicaba con larga paciencia y cariñosa sabiduría la Trigonometría y la Química que siempre se me atragantaron, hasta que pude elegir y me decanté por Letras, con gran disgusto por su parte, que me quería física o científica nuclear. Lo que él no pudo ser pero que fue. Lo que él tuvo que ocultar detrás de un oscuro taller de fontanería durante los últimos cincuenta años de su vida, mientras que en los treinta anteriores fue lo que soñó para mí después. Lo que era y no dejaba de serlo.

 

Más tarde, cuando elegí periodismo volvió el disgusto. Eran enfados suaves. Velaba sutilmente el azul de sus ojos, tornándolo acero aplomado  y el tono se le abroncaba un poco, como si las palabras se le agarrara a la garganta, mientras dejaba arrastrar las erres con la pereza de otro idioma. Entonces ella le  miraba y él guardaba el enfado dentro de su pecho, me daba un beso y un apretón de hombros, y decía: “bien, pequeña. Que sea lo que quieras, pero destaca, no seas mediocre. El mundo es de los brillantes, de los que llegan antes a los sitios; los de las filas de atrás no reciben nada. O reciben mierda. No seas mediocre, hagas lo que hagas, sé la mejor” Y callaba. Y los ojos se le volvían otra vez azules, sonrientes y yo me calmaba porque nada podía distorsionar más mi equilibrio que no tener su aprobación. Fui brillante, por no decepcionarle. Hice demasiadas cosas con tal de agradarle y gozar de su aquiescencia posterior.

 

Esculpimos el respeto y un amor infinito que me llegó hasta el fin. Cuando sus ojos se  avidriaron, perdieron la luz que le chispeaba y se volvieron nube que envolvía la nada en que se convirtió.  Entonces fue cuando comenzó a cantar. A toda hora. Siempre en alemán. Ya no estaba ella para sellarle la boca, para acallar ese idioma que pugnaba siempre por asomar a sus labios.

Antes, cuando las canciones  pugnaban por salir y salían, ella  le miraba incisiva. Cuajaba la mirada con el reproche mudo y él, obediente, callaba, dejando  la canción morir en el olvido,  mientras yo protestaba porque para mí era jolgorio puro. Adoraba  escucharle cantar en una jerga indecible, con tono saltarín, melodías plenas de fuerza que erizaban mi piel y enervaban mi espíritu. Ella lo acallaba siempre. Yo la juzgaba como censora cuando  simplemente intentaba protegerle.

Hoy, cuando la crudeza de lo no contado se ha mostrado con la cara cruel de una realidad que se superpone, entiendo los silencios, las calladas palabras ahogadas al poco de salir. Las tinieblas donde se diluían los tiempos que vivimos entre la alegría y el escorzo de lo no dicho. El color azul intenso de sus ojos, esas cejas pobladas, casi trasparentes y el bigote tan rubio que parecía de oro. Como su pelo, aunque ese apenas  le recordaba ya que se perdió al poco de yo tener entendimiento. Mi extraño padre rubio y bello, con la piel mechada de pequitas marrones, tal que oruguitas surcándole las manos, la espalda y hasta la cara. Su sonrisa esbozada,  cuando le contaba como mis amigas me decían que parecía alemán. Mientras él se reía y respondía tomándome en brazos y  saltando conmigo: “alemán de Soria, dile a tus amigas que tu papá es alemán de Soria” Y yo me conformaba mientras acompañaba  su risa sin percatarme de tantas coincidencias. Como cuando nos tuvimos que cambiar de casa con premura. Salir de nuestro pueblo pequeño, familiar y multicolor para venir a diluirnos en un barrio de Madrid, mezclarnos  en la espesura de una ciudad tan grande para que  nadie se percatara de que  era tan  distinto al resto de la gente.  Quizá fuera porque le buscaban, o alguien se arrimó al filo de la verdad oculta.     O que cercenaban demasiados secretos.

 

Por eso, quizá intuyendo algo oscuro que eludía saber, jamás le pregunté. Jamás utilicé mi pericia de periodista activa para indagar en sus silencios, apenas rotos con sonrisas, hasta el último tramo de esa vida cadenciosa y monótona que llegó a vivir a mi lado.

Porque yo le adoraba. No solo fue padre, amigo, cómplice y compañero. Fue eso y más.  Nos alejamos algo mientras tuve el sarampión de aquella juventud agitada por luchas clandestinas, por persecuciones en la Universidad, por protestas comunes a los tiempos y a las compañías. Que le ocultaba con incierta cautela,  pero él con la sagacidad que siempre me dejaba perpleja, adivinaba hasta el último rincón de mis verdades. Mis luchas clandestinas, mis novios o mi promiscuidad. Todo lo censuraba con la mesura típica de un padre protector que quiere eludir los peligros de su hija adorada. Ella, no.  La madre,  siempre fue dura, contumaz en el silencio, persistente en la crítica, ausente del reclamo que la voracidad de mi fragilidad le demandaba. Me acostumbre a eludirla, a recurrir siempre a él.  De esa forma confundimos los tiempos y fuimos padre e hija,  luego me convertí en hermana,  amiga, incluso hasta en madre, al final. Cuando su mente se diluyó en el espanto de un olvido que, imagino, pudo hasta traerle la paz que auguro no tuvo ni mereció jamás.

Imagino las veces que querría hablar, sacar los viejos fantasmas que anidaron  en su mente hasta que la compasiva renuencia de la memoria se apiadó de  y le dejó vacío de recuerdos. O no, porque en los últimos tiempos ts sueño era agitado, cálido. Despertaba envuelto en un  sudor viscoso, con los ojos almendrados de miedo como si le visitaran  fantasmas en formas inanimadas. Voceaba en alemán, mientras el descanso le huía. Para entonces yo sabía que era aquella jerga en la que cantaba años atrás. Sus gritos de espantada vigilia eran en alemán como las canciones de cuna que me cantaba cuando era una niña y refugiaba mi miedo entre sus brazos.

Me dormía envuelta en su olor, que era una mezcla de tabaco picado,  colonia barata y el de su piel. Tenía un olor almizclado en mezcla con  jabón de lavanda. Otras veces, las mejores, olía a crema de afeitar. Acariciaba su cara, suave, como la piel de un melocotón maduro y dejaba entonces, que me besara. Cuando raspaba, no. Entonces le eludía, porque mi piel, era como la suya, blanca, terrosa, frágil, ulcerada de venillas que como vías de tren, surcaban mis mejillas, arrebolándolas a  la mínima.

 

Padre, te volviste insomne a base de convivir con ellos. Imagino que todas aquellas noches, en los últimos años, vinieron a visitarte todos los que habitaron tu juventud . En un desfile incierto que a ti te aterraba e intentabas eludir con gritos enervados de rabia y miedo a la vez. Recuerdo que me asustaban tus voces ahogadas por las mantas; tus palabras espeluznadas. Luego, al acabar todo y recoger el cofre pude entenderlo al fin. Pasaste demasiados años eludiendo recuerdos, tantos que se te almacenaron sin orden hasta salir en el último tramo de la enfermedad. Justo el tiempo que  viviste conmigo.

No indagué, ni quise entrar a valorar los datos que lentamente caían en mis manos, como si la historia quisiera arracimarse ante mis ciegos ojos. Eludí la verdad, tanto como tú la evitaste. Pero la verdad es dura, corre deprisa y acaba por alcanzar al que huye. Así que me alcanzó.

 

Fue la noche en que te fuiste. Cuando cerré tus ojos vi algo que jamás traslució tu mirada. Al morir, se te quedaron, padre, los ojos espantados, como si la ultima visión que tuviste fuera un cortejo fúnebre pertrechado de sombras que lentamente avanzaban del Campo II al III, por el Pasillo del Cielo, ese que conducía indefectiblemente a volatilizarse bajo el efecto de Zyklon B. Quizá te visitaron los viejos que tú seleccionabas con mirada precisa, o los niños que arrancaste del brazo de la madre, para estampar su cráneo contra el suelo, porque según comprobé, ni merecían el gasto del Zyklon B. Además era divertido escuchar como sus cabecitas se estampaban contra el asfalto encharcado del campo. Imagino que el rostro de alguna de esas madres, te llegó justo en el momento de abandonar la vida, por eso cerré unos ojos espantados, plenos de miedo y rabia.  Me asustó tu mirada que se quedó estática con el miedo tatuado en el gris de tus ojos envidriados. El rictus de tu boca, sardónico, dejando entrever unos maltrechos y escasos dientes tal que si fueran garras. La cara, que ya de atrás, dibujaba la calavera intuida que la muerte te trajo, se endureció, manchando el gesto dulce que siempre te acompañaba. Al menos en mi presencia.

Quizá fueran esos últimos minutos cuando volviste  a pasear por la rivera del Buy, en los días libres, cuando salías de  Sobibor para disfrutar de un aire que no lo ensuciaran los hornos donde ardieron más de doscientos mil. Tú, el SS Scharführer,  Fritz Stengelin que saliste del campo cuando Himmler lo cerró, obligado por la huida de los presos. Tuviste el honor de abatir en ráfaga a más de cien. Desde lo alto de una torreta, el Scharführer  Fritz Stengelin, con un comportamiento heroico abatió a más de cien huidos que regaron los campos de Kychow con su sangre corrompida  de judíos bolcheviques. Se te reconoció con la Cruz de Hierro de Segundo Grado.

Todo un  héroe para ser solo un sargento de primera. Un héroe confuso que saltó del tren que le llevaba para ser juzgado,  caminó por la nieve durante días, tantos que tuvieron que amputarle un dedo del pie. Por eso jamás caminabas descalzo. Eludías la desnudez de tus pies por temor a que te delataran. Los vi, tan solo, el día que tuve que amortajarte. Comprobé el muñón que tenías en el pie izquierdo por el que cojeabas ligeramente, aunque tu donosura te hacía encrespar la figura, componer la marcha y andar bien enderezado. Al final ya no, te dejabas llevar arrastrando la vieja  cojera sin pudor. Aún con todo, seguía tu obsesión porque nadie viera tus extremidades. Recuerdo que tan solo los vi de refilón, alguna de las veces que, temerosa, entraba en el baño, y tú volteabas los ojos con ira: “no entres, no debes ver a tu padre desnudo. No es decente” gritabas y yo me sorprendía por el contraste entre el desvalimiento del resto del día, con el vigor mostrado en el momento del baño. Me sorprendía pero tampoco indagué en esa furia que te arrebolaba ante la desnudez.

Luego ya supe todo. Supe que huiste corriendo, comiendo desechos y yerbajos, hasta que encontraste suelo amigo y  gente organizada que se apiadó de tu incertidumbre. Luego viniste aquí, te convertiste en un NN (nazi en la sombra) mudo, sordo y casi ciego a lo que no fuera tu vida de familia. Con la discreta existencia de fontanero diluido en un barrio del extrarradio de una gran ciudad. Nada objetable, nada sospechoso. Te casaste con ella, a la que algo contaste, imagino, por su actitud de reserva, de celosa guardiana de secretos de alcoba y viviste en paz. Fuiste padre ejemplar, amante y fiel esposo, buen vecino y un ejemplo a seguir, en la comunidad. Aunque luego, al marcharte de la mano de la muerte, me dejaras el lastre de toda la inmundicia que encontré en un pequeño altillo del taller donde te pasaste la vida.

Allí, entre los desechos de los tubos, los codos y tornillos hallé en la alacena, este baúl, que estaba cercenado por el tiempo,  por años de escondite, y un candado cubierto de óxido que saltó bajo mis manos, con la fuerza de unos tirafondos. Al hacerlo me desató el infierno de las fotos, los recortes de prensa doblados que el paso de los años había vuelto borrosos y amarillos. El pasado se revolvió y vino de visita. Como los viejos fantasmas de tus noches insomnes.

Entre lo que encontré hay caras de niños. También  de viejos que caminan cruzados de harapos, con la mirada fría, como el paisaje que pisan, porque  quizá no supieran hacia donde los conducías, o  resignados, caminaban creyendo que todo era mejor que la vida que llevaban en el campo. Mujeres esquilmadas por el hambre, el miedo y el frío , miraban a la cámara y ahora me miran a mí desde estas fotos sepia, que cada día compruebo que siguen ahí, encerradas, como la historia que te acompañó.  Imagino, padre,como la medalla, oxidada, con el lazo marchito de tantas madrugadas, luciría de nueva, brillante, en tu pecho.

La ganaste barriendo a los presos que no pudieron irse. Traduje con esfuerzo las cartas que acolchaban el cofre, en ellas se contaba la historia.  En sus letras pequeñas, borrosas cual patas de cucaracha, había felicitaciones, recuerdos, agasajos, peticiones, de otros, que como tú, vivían agazapados en el silencio para eludir la justicia de los hombres. Las leí tantas veces que casi me las sé de memoria. Por eso no importa que tenga que desprenderme de ellas. Me contaron la historia.

Al principio las leía aterrada, incrédula, escéptica, más tarde convencida de que a mi lado habitó un monstruo que me cuidó, que amé y a quien, por mucho que me esfuerce, no creo que pueda olvidar.

Luego tuve que hacer los trámites;  hoy, quizá, es el último día que están en mi poder. Las cedo, ante presiones, al Museo del Genocidio. Allí descansarán entre otras que contarán la historia.

Es posible que  cuando se las lleven, me aplaquen la memoria y consiga olvidarte. No sé cómo hacerlo, padre, te lo confieso,  porque al irse tus  recuerdos, a base del esfuerzo titánico que hago en  borrarte, se van con ellos, parte de mi vida. Y se diluye toda, como si no hubiera sido, como si fuera un sueño. Ni tus abrazos quiero, ni tus besos de padre, ni esa voz melodiosa que cantaba canciones en la jerga alemana, que hoy sé, eran himnos que aprendiste en los campos. Hoy sé, también,  que me cantabas, quizá para sentirte fuerte, para recordar que tuviste en las manos la vida de cientos, quizá miles, de personas y que se la arrebataste con la misma soltura que arreglabas un grifo y desatascabas  tuberías. Porque era tu trabajo. Aunque lo disfrutaras, aunque estamparas cabezas rubias como la mía, en la nieve de  Sobibor, por el mero placer de escuchar como estalla el cráneo de un niño pequeño y como son las lágrimas secas de una madre que contempla la escena.

Hoy padre, se lo llevan. Quizá me pueda llegar algún día, la misericordia en forma de olvido. Como a ti te llegó. O me lleve al infierno la condena de llevarte en los genes.

Fin.

María Toca

Acerca de Maria

Escritora María Toca: 1ºPremio Ateneo de Onda Novela, 2016: Son Celosos los Dioses 2ºPremio de Relato Ateneo de Fraga: El Paseador, 2014 Finalista Premio Internacional de Relato Hemingway, 2013 Finalista de varios premios más de relato. Poeta Articulista/Coordinadora/ Fundadora de LA PAJARERA MAGAZINE. Obra publicada: Novela: El Viaje a los Cien Universos Son Celosos los Dioses Relatos coral: Vidas que Cuentan Desmemoriados. Poesía: Contingencias
Esta entrada fue publicada en relato largo y etiquetada , , , , . Guarda el enlace permanente.