La mujer facil

 

La mujer fácil©

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Visitaba a Carmen, que estaba convaleciente de una enfermedad. Prima, casi hermana, cómplice de infancia y juventud, distanciados por destinos y vivencias pero seguía siendo mi compañera del alma. Había demorado la visita, hasta hoy, que fui con la desgana de respirar el aire enfermo de un hospital, de convivir por unas horas con el dolor. Al llegar a la habitación, aún llevaba el calor del sol callejero, mis ojos se achicaron al entrar, buscando la cama donde yacía Carmen. Al entrar, me topé con una figura que estaba frente a la ventana, mirando algo lejano, con el rostro apenas entrevisto entre el contraluz que hacía el sol resplandeciente, que iluminaba la estancia. No reparé en ella, apenas pensé, que era una mujer mirando por la ventana, sin más, una desconocida. Mis ojos, sí que dibujaron el contorno de su cuerpo, más como costumbre de depredador en ejercicio,  que con verdadero interés. No era nada especial, entrada en años, pensé de momento. Mi mirada voló hacía el verdadero motivo de mi estancia allí. Carmen.

Me encaminé hacía la cama, saludando a la vez. Imantada por mi voz, ella, la figura de la ventana, se volvió. Volvió el rostro hacia mí,  con sorprendidos  ojos sonrientes, me miró de lleno. Mientras, yo saludaba a Carmen,  seguía ajeno a ella. Sería la fuerza de esa mirada, en tiempos hipnótica,  por lo que me volví, hacia la ventana, que ahora ya estaba descubierta, sin el cuerpo de la mujer tapando la luminosa boca de luz.

-¡Juan!, ¿Cuánto tiempo?- dijo, mientras  el tono de su voz latigueó  mi mente, evocando unos momentos,  que dormían hacía mucho en el recuerdo embriagado del tiempo de mi vida.

Como si volviera el pasado por una esquina, inesperado, caminando por un presente monocorde y agrisado, así se abrió paso, el recuerdo en mi mente, al sonido de su voz.

Me enderecé al oírla. Ajusté mis ojos a su persona, que en el contraluz se desvanecían de puro reflejo. Ella, apoyada en la pared blanca; la figura oscura , vestida  de negro, solo un collar y unos pendientes de impolutas perlas blancas, iluminaban un rostro de contornos afilados. Una sonrisa, acaramelada por una boca amplia; los ojos esmerilados de brillo cálido, surcado el contorno, de tenues arruguitas que los empequeñecían ; la piel espejada de una tibia blancura. De pronto el pasado,  se estampó en mi mente, cuando vi aquellos labios sonreírme confiados.

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-¡Rosa!, ¿qué haces tú aquí?-

-De visita, imagino, que como tú- dijo mientras se acercaba.

-Claro… ¿tienes a algún familiar enfermo?- las preguntas bobas seguían saliendo por mi boca, mientras  esperaba decir algo interesante, imponente, que deslumbrara a esa mujer de figura negra, que resplandecía por momentos.

-No, es una amiga, Mercedes, está en esa cama, ¿no recuerdas a Mercedes?- preguntó mientras señalaba al otro lado de la habitación. En la otra cama, una figura macilenta, levantó la mano a modo de saludo.

-No, no sé muy bien, pero ¡qué alegría verte!, ¿Cómo estás?- los malditos tópicos no me abandonaban.

-Bien, muy bien, ¿y tú?- estaba ya tan cerca que podía sentir su aliento en mi cara. Antes que sus manos se dejaran el rastro por mi cara, llegó su aroma dulce, afrutado, como de campo primaveral,  hasta mí. Me envolvió el perfume que emanaba esa mujer, y al momento la catarata de sensaciones vívidas y reales, poblaron mi mente. Como lentos invasores enanos, fueron tomando posiciones, en los entresijos del recuerdo, mientras mi piel se erizaba recordando el contacto con la suya. La piel de Rosa, el terciopelo tibio en que se convertía, apenas la rozaba con la punta de los dedos. La calidez del seno acogedor, el aroma almizclado del hueco axilar, donde refugiaba mi rostro para impregnarme de ella, llevármela conmigo hasta la próxima vez, hasta nuestra próxima cita, o hasta nunca, como la última vez.

Mientras los pasos nos unían, sentí una a una las sensaciones que hicieron de Rosa mi atadura, que hicieron de Rosa mi isla secreta, allí donde refugiaba mi cuerpo ahíto de otras presencias menos emergentes que la de ella.

Acarició mi rostro con su mano, mientras los ojos se quedaban enganchados en los míos. Su mirada acuosa, liquida, brillaba con el recuerdo, como yo. Nos contemplamos allí, de pie, parados ambos, en una blanca e impersonal habitación de hospital, mientras en sendas camas había dos personas que nos conocían, a las que habíamos ido a visitar, que de pronto dejaron de tener importancia. Nos sentimos durante unos segundos solos, envueltos en la tibieza del pasado. Mientras nuestras mentes, revivían el amor sentido, la pasión olvidada durante años.  En un instante retomada y enfebrecida dentro de mi mente. Sin más, dejé que el aroma de Rosa me invadiera, entrara hasta el último rincón de  mis sentidos.

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De pronto, ella, aplomada, desprendió su mano de mi rostro, Sentí como si me apartaran de golpe un calor muy cercano, como si me desnudaran de pronto. Quedó el aroma que su mano desprendió, inundando mi alma. Llevando en volandas la memoria al rincón oscuro donde se guardan los recuerdos idos.

-Ya me iba, tengo prisa, Juan, nos veremos otro día con más tiempo- dijo, velando sus ojos, tras una capa de rasgada indiferencia, que no por fingida sonaba menos dura.

-Sí, ya no veremos Rosa. Estás muy guapa- dije, aún queriendo decir que no quería desprenderme de su mano, que atara  su cuerpo para siempre al mío, esclavizado de su piel y de su voz. Todo eso quise decir, pero dije lo que dije.

-Gracias, tú también estás muy bien. Me he alegrado de verte, de verdad. Cuídate- dijo emprendiendo la marcha, que yo quizá fuera una huida de mí, de sus recuerdos, de mis besos, de lo que vivimos y de lo que pudo haber sido.

Ahora sí, se me quedaron los ojos prendidos de su cuerpo. Veía esbeltez donde antes viera normalidad,  veía cimbrearse sus caderas con la cadencia del baile sincopado. Veía una elegancia, el apresto en el caminar de una mujer agacelada.

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Se despidió de la amiga, Mercedes, que yo debía conocer y no recordaba. Al salir, por la puerta, se volvió de pronto, elevando la mano para decirme adiós con un saludo alegre, acompañado de una mirada tierna, exenta de ironía y de evasivas.

Me senté en la silla, al lado de la cama de Carmen, mientras por mi cuerpo recorría aún el efecto eléctrico de su  presencia. El rastro de su mano en mi rostro, campaba aún. El tibio calor emanado de sus dedos mientras acariciaban la fría piel de mi cara, aún permanecían pegados, imantados en mi piel. Su mirada sonriente, se quedó prendida de mis ojos, cuando tomé asiento, mirando con tristeza a Carmen.

-¿Quién es?  Te has quedado lelo,¡ bueno!, os habéis quedado lelos, los dos- dijo Carmen.

-Es una amiga, una vieja amiga, hace tiempo que no nos veíamos. Ha sido una sorpresa encontrarla aquí-

-Debía ser una amiga muy especial, Juan, a juzgar por cómo os habéis mirado, por como os habéis quedado ambos-

-Sí, es cierto, fue algo especial…muy especial, en mi vida, Carmen. Podría decirse, que ha sido la mujer de mi vida-

-Juan, la mujer de tu vida debería ser, la que tienes: Alicia, digo yo…-.

-Claro mujer, es Alicia, ¡cómo no! Ya sabes lo que ocurre, recordamos lo que no tenemos, lo que no pudo ser. Sentimos nostalgia de lo perdido-

-Sí, es cierto. Ella parece una mujer ciertamente inolvidable- Intuía que en su fuero interno comparaba. Nunca le gustó Alicia. Yo sabía, que pensaba que era liviana de puro banal, nunca congeniaron demasiado

-Lo es  te lo aseguro, nadie que haya pasado por los brazos de Rosa tiene paz- las palabras salieron sin pensar,  de mi boca. Nada más pronunciarlas, sentí que debía haber callado. Lo no dicho no existe, pero ya era tarde.

-Tenemos tiempo ambos, me cuentas, Juan, ¿Cómo la conociste?, ¿Qué pasó?- los ojillos de Carmen se movían,  motivados por la curiosidad .

Pensé por un momento, callar, pedir a Carmen que olvidara mi encuentro. No  lo hice, deseaba tanto revivir lo vivido tiempo atrás. Me arrellené en el sillón, dejando que la luz del sol que entraba por la ventana, acariciara mi nuca.

-Conocí a Rosa hace casi veinte años, Carmen. Eran los ochenta. La locura impregnaba la vida de los que acabábamos de estrenar la juventud. Una noche, entre las luces azabachadas y tintineantes de una discoteca, donde la lámpara de cristalitos giraba emanando efluvios de luciérnaga, la vi. Iba enfundada en un vestido azul,  ceñía su cuerpo, como un guante. En el pecho un broche de piedras blancas y azuladas. Bailaba cimbreándose, como una profesional, moldeando su figura en cada contoneo. Mis ojos se quedaron prendados de ella,  como dos imanes. No podía desprenderme del cimbreo cadencioso, que seguía la música.

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De pronto ella paró, se giró hacia mí. Me quedé  un tanto perplejo, al ver que se dirigía hasta mí. Llegó a mi altura, me miró profundamente, con esos ojos que desnudan el alma, que trepanan el cráneo, sonrió y me dijo:

“O me miras o bailo, las dos cosas no pueden ser…tengo tus ojos pegados en mi cuerpo y me pones nerviosa, no me dejas bailar a gusto”.

Comprenderás Carmen. Me quedé sin palabras .Musité un tartajeado:  “perdona, no era mi intención molestarte…”,  a lo que ella, contestó, con una risa franca, como trino de pájaro: “no te disculpes, es un halago…pero tenía que decírtelo”.

La invité a una copa. No bebía. Solo agua, me dijo. Hicimos lo normal, lo que se hacía entonces, Carmen. Nos retiramos un poco de la pista de baile. Hablamos, contamos trazos de nuestra vida, solo lo que interesaba una noche de sábado a esas horas.Salimos, caminamos, alcancé mi casa. La invité a subir,  aceptó como lo más normal del mundo. Yo pensé: “¡bingo! ¡tío!, así sin más esfuerzos, te ha tocado la lotería. Está buena de verdad, pero es fácil. No ha puesto disculpas, no ha resistido, no hay que invitarla a cenar una y otra vez”. Lo recuerdo perfectamente, Carmen. Todo eso pensé, mientras subíamos las escaleras de mi casa, incluso cuando me sumergía en su tibio cuerpo, no dejaba de pensar, en lo fácil que había sido todo. En lo fácil que era Rosa, con lo buena que estaba.

Ya sé, no me mires así, Carmen, ya sé, que una mujer puede dar su cuerpo sin dar ni un atisbo de su alma. Que una mujer no es fácil, por hacer el amor con un desconocido. Eran los ochenta y yo no me había enterado, Carmen, por si sirve de disculpa.

A partir de esa entonces, nos veíamos de noche, nunca de día. Ella no pidió nada, ni reprochaba mis ausencias. Nos encontrábamos, yo tomaba su mano, la llevaba a mi casa y lentamente el mundo desaparecía para nosotros. Nos amamos, o algo parecido, durante meses. Hasta que conocí a Alicia, me la presentó Toño, compañero de trabajo y de juergas, ya le conoces, era su prima. Alicia, es sencilla, y no fue fácil, como Rosa. No dejó que la tocara hasta poco antes de casarnos y aun así, poco. Ingenuo de mí, entendía que era por decencia, por recato, cuando simplemente era que a Alicia no la gusta hacer el sexo, o no la gusto yo, o no la gusta hacerlo conmigo. En cualquier caso, me pareció lo más conveniente, y comencé a salir con ella, de día. Con Alicia iba al cine, a cenar, a tomar café. Rosa era para la noche, para envolver mi cuerpo en una pasión opresora y evanescente que me devolvía a la vida.

Una noche al llegar al sitio de siempre nos encontrábamos. Donde nos conocimos, tomé su mano, como siempre. Ella, volvió hacia mí unos ojos enturbiados, ensombrecidos por unas profundas ojeras que podían ser rastros de lagrimas o de desolación, cualquiera sabe. Me dijo: no. Por primera vez, me dijo, no y añadió: “tienes otra mujer. Si quieres algo conmigo, buscas mi número de teléfono, que nunca has pedido. Me llamas, me invitas a cenar, y luego me pensaré si me acuesto contigo”. Y se marchó. Dejándome perplejo. No era ese el trato que tácitamente mi mente había confabulado. No, me decía a mí mismo, ¿Qué  pasa ahora?, ¿no es una mujer fácil?,¿ por qué coño dice ahora no, cuando no lo hizo al principio?, ¿no era una mujer fácil?. ¿Por qué me negaba ahora lo que concedió al principio con facilidad?  El que la  compartiera con otra, no me parecía motivo suficiente ¿No quedó  claro lo que éramos?

¡Lo sé, Carmen! No digas nada. Eran los ochenta y yo no me había enterado. Lo cierto es que me quedé mirando su marcha, como un perro apaleado, mientras ella se volvió una sola vez.  Juro que sus ojos brillaban como antorchas, Carmen, tenían el brillo del dolor aderezado por lágrimas, pugnando por salir. Aprisionadas por su voluntad,  mientras seguía su camino.

Durante años la perseguí, intenté que  escuchara, hablar con ella. Cuando me veía llegar, huía de mí como de la peste. No dejó que me acercara.  Yo, desde lejos, contemplaba el desfile de conquistas. Se había convertido en una mujer espectacular, pocos resistían el empaque de Rosa. Como a un baile de dolor, asistí al desfile de hombres por su vida, en la lejanía que ella me impuso. Con cada visión de Rosa, cogida de la mano de un hombre, me laceraba el dolor. Se hacía más y más profundo el hueco dejado en mi corazón y en mi cuerpo la presencia de esa mujer. No sentía celos, comprendía bien y envidiaba a los otros. Eso era lo que me perdía, el no tenerla, no, el compartirla.

Hasta que un  día, dijo: “ahora sí, ahora puedo estar contigo. Ya te he olvidado”. Y volvimos a tomarnos de la mano. Volví a envolverme en su cuerpo, solo que ahora era diferente. Yo dejaba mi dolor a las puertas de su piel, en cada despedida, y ella sonreía ahíta de sexo, y con indiferencia me empujaba hasta la puerta, si estábamos en su casa, o me despedía con un beso rápido, si era en la mía, como si huyera, y no quisiera retener los momentos vividos. Hubiera dado parte de mi vida por volver a ver el amor encharcando los ojos de Rosa, como antaño. Su frialdad me atenazaba como una mordaza, a la vez que  espoleaba mi deseo.

Poco antes de la fecha de mi boda con Alicia, suplique que se casara conmigo. Juro que hubiera desbaratado todo. Hubiera dejado a Alicia con el traje, con los invitados, a mi madre hecha una furia. Todo, por el solo atisbo de un rayo de amor, en los ojos de Rosa.

Cuando la propuse eso,  me miró sonriente y dijo: “Juan, si hace años me hubieras dicho ésto, me hubieras salvado de mi misma. Ahora es tarde. No te amo .Pasó el tiempo, solo es lo que es. Yo ya no tengo salvación”.

Al cabo de un tiempo desapareció de mi vida. No supe de ella, más que por la prensa, incluso vi entrevistas suyas en televisión. Se ha convertido en una escritora de éxito. Y yo de paso en un fracasado.

Esa es mi historia,  Carmen-.

Había desaparecido el sol. Ahora soplaba una brisa fresca por la ventana abierta de la habitación,  hizo que los otros enfermos se desperezasen. Mientras, las nubes cubrían en lenta carrera  un cielo encapotado que había dejado de brillar. Los recuerdos llenaron el hueco dejado por la mujer al irse.

 

La mujer fácil©

Visitaba a Carmen, que estaba convaleciente de una enfermedad. Prima, casi hermana, cómplice de infancia y juventud, distanciados por destinos y vivencias pero seguía siendo mi compañera del alma. Había demorado la visita, hasta hoy, que fui con la desgana de respirar el aire enfermo de un hospital, de convivir por unas horas con el dolor. Al llegar a la habitación, aún llevaba el calor del sol callejero, mis ojos se achicaron al entrar, buscando la cama donde yacía Carmen. Al entrar, me topé con una figura que estaba frente a la ventana, mirando algo lejano, con el rostro apenas entrevisto entre el contraluz que hacía el sol resplandeciente, que iluminaba la estancia. No reparé en ella, apenas pensé, que era una mujer mirando por la ventana, sin más, una desconocida. Mis ojos, sí que dibujaron el contorno de su cuerpo, más como costumbre de depredador en ejercicio,  que con verdadero interés. No era nada especial, entrada en años, pensé de momento. Mi mirada voló hacía el verdadero motivo de mi estancia allí. Carmen.

 

Me encaminé hacía la cama, saludando a la vez. Imantada por mi voz, ella, la figura de la ventana, se volvió. Volvió el rostro hacia mí,  con sorprendidos  ojos sonrientes, me miró de lleno. Mientras, yo saludaba a Carmen,  seguía ajeno a ella. Sería la fuerza de esa mirada, en tiempos hipnótica,  por lo que me volví, hacia la ventana, que ahora ya estaba descubierta, sin el cuerpo de la mujer tapando la luminosa boca de luz.

-¡Juan!, ¿Cuánto tiempo?- dijo, mientras  el tono de su voz latigueó  mi mente, evocando unos momentos,  que dormían hacía mucho en el recuerdo embriagado del tiempo de mi vida.

Como si volviera el pasado por una esquina, inesperado, caminando por un presente monocorde y agrisado, así se abrió paso, el recuerdo en mi mente, al sonido de su voz.

Me enderecé al oírla. Ajusté mis ojos a su persona, que en el contraluz se desvanecían de puro reflejo. Ella, apoyada en la pared blanca; la figura oscura , vestida  de negro, solo un collar y unos pendientes de impolutas perlas blancas, iluminaban un rostro de contornos afilados. Una sonrisa, acaramelada por una boca amplia; los ojos esmerilados de brillo cálido, surcado el contorno, de tenues arruguitas que los empequeñecían ; la piel espejada de una tibia blancura. De pronto el pasado,  se estampó en mi mente, cuando vi aquellos labios sonreírme confiados.

-¡Rosa!, ¿qué haces tú aquí?-

-De visita, imagino, que como tú- dijo mientras se acercaba.

-Claro… ¿tienes a algún familiar enfermo?- las preguntas bobas seguían saliendo por mi boca, mientras  esperaba decir algo interesante, imponente, que deslumbrara a esa mujer de figura negra, que resplandecía por momentos.

-No, es una amiga, Mercedes, está en esa cama, ¿no recuerdas a Mercedes?- preguntó mientras señalaba al otro lado de la habitación. En la otra cama, una figura macilenta, levantó la mano a modo de saludo.

-No, no sé muy bien, pero ¡qué alegría verte!, ¿Cómo estás?- los malditos tópicos no me abandonaban.

-Bien, muy bien, ¿y tú?- estaba ya tan cerca que podía sentir su aliento en mi cara. Antes que sus manos se dejaran el rastro por mi cara, llegó su aroma dulce, afrutado, como de campo primaveral,  hasta mí. Me envolvió el perfume que emanaba esa mujer, y al momento la catarata de sensaciones vívidas y reales, poblaron mi mente. Como lentos invasores enanos, fueron tomando posiciones, en los entresijos del recuerdo, mientras mi piel se erizaba recordando el contacto con la suya. La piel de Rosa, el terciopelo tibio en que se convertía, apenas la rozaba con la punta de los dedos. La calidez del seno acogedor, el aroma almizclado del hueco axilar, donde refugiaba mi rostro para impregnarme de ella, llevármela conmigo hasta la próxima vez, hasta nuestra próxima cita, o hasta nunca, como la última vez.

Mientras los pasos nos unían, sentí una a una las sensaciones que hicieron de Rosa mi atadura, que hicieron de Rosa mi isla secreta, allí donde refugiaba mi cuerpo ahíto de otras presencias menos emergentes que la de ella.

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Acarició mi rostro con su mano, mientras los ojos se quedaban enganchados en los míos. Su mirada acuosa, liquida, brillaba con el recuerdo, como yo. Nos contemplamos allí, de pie, parados ambos, en una blanca e impersonal habitación de hospital, mientras en sendas camas había dos personas que nos conocían, a las que habíamos ido a visitar, que de pronto dejaron de tener importancia. Nos sentimos durante unos segundos solos, envueltos en la tibieza del pasado. Mientras nuestras mentes, revivían el amor sentido, la pasión olvidada durante años.  En un instante retomada y enfebrecida dentro de mi mente. Sin más, dejé que el aroma de Rosa me invadiera, entrara hasta el último rincón de  mis sentidos.

De pronto, ella, aplomada, desprendió su mano de mi rostro, Sentí como si me apartaran de golpe un calor muy cercano, como si me desnudaran de pronto. Quedó el aroma que su mano desprendió, inundando mi alma. Llevando en volandas la memoria al rincón oscuro donde se guardan los recuerdos idos.

-Ya me iba, tengo prisa, Juan, nos veremos otro día con más tiempo- dijo, velando sus ojos, tras una capa de rasgada indiferencia, que no por fingida sonaba menos dura.

-Sí, ya no veremos Rosa. Estás muy guapa- dije, aún queriendo decir que no quería desprenderme de su mano, que atara  su cuerpo para siempre al mío, esclavizado de su piel y de su voz. Todo eso quise decir, pero dije lo que dije.

-Gracias, tú también estás muy bien. Me he alegrado de verte, de verdad. Cuídate- dijo emprendiendo la marcha, que yo quizá fuera una huida de mí, de sus recuerdos, de mis besos, de lo que vivimos y de lo que pudo haber sido.

Ahora sí, se me quedaron los ojos prendidos de su cuerpo. Veía esbeltez donde antes viera normalidad,  veía cimbrearse sus caderas con la cadencia del baile sincopado. Veía una elegancia, el apresto en el caminar de una mujer agacelada.

Se despidió de la amiga, Mercedes, que yo debía conocer y no recordaba. Al salir, por la puerta, se volvió de pronto, elevando la mano para decirme adiós con un saludo alegre, acompañado de una mirada tierna, exenta de ironía y de evasivas.

Me senté en la silla, al lado de la cama de Carmen, mientras por mi cuerpo recorría aún el efecto eléctrico de su  presencia. El rastro de su mano en mi rostro, campaba aún. El tibio calor emanado de sus dedos mientras acariciaban la fría piel de mi cara, aún permanecían pegados, imantados en mi piel. Su mirada sonriente, se quedó prendida de mis ojos, cuando tomé asiento, mirando con tristeza a Carmen.

-¿Quién es?  Te has quedado lelo,¡ bueno!, os habéis quedado lelos, los dos- dijo Carmen.

-Es una amiga, una vieja amiga, hace tiempo que no nos veíamos. Ha sido una sorpresa encontrarla aquí-

-Debía ser una amiga muy especial, Juan, a juzgar por cómo os habéis mirado, por como os habéis quedado ambos-

-Sí, es cierto, fue algo especial…muy especial, en mi vida, Carmen. Podría decirse, que ha sido la mujer de mi vida-

-Juan, la mujer de tu vida debería ser, la que tienes: Alicia, digo yo…-.

-Claro mujer, es Alicia, ¡cómo no! Ya sabes lo que ocurre, recordamos lo que no tenemos, lo que no pudo ser. Sentimos nostalgia de lo perdido-

-Sí, es cierto. Ella parece una mujer ciertamente inolvidable- Intuía que en su fuero interno comparaba. Nunca le gustó Alicia. Yo sabía, que pensaba que era liviana de puro banal, nunca congeniaron demasiado

-Lo es  te lo aseguro, nadie que haya pasado por los brazos de Rosa tiene paz- las palabras salieron sin pensar,  de mi boca. Nada más pronunciarlas, sentí que debía haber callado. Lo no dicho no existe, pero ya era tarde.

-Tenemos tiempo ambos, me cuentas, Juan, ¿Cómo la conociste?, ¿Qué pasó?- los ojillos de Carmen se movían,  motivados por la curiosidad .

Pensé por un momento, callar, pedir a Carmen que olvidara mi encuentro. No  lo hice, deseaba tanto revivir lo vivido tiempo atrás. Me arrellené en el sillón, dejando que la luz del sol que entraba por la ventana, acariciara mi nuca.

-Conocí a Rosa hace casi veinte años, Carmen. Eran los ochenta. La locura impregnaba la vida de los que acabábamos de estrenar la juventud. Una noche, entre las luces azabachadas y tintineantes de una discoteca, donde la lámpara de cristalitos giraba emanando efluvios de luciérnaga, la vi. Iba enfundada en un vestido azul,  ceñía su cuerpo, como un guante. En el pecho un broche de piedras blancas y azuladas. Bailaba cimbreándose, como una profesional, moldeando su figura en cada contoneo. Mis ojos se quedaron prendados de ella,  como dos imanes. No podía desprenderme del cimbreo cadencioso, que seguía la música.

De pronto ella paró, se giró hacia mí. Me quedé  un tanto perplejo, al ver que se dirigía hasta mí. Llegó a mi altura, me miró profundamente, con esos ojos que desnudan el alma, que trepanan el cráneo, sonrió y me dijo:

“O me miras o bailo, las dos cosas no pueden ser…tengo tus ojos pegados en mi cuerpo y me pones nerviosa, no me dejas bailar a gusto”.

Comprenderás Carmen. Me quedé sin palabras .Musité un tartajeado:  “perdona, no era mi intención molestarte…”,  a lo que ella, contestó, con una risa franca, como trino de pájaro: “no te disculpes, es un halago…pero tenía que decírtelo”.

La invité a una copa. No bebía. Solo agua, me dijo. Hicimos lo normal, lo que se hacía entonces, Carmen. Nos retiramos un poco de la pista de baile. Hablamos, contamos trazos de nuestra vida, solo lo que interesaba una noche de sábado a esas horas.Salimos, caminamos, alcancé mi casa. La invité a subir,  aceptó como lo más normal del mundo. Yo pensé: “¡bingo! ¡tío!, así sin más esfuerzos, te ha tocado la lotería. Está buena de verdad, pero es fácil. No ha puesto disculpas, no ha resistido, no hay que invitarla a cenar una y otra vez”. Lo recuerdo perfectamente, Carmen. Todo eso pensé, mientras subíamos las escaleras de mi casa, incluso cuando me sumergía en su tibio cuerpo, no dejaba de pensar, en lo fácil que había sido todo. En lo fácil que era Rosa, con lo buena que estaba.

Ya sé, no me mires así, Carmen, ya sé, que una mujer puede dar su cuerpo sin dar ni un atisbo de su alma. Que una mujer no es fácil, por hacer el amor con un desconocido. Eran los ochenta y yo no me había enterado, Carmen, por si sirve de disculpa.

A partir de esa entonces, nos veíamos de noche, nunca de día. Ella no pidió nada, ni reprochaba mis ausencias. Nos encontrábamos, yo tomaba su mano, la llevaba a mi casa y lentamente el mundo desaparecía para nosotros. Nos amamos, o algo parecido, durante meses. Hasta que conocí a Alicia, me la presentó Toño, compañero de trabajo y de juergas, ya le conoces, era su prima. Alicia, es sencilla, y no fue fácil, como Rosa. No dejó que la tocara hasta poco antes de casarnos y aun así, poco. Ingenuo de mí, entendía que era por decencia, por recato, cuando simplemente era que a Alicia no la gusta hacer el sexo, o no la gusto yo, o no la gusta hacerlo conmigo. En cualquier caso, me pareció lo más conveniente, y comencé a salir con ella, de día. Con Alicia iba al cine, a cenar, a tomar café. Rosa era para la noche, para envolver mi cuerpo en una pasión opresora y evanescente que me devolvía a la vida.

Una noche al llegar al sitio de siempre nos encontrábamos. Donde nos conocimos, tomé su mano, como siempre. Ella, volvió hacia mí unos ojos enturbiados, ensombrecidos por unas profundas ojeras que podían ser rastros de lagrimas o de desolación, cualquiera sabe. Me dijo: no. Por primera vez, me dijo, no y añadió: “tienes otra mujer. Si quieres algo conmigo, buscas mi número de teléfono, que nunca has pedido. Me llamas, me invitas a cenar, y luego me pensaré si me acuesto contigo”. Y se marchó. Dejándome perplejo. No era ese el trato que tácitamente mi mente había confabulado. No, me decía a mí mismo, ¿Qué  pasa ahora?, ¿no es una mujer fácil?,¿ por qué coño dice ahora no, cuando no lo hizo al principio?, ¿no era una mujer fácil?. ¿Por qué me negaba ahora lo que concedió al principio con facilidad?  El que la  compartiera con otra, no me parecía motivo suficiente ¿No quedó  claro lo que éramos?

¡Lo sé, Carmen! No digas nada. Eran los ochenta y yo no me había enterado. Lo cierto es que me quedé mirando su marcha, como un perro apaleado, mientras ella se volvió una sola vez.  Juro que sus ojos brillaban como antorchas, Carmen, tenían el brillo del dolor aderezado por lágrimas, pugnando por salir. Aprisionadas por su voluntad,  mientras seguía su camino.

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Durante años la perseguí, intenté que  escuchara, hablar con ella. Cuando me veía llegar, huía de mí como de la peste. No dejó que me acercara.  Yo, desde lejos, contemplaba el desfile de conquistas. Se había convertido en una mujer espectacular, pocos resistían el empaque de Rosa. Como a un baile de dolor, asistí al desfile de hombres por su vida, en la lejanía que ella me impuso. Con cada visión de Rosa, cogida de la mano de un hombre, me laceraba el dolor. Se hacía más y más profundo el hueco dejado en mi corazón y en mi cuerpo la presencia de esa mujer. No sentía celos, comprendía bien y envidiaba a los otros. Eso era lo que me perdía, el no tenerla, no, el compartirla.

 

Hasta que un  día, dijo: “ahora sí, ahora puedo estar contigo. Ya te he olvidado”. Y volvimos a tomarnos de la mano. Volví a envolverme en su cuerpo, solo que ahora era diferente. Yo dejaba mi dolor a las puertas de su piel, en cada despedida, y ella sonreía ahíta de sexo, y con indiferencia me empujaba hasta la puerta, si estábamos en su casa, o me despedía con un beso rápido, si era en la mía, como si huyera, y no quisiera retener los momentos vividos. Hubiera dado parte de mi vida por volver a ver el amor encharcando los ojos de Rosa, como antaño. Su frialdad me atenazaba como una mordaza, a la vez que  espoleaba mi deseo.

Poco antes de la fecha de mi boda con Alicia, suplique que se casara conmigo. Juro que hubiera desbaratado todo. Hubiera dejado a Alicia con el traje, con los invitados, a mi madre hecha una furia. Todo, por el solo atisbo de un rayo de amor, en los ojos de Rosa.

Cuando la propuse eso,  me miró sonriente y dijo: “Juan, si hace años me hubieras dicho ésto, me hubieras salvado de mi misma. Ahora es tarde. No te amo .Pasó el tiempo, solo es lo que es. Yo ya no tengo salvación”.

Al cabo de un tiempo desapareció de mi vida. No supe de ella, más que por la prensa, incluso vi entrevistas suyas en televisión. Se ha convertido en una escritora de éxito. Y yo de paso en un fracasado.

Esa es mi historia,  Carmen-.

Había desaparecido el sol. Ahora soplaba una brisa fresca por la ventana abierta de la habitación,  hizo que los otros enfermos se desperezasen. Mientras, las nubes cubrían en lenta carrera  un cielo encapotado que había dejado de brillar. Los recuerdos llenaron el hueco dejado por la mujer al irse.

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Acerca de Maria

Escritora María Toca: 1ºPremio Ateneo de Onda Novela, 2016: Son Celosos los Dioses 2ºPremio de Relato Ateneo de Fraga: El Paseador, 2014 Finalista Premio Internacional de Relato Hemingway, 2013 Finalista de varios premios más de relato. Poeta Articulista/Coordinadora/ Fundadora de LA PAJARERA MAGAZINE. Obra publicada: Novela: El Viaje a los Cien Universos Son Celosos los Dioses Relatos coral: Vidas que Cuentan Desmemoriados. Poesía: Contingencias
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