Contravida

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De nuevo el repiqueteo de los pasos por el pasillo avanzando hacia la puerta. Puedo escuchar el aire que mueve su prisa y su rabia; como espera, atenta a cualquier ruido que la delate mi vigilia para insistir en el grito, en la exigencia. Vuelve a picar la puerta, con un ahínco que raya en lo pesado. No entiende que no quiero salir, que no deseo levantarme más, de este lecho, que al menos prodiga una calma oscura, sin las estridencias congeladas del resto de la casa. La molesto en cualquiera de los sitios que dispone para mí, tal que si sobrara mi presencia como un trasto viejo que oscurece el lugar que ocupa, hasta llegar al arrincono y la exclusión más absoluta. No sé da cuenta de que percibo claramente el incordio en su mirada, en ese rictus que agria unos labios finos como de serpiente,  tal que si estuviera chupando una manzana amarga todo el tiempo. El frío me encoje fuera,  mientras que protegido en el lecho, trenzando, con mis piernas, las mantas desvaídas de tanto lavado,  me encuentro protegido de ese gélido exterior que me envilece. Parece no querer entender que no quiero salir. Mi deseo es atrincherarme aquí, quedarme quieto horas y horas, dejando pasar un tiempo apelmazado , esperando que un sueño infiel me abrace por un rato. Y así pasar los días y las noches, sin cuidarme de su paso, esperando con anhelo el final de este túnel que socavé con las decisiones tomadas a contrapelo de la voluntad, forzado por un engaño cruel que hoy alimenta mi rabia.

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Me grita, desde fuera, que hay que ventilar, que huelo a choto, que no soporta la habitación cerrada por días y por noches. No contesto con palabras, que temo si las suelto, se desaten y no paran en horas de tanto como podría escupir el resentimiento cocido a fuego lento. Por dentro, en cambio, sí, la respondo, con una ira silenciosa que envenena mi tiempo y emponzoña la poca sangre que aún me circula por este cuerpo que casi siento inerte. Le digo, con palabras mordidas de silencios, que es mi olor, que mi vejez me implica oler a viejo; que es mi espacio, lo descuido o lo descalabro, según me de. Caro pagué mi tiempo, en este refugio que ha resultado, más parapeto de batalla perdida, que el hogar que me prometieron.

 

A veces, entra, quebranta la calma férrea de la alcoba con furia , cubierta con la escarcha de una violencia ciega que lanza por los ojos, como si fuera fuego. Levanta las mantas, descubre la tísica anatomía que me adorna, me deja sin pudor, sin vergüenza, a descaro del aire que se filtra por la malparada ventana que se enfrenta al muro, a los tragaluces de un patio contumaz, por donde llegan voces, gritos, que a base de oírlos, se hicieron familiares; olores a col, a guano, a  complacienciente miseria.  Quedo destemplado frente al batiente, que  abre con furia, dejando que entre, sin ambages, el frío de un patio atormentado por  vidas ajenas. Entonces no queda otra que levantar el vuelo, abrigarse con los atavíos que conservo de otros tiempos de esplendor  y salir a la calle a esperar que amaine la tormenta, sin demasiado trasiego, para volver, con la vista baja, la cara enrabietada pero la boca quieta, sin pronunciar palabras que luego habría de recoger con cansina paciencia. La dejo enfurruñada, venteando mi alcoba,  echado a la ventana el colchón, poniéndolo al socaire, como si me meara en él. Dejando entrar en el cuarto, el olor a fritanga barata que se queda pegado a la pared y no sale durante días. Dice que hay que ventilar, la muy puta, cuando el aire que contiene ese patio, está reconcentrado entre las paredes chorreadas de correderas que el agua de la lluvia dibuja en un encalado que hace tiempo quedó prendido de grisura. No se ventila, cuando enfrente, hay unos ojos extraños detrás de las ventanas de casas apiñadas, donde se comparten vidas,  lúgubres estancias durante años, aunque luego, al encontrarme en el portal con ellos, nos saludemos educadamente, como si no fuéramos cómplices con las lágrimas vertidas, el escarceo nocturno de un sexo amalgamado de violencia y reproches. Saludo y me saludan. Ellos callan y callo, de todo lo que oigo detrás de estas paredes de papel. El bofetón caído a contramano, la noche en que el vecino llega cargado de copas y la alimaña que le espera le vocea sin pausa. Callo, los reproches obscenos que le hace el marido a la hembra, de noche, después de desollarla a empujones con un sexo cumplido de bufidos y ensanchado por el eco difuso del silencio nocturno. Callo los retozones impíos de la pareja que habita encima de nosotros, que noche tras noche, ahoga las horas con berridos de locos. Las discusiones vanas que transitan por el tedio de unas vidas iguales unas a otras. Ellos callan, a su vez,  los desmanes que ella me prodiga,  sus reproches, las pequeñas complacencias que se permite, a veces, cuando él, mi hijo que crié y di vida, manso como yo, no está y ella campa por el feudo.

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Callamos todos, aunque compartimos un tiempo y un espacio que me ahoga, me deja exhausto a base no poder respirar este aire viciado y perverso.

Jamás debí vender. Es mi jaculatoria. Me martilleo la mente con la frase: jamás debí vender. Insistieron, cazurros y obcecados. Insistieron, hasta dejarme sin fuerzas para negar lo intuido. Que no soy de ciudad, que no soporto las paredes cerradas, la amalgama de humanidad mezclada, apenas separada por paredes de papel, donde se traspasan conversaciones, gritos, olores de otras ollas. Me acostumbré a los espacios abiertos, a levantar la mirada y no chocarla más que con la niebla, cuando las nubes bajaban la escollera, o al cielo, o a la montaña preñada de los hielos, en invierno; en verano, reluciente de sol y amanecer. Sabía, que no podía ser. Aún así cedí a sus antojos. Por manso, por dejado, que bien lo musitaba la Tina: “a ti se te llevan la camisa, con buenas palabras” Me la llevaron, Tina, que tenías razón, por mucho, que entonces me apretara los dientes y te contestara mal. Me convencieron con palabras bonitas. Ella, dejando una sonrisa condescendiente colgada de la soledad umbría que quedaba cuando marchaban. Llegué incluso a quererla. También me lo decía Tina: “esa es una víbora, Suso, no te fíes. Al chico lo tiene debajo de su falda, pero tú no confíes, que no es trigo limpio. Tiene mirada aviesa, ojo atravesado, como de sierpe” Y yo, que no, que “tú lo que eres es una chismosa encelada de que esté con el hijo. Que es buena la Lolita, que tú le tienes inquina, porque el chico no te mañea como antes. Entiende que es su mujer , déjate de chismes”. Confiaba en esa sonrisa, que entonces era dulce y hoy destila una ironía cegada por la ira. Una sonrisa,  que tornó en gesto hostil, cuando se quedó sola, al venirme con ellos y no  tener causa ni motivo para fingir. Tornó una sonrisa contrachapada de melosidad en el gesto adusto que le pone un paréntesis en los labios, haciendo que su rostro asemeje una máscara sin vida. Con el ceño de cemento, contemplando todo lo que hago o digo, teniendo la censura dibujada en unos ojos amarillos, cumplidos de bilis y hastío.

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Me dejé embaucar, envuelto, como estaba en la soledad de los montes, desde que la Tina se fue. Alejado de todos los que vivimos en la aldea, porque abandonaron,  bajándose al valle, espoleados por espejuelos de dispendios y vida regalada, que la ciudad les ofrecía, como ofrece favores una buscona fácil. Engañados,  comprimidos en las colmenas que nos hacinan con el aire viciado, que no llega a todos, con la abulia que produce el tener poco que hacer o el aburrimiento que socaba la voluntad de los viejos, mientras los jóvenes se afanan en una búsqueda imprecisa de dinero, gastado de antemano, en cosas tan inútiles como una televisión lujosa, aparatos que sirven para hablar, para comunicarse, para evadir el contacto, para un coche que los lleve a los paraísos de los que huyeron para bajar aquí. Envueltos en la rueda macabra de una vida enjaulada, soñando con pasar unas horas, unos días, en los lugares que dejaron atrás, por correr, nadie sabe detrás de que.

 

La soledad melló mi voluntad, cuando la Tina se fue. Pasaron los días de velar, se fue yendo la gente que acompañó el duelo,  me quedé solo, en la casa, envuelto en la bruma difusa de las pocas vacas que quedaban, los corderos, que con paciencia infinita, contemplaban la penuria que me fue rodeando.  Ellos subían los domingos, con la fiereza del entusiasmo: “Padre, venda la casa, baje a la ciudad. Invertimos en un piso grande donde vivamos todos, los chicos, nosotros y usted. Allí estará bien cuidado, Lolita, se ocupara de todo,  disfrutará con los chicos, que le mantendrán entretenido. Aquí solo no puede estar, no estamos tranquilos pensando en que  le pase algo, ¿cómo nos enteramos? ¿Cómo le trasladamos al hospital en invierno con la nieve si algo le ocurriera? Ella, detrás de él, apoyada en el coche, con la mano ensombreciendo los ojos para contemplarme, sonreía. Como sonríen las vestales hasta llenar el vaso de veneno y hacer que se lo tome la víctima de forma voluntaria. Hasta los niños colaboraron en el convencimiento. Los mismos niños, que hoy, crecidos, con el bozo sobre el labio, y la voz atronada de soberbia y falso conocimiento, me ignoran y se ríen a mis espaldas de las costumbres que amputé de la aldea y las trasladé aquí. Dejaron de observarme hace tiempo, hasta casi no verme, de vernos a todos, porque vagan por la casa como si no les perteneciera.

 

Entonces, cuando subían los domingos a la aldea,  eran chotillos, que bregaban detrás de los perricos, y me hacían carantoñas a poco que los llevara a las brañas. Hoy ni miran. Pasan a mi lado, con la mirada fija, ausente, colocada en un punto lejano, inmersos en sus teléfonos o maquinas de juego, pulsando con constreñida pasión unas teclas que los aíslan del mundo.

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Me dejé engañar, me convencieron que era lo mejor. Insistieron  que era por mí, no por ellos, que no tenía nada que ver que vivieran hacinados en un piso pequeño y  el pecunio que sacaramos de la venta de la casa, les aviaría de la miseria que les corroía. Unas fincas, un monte pletórico de pasto y leña, aperos de labranza, los pocos animales que quedaban, todo ello, les sacó del surco de donde jamás hubieran salido por sus medios. No es que fuera mucho, ni que en el cambio se  devengaran presteza, no. Pero algo se ganó. Un nuevo coche, un nuevo piso, dos calles más cercanas a lo que se supone que es la aristocracia del barrio. Barrio sigue siendo al fin y al cabo, extrarradio aislado de una ciudad que asiste a la querencia de los que llegan con la desgana y la opulencia de pocos, que impide que los nadie se asomen a las puertas de la opulencia. Las mujeres, en invierno, caminan por barro, en bata andar por la casa y bata, que lo he visto yo, como se hacía en la aldea, solo que con la precariedad de lo insólito. Barrio, donde no tiene cabida más que el descalabro de gente como nosotros, bajados de los montes, con la premura que da creer en falacias bien prensadas y una estulticia a prueba de bocado de rico.

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Como buitres carroñeros se echaron sobre las pobres pertenencias que desde que tengo memoria pertenecieron a los nuestros. Mi padre, el abuelo, el padre de mi abuelo…hasta el ancestro recóndito, habitaron las brañas. El abuelo construyó a golpe de silencio y de  huraño batallar una casa que, en tiempos, fue la más briosa de la zona. En lo alto, encrespada sobre la loma, dominando con el empaque de un orgullo de gente que se labra la vida a golpe de sudor. Allí nací, me crie, se criaron mis hijos. Crecieron, se hicieron hombres de provecho y desertaron al cabo de un tiempo, cuando la ciudad tendió los tentáculos con su falsa molicie. Desertaron todos, del primero hasta la pequeña, que se fue cuando vio el éxodo del resto.

 

Primero fue Fulgencio; marchó hacia Madrid, quedándose prendado de una ciudad de hormigas. El día que fuimos la Tina y yo a verlo, me quedé aturdido con el incesante vaivén de gente, coches, ruido. No pude soportarlo. Recuerdo que fue una de las broncas más grandes que tuve con la Tina. Ella se integró sin perder la sonrisa en aquel aquelarre de gente que pululaba, sin perder la paciencia. Me negué a quedarme los días que dispusimos. Le amenacé con volver  solo, hasta que no le quedó otra que venirse conmigo. No volví jamás. Debí recordarlo, cuando estos me convencían de que Miralaguna, no era como Madrid. Que era como un pueblo grande, me decían, que vivían en un barrio similar a la aldea, rodeados de prados que verdeaban en invierno, y cumplían con el rito de la primavera, encendiéndose de flores a poco que el sol hiciera complacida presencia. Ocultaron que vivían envueltos en el humo de una factoría que vomita escarnio y un olor a amoniaco que envenena el pulmón y puede hasta con los días diáfanos. Oscurece la plata, que lo he visto yo, con las bandejas que bajé del ajuar de la Tina. A poco de llegar, se volvieron oscuras, roídas por la mugre que vomitan esas bocas de fuego. Así se vive aquí. Envueltos en el asombro y la roña.

 

Cada día, al amanecer me siento perturbado por la sirena impía que avisa a las hormigas que deben ir corriendo a alimentar al amo. Contemplo el devenir de este futuro impío, que nos arroja fuera de la vida, sin remisión ni causa.

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Quiere que me levante, para ventear, me grita. Dejar entrar el aire podrido de la fábrica que nos da de comer. Dejar entrar el aire mechado de la grisura que expulsa por la boca la gran mole que engulle a cientos de personas cada día, expulsándolos un poco más borregos, menos libres, más dóciles. Que huelo a viejo y a moho, me dice la mojama. O peor, cuando pretende herirme de verdad, me espeta, que huelo a pueblo. Lo escupe con la saña de saberse sierva de asfalto que no existe, porque no llega hasta aquí, se queda entre los barrios burgueses, a los que ella, no llegará jamás. Por eso cree que me insulta cuando me dice que huelo a pueblo. Pueblo del que huyó, del que abjuró con la saña de los conversos, para convertirse en sierva adocenada de una urbe que nos desprecia. Yo lo sé, ella lo envidia. Viví libre, ella nació esclava de un barrio similar a este, con polvo y barro en vez de aceras, con tiendas pretenciosas pero vesánicas, con afán de medrar, de entablar una lucha tramo a tramo en pos de escalar puestos en una sociedad que jamás la dejará entrar. Pobre tonta, huyó de la montaña para enterrarse en un  asfalto que no existe.

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Por eso no me levanto, ni quiero salir de la covacha que me cedieron con la generosidad de los mezquinos: “Aquí estará cómodo, padre, más caliente que en las habitaciones  grandes. Total para usted solo… La ventana da al patio, pero es mejor, así no entra el frío” Dijeron con el cinismo que les da el creerme tonto. Me repudiaron al cuarto sobrante, el más húmedo, jamás entra ni un ápice de sol, que a base de no sentirle, olvidé. Dejé de añorar la  calidez que abriga los huesos calcinados de humedad para cubrirme con el manto de oscura complacencia que da la sombría luz que se deja traspasar por sus rayos. Me dejaron en la cochambre de un lugar sin el amparo de  ver el amanecer, la claridad de los atardeceres, cuando el sol, ya cansado, se oculta entre los montes, dejándose una melena de rubios estertores sobre las lomas. Olvidé el olor que desprende la tierra, cuando húmeda, se despereza al ir a la braña, el olor a hierba recién cortada, o al heno, cuando en el Agosto, lo apilábamos para la invernada. Se escapa de la memoria  aquella sensación briosa, cuando el aire golpea en el rostro, con el fino cincel de un Nordeste callado, que no madruga ni trasnocha, pero da al mediodía sus coletazos impíos. Se me olvida el crujido de las piedras al caminar por las trochas, el sabor de las moras, cuando trisconas, se exhiben entre las zarzas. O el humo y el estiércol, fresco que sale del ganado y se expande por el corral. La hogaza del pan recién horneado, la olla escupiendo los sabores deseados que poco después se solazan en la mesa. Todo se me está fugando, como se fisuran las ruinas de una casa abandonada. Por eso no quiero moverme.

Estaré aquí, agazapado el tiempo que me quede. Puedo mentar los recuerdos, sacarlos de la alacena del alma y solazarme con ellos, en el reposo que me da una covacha y el ruido que producen unos vecinos que apenas me conocen aunque, promiscuos, vivamos hacinados.

 

 

Fin

Acerca de Maria

Escritora María Toca: 1ºPremio Ateneo de Onda Novela, 2016: Son Celosos los Dioses 2ºPremio de Relato Ateneo de Fraga: El Paseador, 2014 Finalista Premio Internacional de Relato Hemingway, 2013 Finalista de varios premios más de relato. Poeta Articulista/Coordinadora/ Fundadora de LA PAJARERA MAGAZINE. Obra publicada: Novela: El Viaje a los Cien Universos Son Celosos los Dioses Relatos coral: Vidas que Cuentan Desmemoriados. Poesía: Contingencias
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