La Cerveza

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Ensamblé los ojos como pude a la oscuridad. La vi poco antes de salir, cuando la cerveza subía a borbotones del vaso hacia mi cerebro, embotando lo que encontraba a su paso. La fugaz visión de la mujer, me dejó acomplejado por no haber reparado antes en su presencia. Pegados los pies, como los tenía al suelo, mientras escuchaba embotado, la enésima explicación de  Javier, sobre sus problemas domésticos, me costó decidirme. Él, vio el quiebro de mi cabeza, porque de pronto me dijo: “Por esa sí que se puede perder la cabeza, ¿verdad Manuel?” Asentí, con el gesto hosco de una hombría demostrada, como diciendo: “a esa yo, la mato a polvos” Era la cerveza, lo juro. Tiendo a ser tímido, me cuesta acercarme a mujeres normales, por tanto, nunca osaría ni siquiera entablar conversación con ella, que resplandecía entre las virutas de humo, el estruendo del bar, atiborrado, como estaba, a unas horas en que los vapores etílicos salían por los poros. Se erigía entre la turba, como una tea encendida, con la limpieza que da una belleza irresoluta. Los ojos de casi todos los hombres, corrían detrás de sus caderas, mientras se dirigía a la salida. Las mujeres callaron las palabras que contaban, al momento, con el circunspecto silencio que obliga la necesidad de admirar algo que disgusta. Mientras tanto, ella, caminaba lento, con la cadencia de un paso cómplice del otro,  la mirada fija en la puerta, abstraída de todo lo que no fuera alcanzar una calle, que la engulliría al poco de franquear la salida. Al llegar hasta ella, se volvió, barbilleó, tornó a volcar el pelo con ímpetu a la espalda, dejando al descubierto unos ojos asombrados, teloneados por pestañas muy negras. Una boca sangrante, corajuda, se entreabría con  sonrisa jugosa. Entonces me miró. Juro que lo hizo. De una forma profunda, descarando sus tibios ojos negros sobre los míos, dejándolos desnudos de buenas intenciones. Lo hizo, lo juro, por más que penséis que a un hombre tan vulgar, que nadie repara en él, le pueda mirar una mujer como ella. Posé el vaso en la barra, dejé a Javier con la palabra colgada de los labios, tiré raudo unas monedas que apenas pagarían lo consumido y salí al encuentro de esa mirada, intentando encontrarla en la oscuridad o perdiéndome entre las brumas de una calle apenas transitada.

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Es posible, que la fuerza del impulso, la diera la cerveza ingerida durante las horas que precedieron al encuentro, o algún resorte que hasta entonces, desconocía en mí, pero salí sin despedirme apenas. En mi huida, empujé una silla y a dos contertulios, que cabeceaban aburridos observando las luces. Troté por una calle inhóspita, al calor de unos faroles de mercurio que alargaban mi sombra, mientras, el golpeteo de mis pasos, decoraban el silencio nocturno. El puerto, se olía no muy lejos. De pronto, una mancha rojiza hirió mis ojos. Una falda apretada, ceñida a un cuerpo generoso, caminaba delante. Apreté el paso. Cuando la di alcance,  se paró. Quizá el ruido de mis pasos le alertara, eso, o que me estaba esperando. No cruzamos palabra. Su sonrisa, dibujo una hilera de blancos pedernales que iluminaron la noche. La punta de mi dedo, acarició su rostro,  se detuvo dibujando el contorno de unos labios entreabiertos, que invitaba al  beso . Luego, acaricié su brazo. La mano, continuó su camino, descarada, hasta esconderse en su escote. Seguía sonriendo, con ojos invitadores,  tomó mi mano, y comenzó a caminar hacia un rincón lúgubre de un almacén perdido entre sombras. Seguía muda, sonriendo, atada a mi mano. Entramos en una angosta sombra, donde luces fugaces dibujaban los monstruos que la imaginación decoraba a su antojo. Hubiera caminado hasta el mismo infierno, si ella me guiara. Entre tanto, imaginaba su piel acariciada, el sabor de unos besos huidos, el olor de un cuerpo encelado y velado por sombras, el tacto inolvidable de la piel, que poco antes mi mano,  acarició. En una esquina del almacén , la despojé del vestido, que como bandera  desprendida, cayó bajo sus pies. El cuerpo bruñido de luna y alabastro se dejó contemplar. Mientras mis manos apresaban unos senos duros como el ámbar. Sonó una sirena cerca de mi oído.

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Manoteé en la sombra, mientras mis ojos se hacían a la luz que atravesaba, cautelosa, los visillos. A trompicones conseguí apagar el despertador, jurándome que sería la última vez que salía con Javier y bebía cerveza, mientras un rayo descerrajó la frente, y en la boca se apelmazó el regusto amargo del alcohol ingerido. En la almohada, intenté buscar los rastros de una noche soñada. Encontré  cabellos desprendidos, como cada día al despertar. Decidí, buscar un tónico capilar de urgencia y nunca más beber.

 

 

 

Fin

Acerca de Maria

Escritora María Toca: 1ºPremio Ateneo de Onda Novela, 2016: Son Celosos los Dioses 2ºPremio de Relato Ateneo de Fraga: El Paseador, 2014 Finalista Premio Internacional de Relato Hemingway, 2013 Finalista de varios premios más de relato. Poeta Articulista/Coordinadora/ Fundadora de LA PAJARERA MAGAZINE. Obra publicada: Novela: El Viaje a los Cien Universos Son Celosos los Dioses Relatos coral: Vidas que Cuentan Desmemoriados. Poesía: Contingencias
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