El Pañuelo

Nada más llegar me di cuenta que la ropa era inadecuada. Lucía el sol, pero era un sol de carcasa sin apenas fondo o contenido. El viento rolaba audaz sobre la arena, levantando pequeñas oleadas de minúsculos granos a su paso. Bajé del coche, cerré la puerta, ajusté la cremallera al cuello, ya que estaba allí decidí que daría el paseo, pero sería breve, apenas unos pasos por la playa, mientras respiraba el yodo que, eso sí, caía a raudales empujado por las rachas de aire. Llegaba húmedo, con minúsculas gotas de ese mar embravecido, que levantisco, compartía compás con la brisa en baile disfuncional.

 

Emprendí el paseo impulsado por el deseo de  quitarme la sensación de frío que me atoraba los músculos. Iría deprisa, todo lo que me permitiera la arena húmeda de la orilla. El viento empujaba de espalda ayudándome a andar. Luego con él de cara, sería más costoso, recuerdo que me dije, caminando con pensamiento banal, como casi siempre se encaran las cosas importantes.

 

Habría caminado no más de diez minutos cuando la divisé. Los músculos se habían calentado lo suficiente como para olvidarme de la impresión inicial. Iba tomando gusto al paseo, conforme avanzaba por el arenal. Eran poco más o menos, las tres de la tarde, lo recuerdo, porque me gusta pasear a esas horas en que la gente se recoge en el hogar para comer en familia. Son ventajas de quien ejerce la soledad como forma de vida, no tiene más horario que el que marca el propio cuerpo y sus necesidades. Era un domingo de Abril, cuando aún los días engañan si son vistos detrás de la ventana; el sol aparece con más fuerza que empuje y el frío sorprende al despistado que no desconfía.

 

Como fuere, el caso es que la playa estaba solitaria. A lo lejos, se veía algún paseante lanzando palos a un perro que perseguía con ímpetu y jolgorio alborozado. Poco más. El mar estaba umbrío, con ese color amenazante que augura tormentas o algo peor. Por el cielo avanzaban con garbo varias nubes panzudas, y el viento soplaba sin piedad. Aceleré mi paso, pensando llegar a un punto que divisé en la lejanía, dar la vuelta y volver al hogar para encontrar la manta y el libro abandonado, en pos de recibir aire, los rayos de ese sol escaso y pinturero, y disfruté del paisaje que a esas horas era sobrecogedor.

Ignoro si surgió de repente, o si llevaba tiempo caminando, lo cierto es que la divisé de golpe. No tanto la vi a ella, como al choque de tonos de aquel pañuelo insultante de colorido y vuelo.

Flotaba a lo lejos, como arco  iris hiriente entre el azul mechado de grisuras, de un cielo acadabrado, el verde del mar, el monocorde color de la arena que pisaba y algún guijarro que la marea había traído hasta el arenal.  Aquellas alas de múltiples colores alardeando ante mi campo visual atrajeron, como un imán, a mis ojos que vislumbraron la figura que caminaba delante. Estaba lejana, caminaba despacio, yo lo hacía deprisa, por tanto sería inevitable que alcanzara a la poseedora del pañuelo multicolor y podría contemplarla mientras la rebasaba. Caminaba con la espalda erguida, majestuosa, el pelo aleteaba al compás del pañuelo . Apreté bien el paso, con la intranquila sensación de invadir otra soledad con mi curiosidad. Me dio igual, los ojos seguían  a la coloreada tela casi hipnotizados.

Avanzaba más deprisa que ella, aún con todo,  la distancia se mantenía igual. Apreté el paso, tanto que al poco casi me sofoqué. De pronto un remolino de aire acaballado con arena, me cegó la mirada. Al volver los ojos, el pañuelo volaba libre del cuello que poco antes amordazaba. Se había convertido en  ave montaraz que repartía colores por un cielo que a pasos agigantados se encapotaba y nos dejaba inermes. El rugido del mar se acentuaba y pronto invadió todo dejando cualquier grito mudo.

Salté cuando la sorpresa me ordenó intentarlo. Corrí como un poseso detrás de aquellas alas que cada vez se me alejaban más. A lo lejos divisé su figura, quieta, hierática, contemplando la batalla que, en desigual contienda, manteníamos el pañuelo y yo.

Retrocedí, subí la duna, tropecé con unos matorrales que punzaron mis piernas. Nada me detenía, mientras la maldita tela bifurcaba la lejanía con su burla de bucles henchidos por el viento. Por un momento, bajó, para luego elevarse tal que si jugara conmigo a corre-corre-que-te-pillo. Salté una empalizada, casi me descalabro, y al fin, sentí que retrocede el vuelo, que planea, se para, para caer como losa pesada a dos metros de mí. Me lancé como si me fuera en ello, algo más que la casualidad. Lo agarré con ambas manos, con rabia, como si temiera que volviera a tomar altura y escaparse.

 

Retorné al camino andado hasta allí buscando la figura que antes  viera parada, titubeante, viendo volar al pañuelo y a mí correr tras él.

La playa mostraba una desolación austera. Las nubes  ganaron la batalla a ese sol que se batía en franca retirada. Un escalofrío recorrió mi cuerpo haciéndolo estrenecer y decidí bajar y buscarla.

En vano. Anduve hasta que aquellas nubes se abrieron y derramaron el agua que a alimentaron en su viente. El aire se arremolinaba en torno a la arena formando espirales de cirros abarcables. Empapado, cubierto de un agua que me despojaba del poco calor que la caminata me produjo, salí de la playa, pensando  entrar en el desvencijado bar que había en la salida.

Entré. Mi aspecto sobresaltó a la muchacha que somnolienta contemplaba la pantalla del altivo televisor que vociferaba noticias. Pedí un café, sacudí e intenté secarme el agua que corroía mi ropa, en vano intento de entrar en calor. Le pregunté si había visto a la dueña de aquel pañuelo que como bandera arriada colgaba de mi mano. Respondió, tal que si lo hiciera a un orate, que allí no había ni hubo más señora que ella, porque nadie osaba ir en un día tan inseguro a la playa.

Tomé el café con prisa, salí del triste chiringuito, encaminé mis pasos hacia el coche, en la esperanza de verla por el camino. Mientras, llevé el pañuelo a la cara, dejando que la suavidad de aquella seda, ahora mojada, empapara mi rostro. Olía a espliego, a jazmín, a lavanda, al poco de olfatearle, la mezcla de olores se adueñó de mi mente.

Desde entonces, sigo buscando a alguna mujer que huela parecido para regalarle el pañuelo.

#MariaToca

Acerca de Maria

Escritora María Toca: 1ºPremio Ateneo de Onda Novela, 2016: Son Celosos los Dioses 2ºPremio de Relato Ateneo de Fraga: El Paseador, 2014 Finalista Premio Internacional de Relato Hemingway, 2013 Finalista de varios premios más de relato. Poeta Articulista/Coordinadora/ Fundadora de LA PAJARERA MAGAZINE. Obra publicada: Novela: El Viaje a los Cien Universos Son Celosos los Dioses Relatos coral: Vidas que Cuentan Desmemoriados. Poesía: Contingencias
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