Beatriz y tres días

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¿Por qué hemos quedado en  Santander? Lo ignoro, quizá porque los recuerdos de la infancia marcan y en momentos decisivos como éstos se vuelve a ellos. Al principio me pareció buena idea. Una ciudad del norte, burguesa, colorista, con un clima suave, donde las noches enfrían invitando a arroparse bajo las sabanas y acercarse al calor del cuerpo compartido. Donde el paisaje envuelto en las brumas grisáceas y húmedas enternece el alma, haciendo que afloren sentimientos de dulce melancolía, que impelen al amor como una canción de esas ñoñas que terminan atrapándonos al oírlas para quedarse en la mente durante horas.

 

Citarnos aquí, me pareció buena idea. Rodearnos de  la vegetación de esta tierra, como decorado de estos días robados a la vida cotidiana, a la que nos debemos y a la que volveremos una vez acabado nuestro tiempo, como un pequeño paréntesis de vida, que luego, pasaremos el resto de los años, intentando olvidar.  Al llegar, comprobé la jarana que hay organizada en estos días preliminares del verano.  Al escuchar el infernal ruido de las calles, el canto de sirenas que ululan como diablos, y las aceras pletóricas de gente, me arrepentí de haber insistido tanto en que fuera en la ciudad de mis recuerdos, la cita. No de vernos, no de estar juntos, de eso no hay arrepentimiento posible y de haberlo nos queda tiempo para sentir la mordida del pesar porque tengo la sensación que venir, encontrarnos, es  una necesidad más que un placer. Nuestros cuerpos gritan desesperados la sensación de ausencia en todo el tiempo que pasó desde que encontramos acomodo a la voz interna que nos habla, aunque no queramos escucharla. El  problema, es la ciudad, que se ha convertido en una bacanal de color, de ruido, de ir y venir de gente por todos los lugares, que ansiamos tranquilos y solitarios. Nosotros buscábamos, lo contrario. Un lugar sereno, tranquilo donde estar el uno con el otro, sin interferencias,  acompañados por la suave belleza de esta tierra tranquila. Tranquila, en casi todos los momentos, menos ahora, que la hemos elegido para ser el marco de un encuentro que sabemos único.

 

Nada  más bajarme del avión comprobé el error .En el aeropuerto, el trasiego de maletas, de gente diversa, de diferentes nacionalidades, me hicieron ver que el mes de Julio no era el más adecuado para una visita romántica a esta pequeña ciudad del Norte. En cuanto llegué al centro, fui constatando la problemática de estos días. Restaurantes llenos, calles repletas, gente vociferante,  con la algarabía que producen las fiestas populares, en los sitios recatados que solo  sueltan los impulsos a tiempo parcial. Se diría que la población  autóctona, guarda la compostura durante todo el año, para  evadirse, en un desmelene sin recato, en los breves días que el sol y los santos patronos ciudadanos los visitan.

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Aquí estoy,  paseando mi espera, entre la gente, intentando eludir las zonas más cumplidas, como si temiera que alguien leyera en mi cara la traición que voy a infligir. El dolor que, a buen seguro, puedo propiciar, sin el sentimiento de lamentarlo lo más mínimo, o no importándome, por el empuje de unos sentimientos que se intentaron apresar  pero salen y se explayan en toda su extensión. Paseo entre la gente, dejando pasar el tiempo, hasta que Fernando llegue. No podía quedarme en el hotel esperando; la impaciencia y la sed de piel hacen imposible, la espera. Me tiré, literalmente, a la calle para no desesperarme, con este tiempo laxo hasta que él llegue. Prefiero deleitarme en estas horas previas al encuentro, rodear de recuerdos y  rincones, donde luego llevar la mente, cuando todo  se acabe y nos inunde de nuevo la rutina y el hastío de una vida conocida, ordinaria.

 

Llegué esta mañana. Él tiene prevista su llegada por la tarde. No a una hora precisa, simplemente nos citamos en la ciudad. Él reservó habitación, y me dijo: “nos vemos en Santander, tomate tres días, no más, podemos concedernos eso, en toda una vida. Simplemente tres días. Los podemos robar…y luego lo olvidamos”. Pensé que tenía razón, ¿qué son tres días en comparación a  toda una vida? Llegará el tiempo, en   que estas horas que pasaremos juntos, se releguen a un rincón  oculto de nuestras mentes, donde volveremos de vez en cuando, a recordar los momentos vividos, cuando la vida se nos ponga cuesta arriba, o el tedio nos invada con el peso de una desesperanza. No se olvidará nada, de lo vivido aquí, puedo estar bien segura. Por eso, quiero fijar en mi mente las sensaciones, los olores, colores, de estos días. Almacenar en mi recuerdo  los matices, para desempolvar los recuerdos cuando todo sepa a mediocridad. Estoy construyendo la memoria con los que alimentaré  una vida futura. Es posible que la propia emoción del momento me lleve a magnificar lo que voy a vivir. Quizá la realidad no sea tal como la sueño, pero estoy en mi derecho de forjarla.

 

Sea lo que fuere, aquí estoy, envuelta en la baraúnda de gente que me rodea en estas horas en las que no hago más que divagar, por las zonas que Fernando me  apuntó, como más bonitas, de una ciudad de la que apenas guardo tibios recuerdos de veraneos infantiles, mojados por la lluvia, y por el mar.

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Estuvo acertado en la elección del hotel, pequeño, intimo, silencioso. Envuelto en los álamos de su magnífico jardín, resurge el edificio de entre la espesura de los arboles como una casa fantasmagórica. Las paredes, en tiempos pintadas de azul, hoy muestran los manchurrones que el paso  de los años y la lluvia  provocaron en la fachada. Ventanales blancos, amplios, con las cortinas de bordados voluptuosos, cubren de miradas externas el interior de las habitaciones y las zonas comunes. Está apartado, en la zona costera, a pocos pasos de la playa, de este mar que embravece por momentos el paisaje abrumadoramente bello. Desde la ventana de la habitación se puede oír, cuando el silencio de la calle invade la estancia, el suave bramido de las olas, muriendo en la playa. Llegué con hambre de ese mar, por eso, nada más entrar en la habitación abrí de par en par los ventanales. De inmediato, el olor salino, que casi había olvidado, invadió la memoria con los recuerdos infantiles, los gritos, la alegría, el frío y un despertar aún no contaminado. Mis pulmones, contaminados del aire viciado de Madrid, se estremecieron, con la sorpresa, que aún dura.

 

Intenté leer en la habitación, pero mi mente es incapaz de concentrarse. Se vuelan los pensamientos a cada momento, escapándose de las hojas leídas una y otra vez. La voz de Fernando se me impone. El olor de la piel de ese hombre, cuando sale del baño, recién afeitado y se me acerca, mientras preparo el desayuno  la niña y a Andrés, embriagando todos mis sentidos al sentir su presencia en la casa. Andrés se afeita, pero no huele igual, al contrario, me molesta la amalgama de olores que saca del baño. El desodorante, el after shave, el champú…parece más un departamento de perfumería de gran almacén, que un hombre. Le digo, con frecuencia: “¿por qué no usas todo de la misma marca, Andrés, me mareas con esa barahúnda de olores?”. Fernando, en cambio, cuando termina su aseo, inunda  a su paso, la casa, con  un suave aroma masculino que durante todo el día me persigue. Embriaga mis sentidos como si fuera una borrachera de sugerencias. Si me roza con la mano, deja la huella de su olor  de forma indeleble en mi rostro, en mi mejilla, como un tatuaje invisible, pero permanente.

 

Que misterio es el amor, que hace crecer lo más banal, llena el alma de emociones extremas y perfectas, que otras cosas similares ni nos inmutan.  Enmudecen los sentidos para lo que no sea la persona amada, distorsiona como un lente descompuesto la realidad vivida, en mil pedazos, todos focalizados en el  mismo personaje.

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Salí hace un rato, con la precaución de: “coger la chaquetita, en este Norte no se puede salir sin ella” según recomendación de Fernando,  que insistió una y otra vez : “lleva chaqueta, o jersey Bea, que a ti te gustan mucho los escotes;  allí hace frío. De noche,  refresca, no lo olvides”. Y aquí estoy, con mi chaquetita, muerta de calor, porque hace un día magnifico, presa de conceptos renuentes. Son las cuatro de la tarde, aún calienta el sol con fuerza, la playa está repleta de cuerpos macerados, de caras ensimismadas y somnolientas y yo paseo en el marasmo de la espera. El cielo se muestra diáfano, con leves oscilaciones de nubes que parecen enormes masas de algodón caminando por ese techo azulado, no cabe duda que el decorado es perfecto, salvo por la aglomeración.  He caminado por el paseo, al borde del mar, llegando hasta la playa, o parte de ella .Son varias, unidas en marea baja, por el amplio arenal. Me dejo llevar por la inercia de unos pasos, ensimismada en los pensamientos recelosos, de que él no venga, que se arrepienta en el último momento, o que recobre una lucidez que yo parezco no tener. Mientras los ojos caminan, embelesados, por esos arenales, que se funden bajo unas aguas  cristalinas, repletas de bañistas.

 

Caminando por aquí, parece imposible tener que volver a la cotidiana realidad de un Madrid sonoro, contaminado y brusco. Qué lejos me queda el metro, las prisas matinales, los choques de humanidad con gente que mira al vacío con los ojos muy quietos, y la cara tornasolada de soledad. La falta de visión de un mundo, que existe y no está tan lejos, tan solo a cuatrocientos kilómetros de la vida cotidiana que llevo, en esa ciudad. Desde aquí, paseando,  parece imposible venir de dónde vengo. Lo peor es tener que pensar en la vuelta, con los ojos impregnados de estos colores.

No se observa la excitante promiscuidad de las playas Mediterráneas. Al contrario, aquí se mantienen unas formas sutiles de recato, de buenas maneras norteñas, que a veces, resultan más excitantes. Pudiera ser que yo esté  predispuesta a convertir cualquier gesto, por sucinto que sea en una muestra de amor o erotismo.

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La extensión de la playa está mermada por una fuerte marea, hace que la gente se concentre en los metros de arena seca que quedan.  Hay  poco espacio entre las personas, pugnan por delimitar su sitio frente a la invasión soterrada del vecino. Se ven familias que forman un círculo sobre sí mismas, con las bolsas cerrando el espacio.  Amparados por sombrillas que evitan el sol a propios y a extraños. Hay gente mayor, gente joven, gordos sin piedad y algunos cuerpos esculturales. Variopinta amalgama, como en cualquier zona playera. No era lo esperado por nosotros, más bien deseábamos una paz, un retiro donde solo recibiéramos los estímulos de lo que vamos a vivir por primera y única vez en nuestras vidas. Todo ese mundo que nos circunda, es posible que robe intimidad, o tiempo, a nuestros escasos tres días que vamos a vivir. Y que no quiero perder ni compartir ni un solo minuto fuera de nosotros. Es poco tres días, en contrate a una vida.

 

Fue una promesa no articulada: esto es irrepetible. Lo vivimos, porque necesitamos vivirlo, pero será solo una vez. Unos únicos tres días, en toda una vida. La promesa no hecha, el acto no cometido. Por eso necesitábamos una atmosfera especial, que no entorpeciera este navegar entre la pasión, los sentimientos, la culpabilidad y posiblemente la desesperación, que nos embargará cuando estemos juntos de nuevo. Pasados estos días,  esculpidos los recuerdos de olvido, intentaremos volver a la vida cotidiana con el costurón de la felicidad, entreverando nuestra piel.

 

No quiero pensar en la vuelta. Hoy es viernes. Hasta el lunes de noche, no pensaré más que en envolverme en el cuerpo de Fernando, sumergirme en sus ojos, quedarme apresada entre sus brazo y anudarle a él, a mi vientre.  No oiré más sonido que el metálico y profundo de su voz. Tendré tiempo de sentirme culpable, perdida, o de morirme en la mediocridad de los días sin Fernando. En estas horas que pasaremos juntos, no habrá más pensamiento que el gozo supremo de la pasión consumada, viviré cada minuto con la intensidad de saber que es único, e irrepetible.

 

Hay sucesos que nos cambian la vida. Solo minutos definitivos que dan un giro en la dirección de nuestra historia, transformándola. Lo curioso es que cuando los vives, cuando estás inmersionada en la cotidianeidad, no sabes, no se tiene idea de que es algo crucial, que después de esos minutos, ya nada es igual, que se torció la historia de forma irremisible.

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Nuestra vida se desarrollaba dentro de la más absoluta  tranquilidad. Mi matrimonio con Andrés se puede decir que  fue y es satisfactorio. Como estar en un mullido sofá, sin estridencias, sin incomodidades. Así es Andrés. Cómodo, seguro, protector. Puedo decir que le quiero, aún ahora. Sí, le quiero, con la suave ternura que dan los años compartidos, las vivencias, los sinsabores  superados, en parte debido a su carácter pacífico, conciliador. Nada es demasiado grave para él. Nada demasiado dramático. Lo atenúa todo,  con una relatividad, nacida de la calma, más que del despego. Ha sido un matrimonio fructífero, lo confieso con total sinceridad. No puedo refugiarme en el desatino de una mala experiencia, para justificarme. Andrés, desde el principio colmó mis expectativas de forma  satisfactoria. Eso hace que estos días sean más crueles, más descarnados .Quisiera, por todos los medios, encontrar disculpas a esta locura, pero no las tengo. En vano rebusqué entre los recuerdos de la vida en común que llevé con Andrés, algún detalle que amparara mi desafección,  que pudiera, aunque fuera un poco disculpar  nuestra traición.

 

Porque es nuestra, de ambos. Andrés es un marido modélico,  para Fernando ha sido el padre, el hermano, el amigo que todos quisieran tener.  Conocí a Andrés unido por lazos invisibles pero profundos, a la amistad paternal hacia Fernando. Protector de sus años de estudios. Le adoptó como se acoge a un perrillo abandonado .Al morir su padre, la madre quedó envuelta en las brumas de una enfermedad mental de la que no  salió más que en momentos puntuales, volviendo a sumirse en la sima profunda de una sinrazón. Fernando, quedó solo a una edad que pretendía ser hombre, cuando apenas le salía una sombra de bozo encima de su labio, y apergaminaba de miedo el futuro, plegado de desamparo. De no haber sido por Andrés y su protección familiar, es posible que el destino de Fernando hubiera sido otro, despeñado por una vida hirsuta. De eso somos conscientes, en cada momento de nuestra pasión: nos pesa la traición, con la alevosía de ejercerla sobre un hombre, esencialmente bueno.

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Fernando  vivió cercano a nosotros, aún en la distancia,  su presencia se notaba en la casa de forma permanente. Vivió mi embarazo y el parto de Nuria como si de su propia hija se tratase. En la boda no pudo estar, retrasamos  el evento en dos ocasiones para coincidir con las fechas en las que él podía asistir. El Líbano y sus guerras impidieron que firmara como testigo del enlace. Andrés dejó una silla vacía en la mesa presidencial en honor del amigo ausente, y durante toda la fiesta, su persona estuvo gravitando sobre nuestra felicidad. Durante años, la presencia furtiva de Fernando, se  hizo visible en momentos puntuales. Entre medias de dos guerras, de algún conflicto lejano. Hacía una parada, llenaba nuestra casa de fotografías, faxes, desorden y regalos, que como rey mago dejaba a su paso. Nuria,  aprendió a adorarle como a un ser superior. En  ocasiones nos sorprendimos, cuando nos anticipaba la noticia de su llegada debido a un sueño o una premonición infantil. En casa, cuando él estaba por venir, sucumbíamos a la emoción y a la curiosidad por conocer las noticias de los últimos avatares de su vida. Andrés, le escuchaba con una media sonrisa de satisfacción no exenta de orgullo paternal.  No es que se llevaran muchos años. Solo tres, pero Andrés siempre pareció mucho mayor que Fernando. En realidad, Andrés, siempre fue mayor.

 

Eterno adolescente, Fernando, es un niño que se niega a crecer. En él, los años van dejando conocimiento pero no experiencia. Para él todo es nuevo, todo por descubrir,  quizá se olvida lo vivido, para repetirlo y que no sea costumbre. Para no aburrirse vive mil vidas. Deambula por el mundo con la cámara en ristre, buscando sensaciones diversas. Desea, ser espectador de sucesos, que le hacen revivir cada minuto, sin memoria, sin reloj y sin tiempo.  Contador de mil batallas, allá donde se encuentre la aventura, el desastre más cruel, la guerra más cruenta, está él, con su cámara y su bloc, presto a retransmitir los acontecimientos sazonados por la viril escucha de su  voz.

 

Peina ya alguna cana, que apenas se nota, entre los cabellos rubios de su flequillo rebelde, que una y otra vez expulsa de la cara con gesto maquinal. De un manotazo despeja sus ojos de los cabellos risueños, que pugnan por tapar su mirada. La sonrisa presta, en la boca y en los ojos, le agrietan el curtido rostro, dejando las secuelas de muchas risas, de unas cuantas vivencias irrepetibles. Mantiene aún en los peores momentos la ironía reflejada en su mirada y el estupor que le sigue produciendo, las pasiones humanas, vividas, hasta el límite, por él, en cada momento.

 

Contrapuesto en todo a Andrés, son como dos caras de una misma moneda. Se conocieron de niños, en el barrio. Lo oí contar ya tantas veces, que parece casi mi historia. Fue su protector desde entonces. Fernando, se metía en líos que , como no podía ser de otra manera, Andrés resolvía, poniendo cordura a la desatada personalidad del amigo. Le ayudó a centrarse, como lo haría un padre o un compañero de viaje singular. Le hizo ver que su  pasión era el periodismo, que su vocación por la escritura y por la aventura desde niño era clara, un faro que iluminaba su vida aún en los peores momentos. No le dejó caer en las garras de la tibieza, cuando el desgarro familiar le atenazó . Andrés tomó el timón y no lo abandonó, hasta saber, que su barco estaba llegando a puerto. Se convirtió en un hermano más, en la casa familiar, bajo el amparo perenne de Andrés.triste 4

Fernando le adoraba, esa es una realidad. Es posible que, incluso ahora, cuando el incendio de la pasión nos invade, ame mucho más a Andrés que a mí. Es posible que en un desastre, le salvara mil veces a él, antes que a mí. Me consta y a la vez me enorgullece.  Hace más trágica nuestra pasión, más dolorosos los encuentros felices.

 

Sigue el discurrir de la tarde con el lento decaimiento del sol, que va perdiendo fuerza, mientras se para la brisa del nordeste que mece el paisaje y lo limpia de nubes escurridizas. Conforme va cayendo la tarde, se va atemperando la temperatura, como si al dejar el sol su cenit, todo se apaciguara. Las horas  pasan y la incertidumbre de lo que vamos a vivir se hace a veces irrespirable. Quizá, por eso intento divagar sobre lo vivido, sobre mi vida, la de Fernando y la de Andrés. Unidos los tres por lazos inexpugnables y eternos, que nos atan, que nos unen. Hacen que nos amemos por encima de todo, a la vez nos encadenan en un dolor lacerante, de culpabilidad.

 

Recuerdo, el momento en que comencé a amar a Fernando. No es exacto. Es posible que le amara  mucho antes. En mi recuerdo, quedó grabado  el momento en que me percaté de lo que sentía, o sentíamos. Tomé conciencia, de que un monstruo espeso se apoderaba de mi alma, al principio silencioso, luego ya de forma patibularia. Todo se impregnó de Fernando. La  vida comenzó a girar de forma contraria a como lo había hecho hasta entonces y comenzó el infierno.  O más claramente, un cielo infernal.

 

Una tarde como otra cualquiera, volvía del trabajo, cansada, con el agotamiento de estar doblando el meridiano de la semana. Recuerdo, era jueves. Hacía un calor sofocante, mi cara reflejada en el espejo retrovisor, mostraba las huellas del cansancio. Mi pelo estaba apergaminado, sin brillo. Me miré con desgana, pensando solo en mi bata y derrumbarme en el sofá, en cuanto llegara a casa. Andrés llevaba varios días fuera de Madrid, en un congreso, Nuria en el colegio, ante mi tenía unas pocas horas que golosamente saboreaba, de descanso.

Fernando llamó de forma intempestiva, como solía hacer: “Bea, estoy en el aeropuerto, llego en dos horas. Arreglo unas cosas del periódico y te paso a buscar, para llevarte a un sitio que he descubierto, a cenar”. Al llegar a casa y ver el mensaje, algo hizo que se me volteara el corazón y una aleteo profundo en el estómago me enervara por momentos. Desapareció mi cansancio, de forma sorprendente. Me sorprendí a mí misma lavándome el pelo, con una prisa rayana en la histeria, a la vez que planchaba mi vestido más sugerente. Mientras maquillaba la profundidad de mis ojos, con el eye liner negro, me preguntaba el porqué de la emoción que me embargaba. Contestaba a mis preguntas con las banalidades lógicas. El  hermano pequeño, el amigo aventurero que siempre desgrana novedades divertidas o dramáticas. Pone la emoción en nuestras grises vidas, con el aire de aventura que su llegada nos aporta. Todo eso me contaba, mientras intentaba  contactar con una vecina para que se quedase con Nuria esa noche. No quería recurrir a mis padres ni a mis suegros, tampoco sabía muy bien porqué. Era una autómata corriendo de un lado a otro de la casa, en pos de pasar unas horas con Fernando.

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Cenamos en un bonito restaurante que yo no conocía. Era verano, el calor aplastaba los cuerpos a la vez, que del asfalto, ascendían llamaradas de fuego, que se internaban dentro de la piel. La noche aligeraba un poco el aliento febril del día. Nos pusieron en la terraza. Eran pocas mesas, lo recuerdo ahora mismo con la viveza del momento. Es curioso como hay recuerdos que se nos graban a fuego, mientras otros no menos importantes desaparecen en la memoria barridos por el tiempo.

Una tenues velas, encerradas en  jarrones cilíndricos, daban ambiente irreal a la terracita, en la zona de los Austrias. Uno de esos rincones de Madrid, por donde pasas , posiblemente,  muchas veces en la vida y apenas reparas, hasta que se descubre la poesía del rincón o del momento.

No puedo recordar lo que tomamos. La cena fue ligera. Comí, sin darme cuenta de lo que ingería, solo recuerdo el titilar de las velas, la voz de Fernando refiriendo la enésima guerra en la que participaba. Las injusticias y la impotencia que le embargaba contemplando, desde el objetivo de su cámara. Veía el mundo desde el  pequeño agujerito que le proporcionaba la distancia precisa para no salpicarse de sangre, pero no para que no se tornara oscura el alma ante el dolor ajeno. Sus ojos, se velaban por momentos. Cuando contaba los sucesos vividos, el gris verdoso de esas pupilas, bellas,  se hacía nube de tormenta, se velaba como un cielo plomizo. Mientras su voz, desgranaba los cuentos,  como si fuera un forense diseccionando cuerpos. Muy adentro de su alma, le comenzaba a pesar lo visto, por mucha distancia que pusiera, su cámara.

Recuerdo, el sonido metálico de su voz. La palpitación de su rostro, bajo la luz de la vela. El suave chasquido de las hojas barridas por un viento, que se levantó cuando íbamos por los postres. Y que el mundo desapareció bajo mis pies, al poco de comenzar la cena. Se evaporó la terraza entera, Madrid se fue al carajo y ni Andrés, ni tan siquiera Nuria ,  existían para mí en aquellos momentos . Solo Fernando. Su voz, el suave aroma de  un rostro, recién afeitado y el brillo de acero pulido, de sus ojos. Ahí descubrimos ambos que no estábamos unidos por los lazos fraternos que decíamos tener, sino por otros mucho más profundos y complicados de vivir.1069122_393714134082483_1274777412_n

Chocamos nuestras manos, nos buscamos por debajo de la mesa, sorprendidos por el tacto de nuestra piel. El suyo rugoso, áspero, cálido. El mío deseoso y hambriento. Acabamos de cenar, cuando ya no quedaba nadie en la terraza y dos camareros nos miraban descaradamente, con ganas de echarnos,  desde la puerta del restaurante. Pagamos, avergonzados de nuestra ausencia. Emprendimos la marcha, entrelazados como un solo cuerpo, unidos, pegados el uno al otro, por el empedrado de las calles del viejo Madrid. Empujábamos nuestro miedo y nuestro deseo a golpe de caminar muy juntos,  nos sumergimos en la noche, oyendo el rumor de nuestra respiración y el sonido de nuestros pasos sobre el empedrado centenario de las calles.

Llegamos a casa, asustados, temerosos de nuestra soledad. En el ascensor, él ronco, casi sin voz, me susurró: “No puedo más, tiene que ser esta noche, Beatriz, no puedo callar más”. Mientras nos arrojábamos el uno en brazos del otro, con hambre de piel, de besos. Nuestras lenguas se buscaban en la profundidad de la boca del otro, nuestras manos horadaban la ropa, buscándonos  la piel, con el hambre atrasada, que ignorábamos sentir. Se desencadenó una tormenta, esa noche, que nosotros sentimos, bajo las sábanas, atentos, nada más, que a la nuestra. Apenas dormimos, en esa jornada eterna, sumergidos, ambos, en un sopor de placer, de sudor y casi diría de muerte, hasta que Nuria nos reclamó el desayuno, de la mano de la vecina, aporreando con saña la puerta de la calle, haciendo que abriéramos los ojos y contempláramos un día, que ante nosotros se abría, con miedo. Pero con más ansia de poseernos.

 

Borramos aquella noche de nuestra vida, y quisimos borrarla a la vez, de nuestra mente. Durante meses nada supe de él. Apenas se comunicaba con Andrés.  Partió hacia Sudamérica, desapareció de nuestra vida cotidiana. Yo seguía con su piel grabada en la mía, su olor en mi pituitaria y el sabor de sus besos en mi boca. Quise borrar todo vestigio de lo ocurrido, expulsaba los recuerdos apenas asaltaban mi mente, queriendo borrar lo inevitable. Por más que lo intentase, fracasé, las huellas estaban ahí, grabadas como una marca de fuego.

Volvió, pasados nueve meses, apenas nos miramos. No se quedó en casa, vino a cenar trayendo  vino, como un invitado. Nos dijo que había conocido a alguien, que era posible que estuviera enamorado. Andrés lo celebró con entusiasmo, yo tuve que ir al baño a tragarme unas lágrimas abrasadoras que pugnaban por salir.

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Un tiempo después nos presentó a su novia, o lo que él llamaba: su compañera. Bonita, fresca, alegre. Le quería, le admiraba, a partes iguales, se la veía feliz y confiada. Andrés la adoptó enseguida   sorprendiéndole  mi falta  de entusiasmo por la buena nueva. Le alegraba mucho que Fernando se enamorara. Había perdido la esperanza de casarlo, decía entre risas. Tenía el temor de que se convirtiera en el tío solterón de Nurita. Yo no podía sentir entusiasmo, ni rencor. Entendía que era una huida dolorida hacía un futuro menos incierto, que el que podía depararnos, de haber seguido con nuestra aventura.

Poco tiempo después, de forma intempestiva, tal como comenzó, nos anunció su ruptura. Cuando nos lo comunicó, sus ojos enrojecidos y nublados hablaban de su rabia. Andrés pensó que era el dolor de la perdida. Yo sabía que era la decepción de no haber obtenido el olvido. Y me alegré. Esa noche, estuve radiante, feliz, dentro de mi inconsciencia, buscando sus ojos con los míos. Leyendo en su dolor, mi felicidad.

 

Aún nos evitamos durante meses. Él, marchó de nuevo, precipitadamente, casi sin despedirse. Cuando  volvió, no quiso quedarse en casa, Andrés se desesperaba llamándolo con la impaciencia que da el no saber que pasa y sufrir el distanciamiento. Hasta que hace dos meses, claudicó. Nos llamó, dijo que volvía, que preparásemos la habitación, si aún era bien recibido, Andrés estaba gozoso, yo muerta de miedo y de expectación. Toda mi piel se erizaba al saberlo cercano. Intuía  su retorno a mi cuerpo a la vez que a nuestra vida.

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Y aquí estoy esperando su llegada, a esta ciudad, que ha sido la intermediaria de lo que acontecerá en breve. Él, adora el norte, veraneaba aquí de pequeño, según cuenta. Guarda recuerdos imborrablemente felices, de una infancia sin problemas cuando el mundo era sencillo. Se reducía a tardes de playa, recoger cangrejos, sacar grillos de sus agujeros, para alimentarlos con lechuga y vino, a fin de que cantaran sin cesar, en las jaulitas, donde los encerraban con la inocente crueldad de la infancia. Por eso me pidió que fuera esta ciudad el decorado de los únicos tres días que nos concederemos. Cuando se acaben habremos esculpido en nuestros cuerpos la tristeza indeleble que da el amar sin esperanza. Y sin olvido.

 

 

 

FIN

 

 

 

Acerca de Maria

Escritora María Toca: 1ºPremio Ateneo de Onda Novela, 2016: Son Celosos los Dioses 2ºPremio de Relato Ateneo de Fraga: El Paseador, 2014 Finalista Premio Internacional de Relato Hemingway, 2013 Finalista de varios premios más de relato. Poeta Articulista/Coordinadora/ Fundadora de LA PAJARERA MAGAZINE. Obra publicada: Novela: El Viaje a los Cien Universos Son Celosos los Dioses Relatos coral: Vidas que Cuentan Desmemoriados. Poesía: Contingencias
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