Bolero

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Al contemplarme en el escaparate, siento como si fueran unos ojos extraños que miran a una viandante, ajena, por completo a mi presencia. Una mujer, alta, estilizada, donde la osamenta es coyunda de un cuerpo descolgado pero firme. Con el pelo rubio, encrespado hacia arriba, dejando una sombra de humo sobre el cuero cabelludo, porque mi pelo real es negro, azabachado, y pierde la pelea, con ese rubio rampante, que le impongo. Al  menos era negro, hasta donde el recuerdo guarda. Imagino que con el paso del tiempo, blanqueó de forma consistente. Me gusta ese contraste entre el rubio platino y el negro nacimiento que ensombrece el cráneo de forma decidida, dando pinceladas de humo a un pelo que luce impoluto, tan solo los pocos días que siguen al tinte. No me reconozco, por mucho que me siga mirando, casi con la sorpresa de la primera vez que, levantando mis ojos de la revista que entretenía la espera, un temeroso Ramiro me dijo: “Mírate, Lola. No acepto reclamaciones ahora, el cambio ha sido cosa tuya”. La misma sorpresa, al descubrir un rostro en el espejo, que casi me era desconocido, me embarga cada vez que miro de soslayo mi imagen, proyectada en los escaparates, cuando camino perdida por la calle.

 

Una mujer que nació en el momento  que con paso firme me dirigí a la peluquería y dije fuerte, para que se me oyera y mi propia voz  convenciera mi decisión:  “Corta y tiñe de rubio platino, Ramiro” Mi peluquero, el de toda la vida, que había pasado horas alisando  la melena afoscada que me nació, hasta convertirla en un pulido mosaico de pelos negros, que besaban la espalda como cortina languida y a poco, se volvía a encrespar con la rebeldía de lo nacido libre. Esa melena, símbolo y fetiche de años de mi vida, es la que pretendía eliminar, como se elimina algo molesto, para que nazca otra persona, diferente. Fue dicha y espejo donde contemplé una vida que pretendía erradicar

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Acariciada por la luz matutina,  cepillaba ese pelo como una jaculatoria, para él y su capricho. O quizá fuera símbolo perverso de lazo y atadura, que yo misma arrojaba sobre mi persona. Acodada en el balcón del pequeño lugar abuhardillado, que durante años, llamé hogar y no era más que habitáculo donde él posaba sus desoladoras muestras de escaso cariño, aderezado por la música, o el silencio que opacaba cualquier atisbo de felicidad. Horas, pasé acodada en el balcón, acechando con disimulo la calle, por si él se aventuraba a venir, fuera de las horas de madrugada, donde encontraba acomodo el deseo y la soledad, mientras, como disculpa, cepillaba mi pelo, con la concienzuda presteza de todo lo que ayuda y esclaviza. Allí, amartelando el pelo, bajo el escaso sol que perturba el plomo mañanero de días otoñales, pasé gran parte del tiempo de mi vida. Esperándole a él.

 

Si alguna vez llegaba a deshora, tan pocas, que quedaron selladas en la memoria como día festivo, le veía torcer la esquina, mirando hacia arriba con sus ojos vacunos, enterrados en parpados encapuchados de sueño atrasado,  mientras las cejas se le acercaban al nacimiento del pelo. Miraba escrutador; al verme, bajaba la vista, como si se avergonzase de necesitarme fuera del horario promiscuo de la madrugada. Como si la normalidad de otros le insultara, le dejara indemne ante mí o ante si mismo. Cuando llegaba fuera de hora, inexcusablemente, venía  huyendo de algo. Nunca vino por nada, o por el simple deseo de verme, de pasar horas conmigo, en vez de estar inmerso en su vida normalizada de persona común. Daba igual. Yo, al verle, sentía que  las nubes,  poco antes, soterraban un cielo macilento, se disipaban con la fuerza de un telón que despeja el escenario donde se contará una historia. Corría hacia adentro, a esperar su timbrazo, o el golpe de llavín en la puerta, con el corazón saltando de expectación y gozo, esperando el milagro que nunca sucedía: que él se quedase conmigo. Que me eligiera a mí y a la precariedad de un tiempo borracho de sombras y enamorado. Pero nunca ocurrió. Él, poco después marchaba, ahíto, satisfecho el desamparo y la penuria de saberse bien arropado por un cuerpo desmesurado, listo para ampararle, como era entonces, el mío.

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Sobraban muchos kilos. Al igual que el pelo, que desbordaba mi espalda, las costuras se quejaban de forma incansable de la grandilocuencia de un cuerpo que nunca tenía bastante. Los kilos, se fueron como el pelo, por el desagüe de la inconsciencia que me diluyó después del fiasco. Se fueron para siempre, de forma gratuita, sin trabajo, apenas sin darme cuenta. Con el esfuerzo inaudito que hice durante años, para mantenerlos a raya. De forma inútil, por otro lado. Pasaba las dietas como cuentas de un rosario inacabable. Una, otra, otra más: “ahora la definitiva, con esta no fallas, Lola, seguro”, me decía la compañera solidaria, ante mi desespero, al comprobar que de nuevo, había aumentado de peso, sin mayor dispendio ni motivo. Trastabilleaba por  dietas, por consignas, sin imaginarme que en cuanto desligara la costumbre de esperarle a él, de esperar lo inabarcable, los kilos se diluirían, como el pelo, por una alcantarilla.

 

Al afirmar mi deseo, los ojos de Ramiro se desmesuraron, al tiempo que un silencio se adueñó del recinto. Callaron o amañaron el ruido, hasta los secadores, cuando les dije: “Corta y tiñe de platino, Ramiro, que toca cambiar” El murmullo de voces fue rebajándose hasta hacerse inaudibles, de pura atención. Tardó segundo eternos en reaccionar, Ramiro:

-¿Qué tomaste, Loli? ¿Cortarte la melena a tí? ¿Teñirte de platino? Ni muerto, reina, que es un arrebato, luego te arrepientes y me matas, por hacerte caso. Ni muerto.- dijo, mientras ratificaba con la cabeza la negativa.

-No es un arrebato, o sí, da igual. Estoy  segura y si tú no lo quieres hacer, me voy a un sitio donde no me pongan obstáculos y me hagan lo que quiero. Decide- respondí, parada ante todos, sabiéndome contemplada por varios pares de ojos.

-Loli, que te conozco. Como estás tú con tu melena… Tan bonito que es tu pelo, con ese negro azabache que nadie tiene más que con tinte. Con esa melena alisada, que luces siempre. No te reconocerán en el escenario, Loli. ¿Qué será de Lola Guzmán sin su melena? Tus fans se quedarán perplejos, te abandonarán, sin el telón de ese pelo. Es tu sello, Lola: la melena. ¿Cómo vas a cantar tus boleros sin ella?-

-¡Coño Ramiro! Chabela tiene el pelo corto-

-Ya pero ella no eres tú. ¿Y Juan Ledesma, que va a decir?-

-A Juan Ledesma, le pueden dar mucho por el culo-

-¡Loli! No te reconozco, ¿quién eres? Jamás te oí decir un taco- se volvió hacia el resto de las clientas, que sin parpadeo, contemplaban la escena- y menos insultar a Dios: su Juan Ledesma. El tótem perfecto, su manager, su amor, su Dios ¿Algo pasó para que digas eso, Loli? Ven aquí y me cuentas- me tomó la mano, haciendo el esfuerzo de atraerme hacia el cuarto de tintes.

-No quiero perder tiempo, ni tengo nada que contar. Al menos nada original. De pronto una mañana despiertas, abres los ojos, ves que estuviste haciendo el gilipollas toda la vida. Si te vale la explicación, bien, si no me voy-

-Razona, Lola. Mañana,  te verás sin tu pelo y ¿a quién echarás la culpa?. A tu locura transitoria ¡no! que te conozco. Vendrás aquí,  me montarás un pollo importante por haberte hecho caso. Yo me tendré que callar, y durante los meses que tarde en crecer de nuevo tu pelo, me encontraré cada día con tu furia y la de Juan Ledesma, que adora tu melena-

-Entonces me voy-

Di la vuelta, decidida a salir de allí, caminar unos pasos y entrar en la primera peluquería que encontrase, sin importarme qué y cómo me hicieran lo que quería. Sentí el tirón de una mano que parecía garra más que amistosa, tirando de mi chaqueta.

-¡Para, maricón! Ven aquí. Te corto y te tiño como quieres, pero como vengas a reclamar, soy capaz de llamar a la ertzantza, que lo sepas-

 

Torné en sonrisa el gesto brusco;  en amigable mirada, el ceño de cemento que llevaba cosido entre los ojos. Tomé asiento frente a un espejo, en el tocador que quedaba libre y me dispuse a buscar a otra mujer debajo de la capa de pelo y de grasa que llevaba encima.

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La encontré, es obvio que sí. El reflejo de ese escaparate donde me contemplo ahora, me lo dice. Por años que pasen, que ya son más de diez, sigo topándome con una extraña cuando me miro, quizá porque en mis ojos internos, siempre seré aquella que esperaba, atada a un costumbre. La de ahora, es una nueva que me gusta. Impacta ver unos ojos charolados de negro, con cejas zahínas, en contraste a un pelo enrabietado y amarillo. Ver un cuello alargado, como ave al acecho, unos brazos que penden finos, como alas y un seno casi aparente por lo frugal. Gusta ver la ropa que planea, ancha, sin pelear con costuras derrotadas por los kilos, o un pantalón que mece unas livianas caderas, sin oponerse a la ingravidez. Contemplar la altura de mi talla sin pensar en un paso de Semana Santa, o en el bamboleo oscilante de las carnes de sobra. Sorpresa que fuera, precisamente, el día que el rugido de rabia asoló su presencia en la casa, cuando comenzó el cambio.

 

Ese grito de rabia, no surgió solo, o porque sí. Lo que ocurre es que obvié explicaciones que no llevan más que a constatar mi propia inanición. Porque soporté tanto, durante tanto tiempo, que con la distancia y la incontestable menudencia de los años, siento haberlos perdido, o habérmelos robado a mí misma, mientras contemplaba su inane forma de tratarme.

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Conocí  a Juan Ledesma, cuando apenas salía de la edad de la inocencia, creyéndome feliz interprete de los boleros que oía en la radio, mientras mi madre a coro, mientras limpiaba la casa, cantaba ahuyentando la rutina. Aprendí el mundo mecida en las voces de Los Pachos, de Daniel Santos, Manzanero , Sepúlveda, Machín, el grande, ese negro de acaramelada voz, que era para todos representante de una raza simpática y lejana. El mundo consistía, entonces, en la amplia mesura de la curiosidad por sufrir los descalabros de amor, que aquellas letras producían. Tenía hambre de sufrimiento y él supo darme la medida para saciarlo:

Si tú me dices ven, lo dejo todo, cantaba con el corazón en la garganta, mientras le miraba a través de unos vidrios que reforzaban la mirada miope que contenían. Toda una vida estaría contigo, no me importa en qué forma ni donde ni como, pero junto a ti. Le decía mientras el playback desgranaba el acorde de música que aplacaba el orgullo entre siseos de cobarde amor escarmentado. Orgullo de tenerte a mi lado, susurrando palabras de amor…deseaba decirte al oído, mientras, él,  contemplaba con cierta estudiada indiferencia mi evolución musical, y musitaba:

-Tienes cierto talento, Lola, se te puede pulir. Las gafas fuera. No se puede subir a un escenario como si vendieras cupones-

Y me las quité. Desde entonces, cuando salía del pequeño cubículo que era mi camerino, chocando con las botellas vacías, los baúles de las cintas de playback y de los ropajes de los que me antecedía, me sentía desprotegida, sujeta a cualquier descalabro, porque apenas veía bultos informes, en vez de público.  Él, lentamente, daba forma a mi voz, a mi ropa, a mi manera de hablar, de cantar y hasta de sentir.  Fui una Juan Ledesma con la forma de Lola Méndez, gorda, miope y con melena negra azabachada, que no podía cortar más que con un consentimiento tácito y esperado. Y cantando los boleros de toda la vida, esos que adoraba porque le contaban una  historia que engrandecía la pequeña vida que llevaba. Esa que cabalgaba conmigo, con su mujer y con otras, que cazaba a contrapié, en noches en que yo me descuidaba o estaba de gira.

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Él vivía su vida, mientras yo seguía cantando al descalabro existencial: adoro las cosas que me dices, los momentos felices, la forma en que me miras, los adoro vida mía. Si no estás conmigo nada importa, porque vivir sin verte, es morir. Cuando vuelva a tu lado, no me niegues tus besos, que el amor que te he dado, se niega a morir. Bésame, bésame mucho, como si fuera esta noche, la última vez. Bésame.  Así, noche a noche, labramos una historia que escribieron potentes sufridores, quizá tan hipócritas como él y yo asumí como míos, atravesando el espejo que las canciones me servía de guía. Mientras tanto, sus brazos se empequeñecían pretendiendo abarcar mi talle que se hacía más y más grande, conformando mi volumen a su desacato. Hasta  el día en que llegó acelerado y conciso, chocando con los pormenores de una minúscula casa que servía, tan solo, como nido donde encontrarnos y yo amansar su miedo.  Le vi llegar desde el balcón, porque le intuía. Casi siempre, me adelantaba a sus llegadas, intempestivas. Contemplé su prisa, como aceleraba el paso a contrapié de unas horas inadecuadas, porque era cuando los niños volvían del colegio, y él, padre amantísimo, se encontrabas con ellos. Un rato, solamente, hacerles una mueca de cariño, un reboleo en el pelo, o pedirles las notas, para que nadie le acusara de faltar al deber de buen padre, esposo remilgado y hombre de bien. Sorprendida, sentí que ese cielo que, a su llegada, se me aplacaba siempre, hoy se cubría de nubes tornasoladas de fuegos fatuos. Abrí la puerta, antes de que introdujera la llave en la cerradura, esperé en silencio a que unos atropellados pasos, le precedieran y contemplé un desolado escudriñar frente a unos ojos que se huían de los míos. No había deseo, ni desamparo en ellos, como otras veces, cuando asaltaba a deshora el nido. Porque lo nuestro fue siempre amor de madrugada. Como la secretaría, que no habla, siempre atenta, que le ayudó a subir peldaños…creo haber tejido yo tus canas. Casi esposa, buen soldado, la que hizo de un despacho tu morada. Cuando plegaban músicos, el mago, o el guitarrista y se recogía el templete, hacías caja con la prisa de encerrarte en mi cuerpo, que mis brazos exorcizaran tus miedos. Entonces, y solo entonces, volvías los ojos hacia el bulto oscuro que en un rincón, te esperaba. Era yo, guardando el tiempo en que tu sombra me desplazaba por mil recados.

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Le contemplé más que con miedo, con la turbia certeza de que algo grave sucedía. Cerré detrás de su paso, que a trompicones se adelantó hacia el salón.

-Que bien que estés en casa, Lola. Tengo que hablarte  de algo terrible que ocurrió hoy-

-Siempre estoy en casa, salvo cuando voy a Tomelloso, a estar  con mi madre, Juan. Siempre te espero-

-Ha ocurrido algo tremendo, Lola, presta mucha atención, por favor. Es importante que entiendas lo que te voy a decir y hagas exactamente lo que pido-

El silencio guareció nuestras figuras que enfrentadas, sin mediar ni un beso, ni una caricia, reposábamos en sendas sillas.

-Dime, que es eso tan importante-

-Mi mujer descubrió lo nuestro, Lola-

Le contemplé, como se mira a alguien desconocido. Sus ojos descansaban en las manos, después de hablar, con las piernas acaballadas en la silla. Era la imagen misma de la desolación.

-¿Cómo es posible?-

-Leyó una de las cartas que me escribiste. Mira que te dije veces que no lo hicieras. Las rompía todas, en cuanto las dejabas. Se ve, que una se me traspapeló. Con tu maldita manía de dejarme billetitos amorosos, se ha liado buena, Lola-

-¿Sabes qué? Lo prefiero, que salte todo de una vez, Juan-

-Debes estar loca al decir eso. ¿Y mis hijos? como crees que se sentirán al saber  esto. Marina, está sufriendo mucho; se puso mal. Llora sin parar, tiene accesos de ira, de lágrimas, de rabia. No te haces idea del descalabro que supone a mi familia lo ocurrido-

-Ella está viviendo, lo que yo, cada día. Ahora conoce que te comparte, como yo te he compartido. No voy a sentir más compasión de la que siento por mí, si es lo que pretendes-

-Es mi familia, Lola, tú sabes que esto nuestro no es nada. Ellos son lo primero. Si te llama, o si intenta verte, que es posible que lo haga, por favor, niega que yo te hiciera caso. Le dices que tú me escribes, porque estás enamorada. Yo no te correspondo,  jamás tuvimos nada, solo tú sientes un amor no correspondido. Por favor, Lola, tengo que salvar mi matrimonio. Es preciso que lo haga-

-Juan, ¿pretendes que sirva a tu coartada, como si fuera yo sola la que ama? ¿Quieres de verdad que me haga pasar por una loca que te persigue?-

-No es eso exactamente, entiéndeme. Se trata de que la convenzas de que es solo un amor descarriado y no correspondido, Lola. Pretendo que corrobores mi disculpa, porque te llamará, seguro. Si no lo ha hecho es porque  se lo impedí hasta haber hablado contigo. En realidad no es tan descabellado el argumento. Jamás prometí nada, ni ofrecí más de lo que teníamos. Mutua compañía, Lola, solo era eso-

-Sí, Juan, mutua compañía. Mutua, bien lo has dicho-

-Te pido este favor, Lola. A cambio, intentaré colocarte en otros locales, en otras salas de fiesta, de renombre. En esas a las que no has ido por no abandonar El Nido. Llegó el momento de salir, de volar alto,  como pensábamos, a veces. Recuerdas, cariño, cuantas veces me pedías que saliéramos de Villamar. Querías volar más alto. Llegó el momento, de hacerlo, mi amor. Intentaré colocarte en sitios de prestigio,  sabes que puedo-

-Lo sé, Juan, claro que lo sé. Todos esos sitios  que rechacé para no dejarte solo, a los que tú me impedías ir, con esa mirada de desamparo que esgrimías ante mis tímidas peticiones, como si fueras un perrillo abandonado, hasta que conseguías que una y otra vez rechazara contratos que me hubieran llevado a un éxito mayor-

-No desbarres, Lola, que tú saliendo del Nido y de los boleros, no ofreces más. Nunca te pedí nada. Si no fuiste es porque no querías, quizá por el público entregado que en el Nido, sentías como tuyo. Te llegaba la seguridad de mi sala, de mis contratos. No te quejes, porque has estado años conmigo, sin pedir ni sentir nostalgia de nada. Tú también querías la seguridad que el Nido te ofrecía-

-¿Y tú qué sabes? ¿Acaso preguntaste alguna vez? ¿Acaso te interesó conocerme? ¿Qué coño sabes de mí?  Sabes que canto boleros con sentimiento, tengo buen registro de voz, y lloro por tu desamor. Me paso el tiempo, esperando las migajas que desgranas, metida en este agujero, sin apenas más vida que tus visitas-

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-Lola, no nos pongamos trágicos,  enseguida sacas la vena bolerística y no es momento. Mi mujer está en la cama, destrozada. Te apreciaba mucho. Me dijo, que jamás esperaba de ti semejante traición. Y es cierto, erais amigas,  es normal, que se sienta así. Me pidió, como condición inexcusable para seguir conmigo y no romper la familia, que debías irte. Nunca podrás volver a actuar en El Nido. Se lo prometí, Lola, no puedo perderlos. Me ocuparé de ti, no obstante;  no lo dudes, pero debes ser sensata y no abrir heridas-

-No puedo entender que seas tan cobarde-

-No es cobardía, Lola, no entiendes nada. Ella es la dueña del Nido, de mi casa. Marina, es la que financia nuestra vida, la tuya también. El Nido, no da para cubrir gastos. Con su trabajo y su patrimonio, vivimos, no solo mis hijos y yo, sino que os pago a todos. Si ella corta el grifo, se acaba todo. Compréndelo, Lola, el bienestar de varias personas, dependen, en parte, de que tú mantengas la calma, y hagas lo que te pido: Irte. A cambio, te juro que me ocuparé de ti-

 

El golpe sonó como estallido de rebenque. Al principio, él, no sintió el dolor, que a buen seguro, le produjo el cachetón. Al poco, un tono cárdeno invadió la mejilla golpeada, que en su piel blanca y meliflua, dejó el surco de mis dedos, sin compasión. Me contempló en silencio, sorprendido por el estallido del sonido que la mano produjo dejando el golpe en su cara. Los ojos vacunos, contenían, a duras penas, una sorpresa que se escapaba de ellos, con alevosía. Imagino que en su mente, no entendía como un ser amansado, cumplido de boleros sufrientes, sacó la fuerza para descargar un sopapo tan elaborado sobre su cara. Quizá fuera que el espíritu de La Lupe o de Paquita La del Barrio, se apoderó de mí. Me poseyeron como se posee a un muerto en vida.

 

Abrí la puerta del escueto salón, que daba a una escalera oscurecida por el atardecer y  el silencio, que a esas horas, apagaba la vida de un vecindario burgués y  tranquilo. Con los ojos inyectados en sangre le indiqué que saliera de mi vida, al momento. Sin palabras, sin lágrimas. Por primera vez en el tiempo que compartíamos, una crisis no se diluía en mi llanto ofuscado por alguna canción que sonara en el teclado o en el fonógrafo, derramando la banda sonora de un desamor anunciado. Hoy la escena, se desarrolló seca de llanto y de reproches. Tan solo el gesto imperioso de una mano que golpea, luego  abre una puerta, con la orden, en la mirada, de expulsión. Fue una despedida seca y silente. Por primera vez en mi vida, no tenía llanto en los ojos. Me embargaba algo que , luego intuí, que era rabia. No conocía esa sensación, reconozco que al principio, me sorprendió. Estrenaba una emoción que me salvó del abismo.

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Más tarde, salí de casa, caminé dos calles, subí la cuesta de los Escabechados, circundé la Plaza de las Cortes Constituyentes, enfilé el Ensanche, hasta llegar a Cortabarría. Allí, entré, con decisión en Coiffeur Ramiro,s y me corté el pelo. Los kilos fueron saliendo de mi cuerpo en pocas semanas. Las justas para encontrar nuevo repertorio y vestuario. Aprendí a cantar en inglés. El blues, el country y los jeans muy justos, fueron mis cómplices. Justo hasta ahora, que apenas recuerdo lo que siguió.

 

 

 

FIN

 

Acerca de Maria

Escritora María Toca: 1ºPremio Ateneo de Onda Novela, 2016: Son Celosos los Dioses 2ºPremio de Relato Ateneo de Fraga: El Paseador, 2014 Finalista Premio Internacional de Relato Hemingway, 2013 Finalista de varios premios más de relato. Poeta Articulista/Coordinadora/ Fundadora de LA PAJARERA MAGAZINE. Obra publicada: Novela: El Viaje a los Cien Universos Son Celosos los Dioses Relatos coral: Vidas que Cuentan Desmemoriados. Poesía: Contingencias
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