La noche que encontré unos ojos perdidos

 

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Como un imán esos ojos se clavaron en mis pupilas, sin piedad y desnudos de recuerdos. Unos segundos antes, frené ante el semáforo, sin intuir que al levantar la mirada chocaría con los suyos, esmerilados, fieros, como cristales líquidos, húmedos y viscosos, como lumiacos reverdecidos. Ojos inconfundibles, o quizá lo que la diferenciaba era esa mirada gatuna y encelada. La expresión y lo que contaban desde la marquesina. Contaban noches plenas de sudor y dominio, donde el placer se simulaba a la sumisión, donde la tersura de una piel acharolada se confundían con las miasmas de un cuerpo embravecido por el deseo incombustible de poseer lo que está lejano, lo que no está al alcance de las manos. Lo que nadie puede apresar porque vuela tras de una fantasía. La boca hambrienta, musitante de pecados ajenos, parece que susurra bostezos y penumbras. Como si todo se dijera en silencio, y en silencio se contara la canción que dos cuerpos entrelazados susurran en la noche en que se encuentran al raso y sin prejuicios.sombra

Aquella mirada, que en la marquesina contempla como yo espero a que cambie el semáforo, y se me prende el cuerpo entero tras los pasos de unos recuerdos lejanos, perdidos en el tiempo. Tras el humo del olvido, lentamente, aparecen las figuras opacas, afantasmadas, de unos años perdidos en el sutil laberinto de la memoria

Mientras el trafico ruje y las luces de otros coches me guiñan con los faros de premura, se enciende en mi mente una luz diminuta. Aparece ella: Laura, envuelta entre penumbras que cubren de escarcha, como si fueran caminos abriéndose a la madrugada. Laura. La soñada, la que tantos desearon y que apenas unos pocos probamos el sabor de caramelo de sus besos, la tersura del tacto de una piel que resbalaba como seda entre los dedos, cuando era acariciada. Unos senos pequeños, como diminutas frutas que apuntaban, debajo de una blusa, descarados, buscando la aquiescencia de miradas obscenas. Un cuerpo como mimbre, cimbreante, con andares casi de macho, pero envueltos en una sutil femineidad que se disimulaba con pantalones masculinos y prietos. Laura, etérea, soñada y oculta entre la nebulosa de una memoria envuelta en la sutil maraña de un tiempo con los colmillos retorcidos, cuando apenas se intuía la vida que llegó, apenas doblamos la esquina de los veinte años.

 

El párpado ahumado, como si pinceles de humo le hubieran maquillado, cubría en parte el sutil brillo de esmeralda opacado que tiene la mirada de Laura. Allí, en la marquesina, donde espera la mirada de los que caminan, que paran o que se dejan arropar por los brazos que amparan la espera de los transeúntes, mientras llega un autobús de turno. O los que como yo, silentes y aislados pasamos ante el semáforo en espera de galopar en pos del destino en fuga o de un hogar sin más calidez que unos brazos a los que el tiempo hizo ajeno a la más mínima emoción. Mientras la mirada de Laura, acaricia los pensamientos de quienes, como yo, la contemplan ensimismados.

 

Salgo de estampida, apremiado por la urgencia de los otros, que van detrás, que pitan y exoneran de calma al que no quiere correr como ellos. Me voy, pero llevo la mirada verde clavada en la pupila, y con ella llegan los recuerdos que desatan la maraña de una tela de araña tejida por el tiempo que no veo esos ojos, ni huelo la fragancia de un cuerpo entibiado de deseo e indiferencia.270750_567346076643353_50262962_n

Mientras la inercia conduce mi vehículo, busco el los años lejanos mi historia con Laura. Aquella que apenas tuvo la importancia de un poso encerrado en una vasija de barro de mi vida. ¿Por qué esa mirada gatuna y averdada me deja como espantado de mi vida presente? Marca la sutil diferencia entre lo que soñamos y lo que hay, entre la juventud y la cruel realidad de una vida madura y acaldada, sin sueños, pero con realidades aplastantes.

 

Laura se cruzó en mi camino, cuando ambos, buscábamos cosas divergentes. Yo en Madrid, perdido, con el aire novedoso de todo provinciano recién llegado, sorprendido por la urbe acanallada. El tiempo se me iba buscando las esquinas de una juventud y un futuro incierto, y por ello, emocionante. La encontré en aquel antro, donde parábamos los que en la Facultad. Nos reconocimos, provincianos, oscuros, opacos y apresurados que aterrizaban en una ciudad que engullía con fauces de loba enfebrecida a todo aquel que no dominaba la jerga y la modernidad. Nos reconocimos, nos hicimos gregarios, como se juntan las ovejas frente a un lobo imaginario. Así, nos dejamos caer en aquel antro. Quizá porque lo vimos oscuro, con la lobreguez que permitía disimular nuestra condescendencia y la no pertenencia a grupo alguno. O sí, al grupo de los desclasados.

Se me cruzaron sus ojos, debajo de un flequillo enmarañado, que enmarcaba una cara extraña, con una boca humeda, golosa y con gesto rayano en el desprecio. Vestía de negro riguroso, como muchas entonces, forma de diferenciar al alma oscura. Calzaba unas botas de puntera y tacón cubano, me dijeron después. Las vi, porque tenía una pierna subida en el sofá, la otra descansaba debajo de la mesa. Ella escuchaba con ensimismada complacencia a un grupo tocar en el pequeño escenario del café. Era jazz, o algo similar, porque nunca aguanté la música de aquel antro, ni de otros, que visitábamos con la rara complacencia de conocer los entresijos de unas cloacas bien situadas en el escalafón de una ciudad inhóspita. No sé porque, pensábamos, entonces, que cuanto más oscuro, más sucio, y más aburrido el tiempo que pasáramos, más sugestivos  nos hacíamos, más intensos. Con la rara intensidad de parecer interesantes, más que serlo. Con esos ojos, y casi con la misma mirada que ahora me clavó desde la marquesina, me miró aquella tarde-noche en que nos encontramos.

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Fumaba un cigarrillo, que sostenía con una manos, enjabelgadas de anillos, con las uñas negras, oscuras como piedras de azabache que relucían por contraste a una piel casi trasparente. Los labios con un carmín ensangrentado, remarcaban una dentadura irregular, panzuda, que sobresalía por esa boca semiabierta y obscena. No sé que me impactó primero, si los ojos con la mirada de luciérnaga encerrada o la boca. Lo que supe al instante es que debía ser  saboreada, sin paciencia, sin prisa. Esa boca debía ser besada y ese cuerpo incitaba a perderse en los rincones más inesperados, envuelto el la somera capa de la desesperanza. Ella notó mi azoramiento, enseguida clavó los ojos en los míos, que se iban acostumbrando a la oscuridad y ya la contemplaba con el ansia desmesurada de meses sin mujer.

Tiraron, los otros de mí. Me fui a un rincón de aquella barra que atravesaba el bar de lado a lado. Empujamos los vasos, que otros habían dejado, con rastros de espuma de cerveza, carmín en alguno, mientras en el suelo las colillas, y el cieno de mil pisadas, alfombraban un linóleo de color indefinido. Subí a un taburete, me volví, presto, a contemplar el espectáculo de aquel ser que me dejó sin habla. Ella, a su vez, también se giró . Nos envolvimos en un dialogo de tenues miradas, atemperadas por la ligera distancia y la falta de luz. Al cabo de un rato, se levantó despacio. Desarrugó la pierna que mantenía cruzada en el sofá, y lentamente, como se despereza un gato, se irguió. Contemplé su anatomía esplendida, que debajo de una blusa y un pantalón de hombre, mostraba con descaro. Era alta, tan alta, que parecía no acabar. Llegó hasta donde yo estaba, tomó mi cara entre las manos empedradas de anillos, y estampo en mis labios su boca, dejando un rastro de carmín y sabor a tabaco que encendió, como una tea mi cerebro. Luego se plantó frente a mí, con las piernas abiertas, los ojos sonrientes, mientras en la boca llevaba la mueca de la nada.

-¿Qué hay que hacer para que me saques de aquí?-

A mí, y a los que estaban conmigo, las palabras se nos escarcharon en los labios. En mi mente, ladraban sus palabras: “¿Que hay que hacer para que me saques de aquí?” Rebuscaba en los entresijos de mis frases aprendidas en el cine del barrio, algo intenso, interesante, que poder contestarla. Solo se me ocurrió una metáfora:

-Si quieres volamos a otro lugar-

Al momento, lamenté la frase anodina que dije.

-Yo quiero volar, pero en tus brazos. Si sabes cómo hacerlo, está bien, sino busco a otro. Tú dirás…-

Los que me acompañaban dejaron los vasos suspendidos en las manos, a medio camino de la boca. Todos contemplando la escena, boquiabiertos, perplejos y envidiosos. Dejé mi copa en la barra, dejé unas monedas, como pago impreciso de lo que había tomado. La tomé de la mano ensortijada, y salimos afuera. Ella me sacaba casi la cabeza, y yo podía oler su cuerpo y su deseo.

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Volvimos a vernos unas cuantas veces, siempre a deshora y con la destemplanza de la noche, el alcohol y la prisa. Yo me dejaba llevar por la pereza que da tomar las riendas de una historia. Envolviéndome en las sombras que ella destilaba, en el humo de esos parpados perpetuamente ennegrecidos, en el carmín sangrante de su boca. Hablamos poco, apenas unos datos: su nombre, su edad, entonces diecinueve, su deseo de salir de los agujeros que el hombre que creía amar la subyugaba. Y poco más. Sabía que era bella, y el poder de su mirada. Sabía que podía vivir de su cuerpo. Quería ser modelo, para nadar en dinero y producir el disco que llevara a la fama al desaprensivo que tocaba en el tugurio, donde nos encontrábamos. Y yo, apenas sabía que la amaba.

La amaba con la sencilla prontitud de los deseos calmados en cuanto ella me miraba. La amaba al contemplar el cuerpo deshilachado y escueto que yacía en la cama, al lado, cercano pero lejos en los pensamientos. Amaba su distancia.

 

Desapareció de nuestra vida, como llegó, sin esperarla, sin aviso y sin miedo. Hasta hoy, que he visto dibujada en su mirada los años aquellos, de los que ya no queda nada.

Ahora regreso al hogar formado, por una mujer que no ahúma los ojos, ni esculpe madrugadas, que en los dedos lleva oro, y no prominentes anillos que dejaban mi espalda devastada. Vuelvo a una vida ordenada, tranquila, donde todo tiene su lugar, y las palabras callan los sentimientos no sentidos. Es posible que ella tenga una casa igual, que no produjera el disco del músico de aquel antro, que la acompañen opulentos padrinos y la llenen de oro. Es posible, que en el alma conserve la salvaje idea de vivir el momento, de embriagarse de vida sin esperar nada, desentrañando el misterio a cada paso y a cada mirada.

 

FIN

Acerca de Maria

Escritora María Toca: 1ºPremio Ateneo de Onda Novela, 2016: Son Celosos los Dioses 2ºPremio de Relato Ateneo de Fraga: El Paseador, 2014 Finalista Premio Internacional de Relato Hemingway, 2013 Finalista de varios premios más de relato. Poeta Articulista/Coordinadora/ Fundadora de LA PAJARERA MAGAZINE. Obra publicada: Novela: El Viaje a los Cien Universos Son Celosos los Dioses Relatos coral: Vidas que Cuentan Desmemoriados. Poesía: Contingencias
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